Andrew Johnson

Las Iglesias ante la violencia en América Latina


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la democracia, las instituciones y comportamientos autoritarios residuales y nuevas economías delictivas —algunas o todas las antes mencionadas (Adams, 2012; Arias, y Goldstein, 2010; Bowden, 2011; Cruz, 2011; Imbusch, Misse, y Carrión, 2011; Johnson et al., 2013; Pearce, 2010).

      Para los fines de este trabajo, no intento elegir entre estas diferentes interpretaciones. Como observara Bergman (2006: 223) anteriormente, en un informe de la literatura sobre el crimen y la inseguridad en las democracias latinoamericanas, muy poco se podía decir de manera definitiva sobre las causas en los esfuerzos por explicar las altas tasas de criminalidad en la región. Continúa siendo igual en el presente, como Charles Bowden (2011) ha planteado en su fascinante análisis reciente sobre la inutilidad de tratar de comprender integralmente los horrores de la “ciudad del asesinato” (Juárez, México). En su lugar trato de llamar la atención acerca de algunas de las formas en que esta creciente amalgama de interpretaciones, a menudo contradictorias, sobre las fuentes y las razones de la violencia persistente en América Latina se ha convertido en un verdadero reto, ya que los gobiernos y los actores de la sociedad civil luchan por entender, combatir y reducir el crimen y la violencia.

      Como explicamos en la primera parte de este capítulo, la violencia política y su legado han contribuido directamente a toda una serie de condiciones sociales y culturales presentes en América Latina: ruptura y fragmentación del cuerpo político difíciles de reparar, enconada desconfianza en el gobierno y en los demás componentes de las sociedades posconflicto, creciente ambigüedad en distinguir al victimario de la víctima y confusión con respecto a ubicaciones sociales tradicionales o que anteriormente estaban bien definidas. Estos factores contextuales contribuyen a que la violencia persista en la región. En esta sección comparo dos casos de violencia no política característica de América Latina en años recientes, el feminicidio y el linchamiento o casi-linchamiento, a fin de destacar cómo estos factores contextuales desestabilizan la comprensión definitiva de los tipos de violencia del presente. Tanto el feminicidio como el linchamiento representan un reto a las formas de pensar existentes para explicar la violencia. A su vez, la falta de consenso prevaleciente sobre la culpabilidad, las identidades de las víctimas y el significado de estos actos han complicado las respuestas potenciales ante ellos.

      La violencia basada en el género y los ejemplos de feminicidio —particularmente en México, Honduras, Bolivia y El Salvador— van en ascenso (Miller Llana, y Brodzinsky, 2012). Tal vez el caso más notorio de este fenómeno en América Latina hasta el presente sea el asesinato sexual en serie en la ciudad fronteriza de Juárez, México y sus alrededores. Entre 1993 y 2005 se reportaron 150 casos de feminicidio en Juárez, y en 2011 el total de mujeres secuestradas, violadas y desaparecidas o asesinadas en esta ciudad se incrementó a más de 900 (Tabuenca Córdoba, 2011: 115). El caso de Juárez ilustra cómo las contradictorias representaciones públicas de las mujeres como agentes y sujetos de violencia silencian las voces de las víctimas y socavan las posibilidades de una respuesta constructiva y colectiva al problema del feminicidio (Tabuenca Córdoba, 2011).[13]

      El caso de Juárez ilustra la conjugación de varios factores. La gran mayoría de las víctimas han sido obreras fabriles de bajos ingresos, o sea, sencillas mujeres solteras trabajadoras de fábricas y fuera de sus casas, que generalmente aportaban los ingresos primarios de sus familias. En respuesta al feminicidio en Juárez, tanto los medios como los políticos describieron a las víctimas como “mujeres de dudosa reputación” de la clase trabajadora e involucradas en “libertinaje y mala conducta” (Tabuenca Córdoba, 2011: 116, 124). La autonomía de estas mujeres incitaba a que las etiquetaran de prostitutas, y los residentes de Juárez las describían como mujeres de “doble vida”, o sea, que realizaban “un casto trabajo fabril por el día y una pecaminosa vida de bares por la noche” (Nathan, 1999: 26). Las víctimas de feminicidio de Juárez han sido tema del discurso público misógino que con demasiada frecuencia culpa a las víctimas, como “nombres ausentes de significado” (Tabuenca Córdoba, 2011: 133), con poca protección del Estado y a quienes se les niegan los derechos constitucionales básicos.

      Como nos sugiere la referencia a la “doble vida” de estas mujeres, es difícil desvincular la violencia del feminicidio de las rápidamente cambiantes identidades de las mujeres en la sociedad mexicana. En otras palabras, son víctimas de las tensiones que se producen entre el espacio privado de la casa y la autonomía de los nuevos papeles económicos, las expectativas culturales tradicionales con respecto a la mujer y las acusaciones de degradación moral, de las jerarquías familiares que continúan siendo patriarcales y las libertades transgresoras del trabajo fabril. Las respuestas de la Iglesia al feminicidio en Juárez han sido diversas. Particularmente al principio, estas mujeres eran representadas como “mujeres perdidas” que merecían su destino. En la medida en que la epidemia de feminicidio se desarrollaba en Juárez, la Iglesia católica se mantuvo firme en su silencio (Maher, 2013), en gran parte por su ambivalencia en relación con las contradicciones entre el papel tradicional y los cambios en el papel de la mujer. Esto contrasta con las respuestas posteriores de todo un conjunto de Iglesias en comunidades donde el problema perdura, mismas que se han convertido en centros de activismo local en sus esfuerzos por concientizar al público sobre la tragedia que se desarrolla (Cave, 2011).

      El debate actual sobre los actos de linchamiento en toda la región es otro ejemplo de la inestabilidad actual del significado en torno a muchos actos de violencia. Como analiza recientemente Goldstein (2012), los frecuentes linchamientos e intentos de linchamiento en la periferia urbana de Bolivia han sido entendidos de forma diferente entre participantes y observadores como: manifestación urbana de la ley tradicional indígena y justicia comunitaria, un ejemplo de la acción de las turbas y la irracionalidad de las multitudes, una señal de la falta de confianza local en un sistema judicial corrupto, expresión colectiva de la ira y la frustración de una comunidad donde no funciona la ley estatal, una práctica encaminada a garantizar la seguridad, o una forma de organización colectiva, demostración de la unidad, y una alerta a los delincuentes potenciales. Un problema que se aparece para lidiar con los sucesos de linchamiento, al menos en Bolivia, es que estos criterios no son mutuamente exclusivos.

      Como Goldstein (2012: 148) enfatiza, el significado de cualquier acto de linchamiento es inestable, en ocasiones contradictorio y se caracteriza por la ambivalencia pública, la falta de acuerdo y el debate. En la actualidad existe poco consenso —entre observadores, participantes y la opinión pública— acerca de la significación de los sucesos de linchamiento a lo largo de las fronteras urbanas de América Latina. Las respuestas religiosas a los linchamientos en Bolivia también reflejan este debate y se hace notable la ausencia de las intervenciones pastorales en la periferia urbana, aunque está registrado que la Conferencia Episcopal Boliviana denomina “anti-cristianas” el salvajismo percibido en estas formas de justicia comunitaria (Goldstein, 2012: 185). Como en el caso de los feminicidios, una parte del problema es que las identidades de los miembros de las comunidades que participan en los linchamientos son, en algunos aspectos, sospechosas. Son a la vez más indígenas, pobres y desesperadas y responden con actos de autoayuda a problemas crónicos de robo de propiedades, y a la falta de una policía municipal eficaz.

      La duplicidad de las historias de engaño del reencuentro de Guatemala con su presente de posguerra, la intimidad codo con codo de los enemigos en el Perú después de Sendero Luminoso, la “doble vida” que le atribuían a las mujeres de Juárez y la ambivalencia entre la victimización y el papel parapolicial de los linchamientos en Bolivia, son todos parte del presente escenario latinoamericano, donde se debaten las ubicaciones sociales de violencia y donde la delincuencia y los actores violentos se relacionan de formas inciertas con la legalidad y con las víctimas de la violencia. Tratando de buscar la mejor forma de describir esta problemática circunstancia, los académicos de la violencia en América Latina han vuelto sus ojos al concepto de la zona gris de Primo Levi, en su esfuerzo por describir la naturaleza de su experiencia en un campo de concentración (Adams, 2012; Auyero, 2007; Bourgois, 2001). La zona gris se caracteriza por una anomalía de la división entre el “nosotros” de la victimización y el “ellos” del opresor, donde tanto la víctima como el martirizador caen en la misma trampa (Levi, 1989: 24), en donde todos los sobrevivientes comparten el violento lazo de complicidad y colaboración con sus torturadores, y tanto los martirizadores como las víctimas sufren una eliminación total de su identidad.