mismo, el silenciamiento y las violaciones de los derechos humanos, por una parte, y las actuaciones públicas en protesta con el fin de reclamar una voz y de hacer visibles las atrocidades estatales, por la otra.
Las respuestas a la violencia estatal de las Madres en Argentina han tratado de identificar la dimensión de lo que de otra manera serían víctimas anónimas de ese tipo de violencia y de mostrar las características de esta.[10] Las actuaciones públicas de la memoria colectiva de las Madres, aún en marcha, han constituido una estrategia entre muchas otras, tales como los proyectos de museos, el teatro callejero, la promoción de lugares históricos y la pintura pública. Aunque todavía se desconoce la suerte que corrieron muchas personas, la naturaleza y las fuentes de la violencia en Argentina correspondientes a ese período han quedado del todo establecidas. Esto si las fallas tectónicas del “trauma colectivo” que obsesiona aún el presente argentino, sus debates públicos y las pesadillas individuales, toman el mismo marco de referencia del Estado de terror y las respuestas populares ante él. Con la violencia actual, sin embargo, la situación parece inversa. Los espectáculos de violencia resultan muy frecuentes y macabros a plena luz, pero las mejores respuestas que se les puede dar han demostrado ser más difíciles de visualizar.
Del testimonio a la desconfianza
Si se conciben como proyectos transitorios encaminados a promover legitimidad democrática, las comisiones de la verdad también relacionan su contenido testimonial vivo con potenciales solidaridades posconflicto. Aunque en clara tensión con una versión más estrecha de la memoria histórica diseñada para servir a las necesidades políticas de los gobiernos de transición, la relación de la solidaridad política —la llamada “comunidad de testimonio”— que se produce a través de la voz testimonial, también depende directamente de la relación del testimonio personal con la tragedia. Como sugiere Gilmore (2003) del testimonio de Rigoberta Menchú sobre la Guatemala destrozada por la guerra,[11] la solidaridad generada a través del relato entre las víctimas y la que se establece con el lector, no tiene una identidad particular: indígena, del proletariado rural, de género o de política izquierdista; sino más bien con la vívida y prolongada descripción de la masacre: los múltiples encarcelamientos, la tortura y asesinato de su padre, o la extensa y horripilante descripción de cada paso en el secuestro, tortura, violación y asesinato de su madre.
Cuando describe la extensa tortura y muerte de su madre, Menchú (1983: 199) plantea: “Tenemos que guardar ese dolor como un testimonio”. Si su testimonio plantea un “nosotros” colectivo, lo hace, utilizando las palabras de Gilmore, adoptando esta “herida traumática” no cerrada como su sujeto político. En otras palabras, la promesa de ajustar cuentas y de hacer justicia en aras de los que entonces eran ciudadanos de segunda clase y víctimas de la violencia de la contrainsurgencia en la nominalmente democrática Guatemala, está al mismo tiempo, como dijera en otra ocasión Víctor Turner (1968), en la membresía de un “culto de aflicción”. Para una mejor comprensión de cómo ha cambiado la violencia del pasado hasta el presente, es necesario conocer cómo los términos de participación en la vida social cotidiana en América Latina han abarcado diferentes experiencias y concepciones de violencia —y donde la experiencia colectiva de la violencia es, al mismo tiempo, elemento integral de las diversas concepciones posconflicto de derechos, membresía y solidaridad.
Casi veinte años después de Menchú, lo que escribió el sobreviviente del genocidio Víctor Montejo (1999) ofrecía un relato diferente y actualizado de una voz testimonial en Guatemala, una voz menos segura de quién habla y por qué. A lo largo del muy celebrado testimonio de Menchú se hace evidente quiénes eran las víctimas y los victimarios en consonancia con el enfoque basado en los derechos humanos descrito anteriormente. En el caso de Montejo, la claridad se sustituye por una ambigüedad espeluznante. Él entiende su trabajo como una contribución a la supervivencia cultural maya, pero describe al mismo tiempo su doble identidad como maya y no maya ofreciendo el testimonio de Chilin Hultaxh, un exsoldado y testigo cercano de las operaciones de contrainsurgencia del ejército, no obstante, una persona cuya identidad está sujeta a discusión. Si Hultaxh es como él mismo se describe, “una historia de mucho dolor” (Montejo, 1999: 83), eso tampoco carece de ambivalencia. Es indiscutible que trabajó como miembro de una unidad de inteligencia militar y estuvo presente en los interrogatorios, torturas y asesinatos. Mientras describía estos incidentes, por lo común terribles, y testificaba todo su horror, la autoridad de su experiencia es tanto de víctima como participante, y el grado de esta participación nunca queda completamente claro.
Hultaxh fue víctima del profundo racismo institucional del ejército, pero asimismo participó en las operaciones de contrainsurgencia. Si más tarde fue denunciado por un miembro de su comunidad, también se le pidió que trabajara como informante de sus antiguos camaradas. Su narrativa es acerca de una constante vigilancia, de la ruptura de la confianza mutua y de las formas en que hablar se puede convertir con rapidez en informar. Es evidente que Hultaxh está herido, pero no lo es tanto qué fue lo que hizo y no hizo, mientras estaba en el ejército, o después. El cambio de ubicación de voz entre Menchú y Montejo está en proporción con las implicaciones que deja este conflicto inconcluso y una línea de diferenciación cada vez más difusa entre la víctima y el victimario. En el relato de Montejo (como en el de Theidon en este volumen), los victimarios son al mismo tiempo víctimas que en su mayoría hoy gozan de libertad.
Criticando el trabajo oficial de verdad y reconciliación enfocado en la víctima, Theidon (2012) trasciende los argumentos convencionales sobre los procesos sociales y el trauma de la reconstrucción posconflicto en Ayacucho, lugar que fuera alguna vez el corazón de las guerrillas de Sendero Luminoso en Perú. En el contexto de violencia fratricida extrema donde los victimarios eran con frecuencia familiares cercanos, amigos o vecinos de las víctimas, la autora describe Ayacucho como un escenario aún fracturado y habitado por antiguos enemigos y sobrevivientes —veteranos de la guerra, simpatizantes civiles, viudas y huérfanos— que ahora viven codo con codo y demasiado conscientes del peligro potencial representado por sus vecinos inmediatos. En palabras de Theidon, son “enemigos íntimos”. Las personas de ese escenario mantienen una incómoda tregua por medio de pactos de silencio y conciliación. Pero aún padecen de males físicos, locura y pérdida del alma inducida por el miedo que se expresa en los llakis (canciones) acerca del recuerdo, la pérdida y el dolor personales a la vez que de sufrimiento colectivo.
Nelson (2009) describe el posconflicto en la sociedad guatemalteca como un continuo “reencontrarse” con este legado, paralizado por las múltiples complicidades de la gente del país con los horrores relacionados con la guerra, ya sea como víctimas o como victimarios. Las personas ven el Estado en dos direcciones a la vez; como fuente de persecución y de ayuda, y de sufrimiento y de beneficios potenciales. Nelson está especialmente claro en que debido a que pocos pudieron escapar de alguna forma de colaboración con la violencia, el problema actual de Guatemala es el de la desconfianza persistente —de las relaciones sociales de poca fe con los demás y con el Estado.
Dada la falta de transparencia, de confianza o de responsabilidad, Nelson identifica un doble rostro en las identidades individuales con la utilización corriente del ocultamiento, lo secreto y las máscaras. Ella lo dice de la siguiente manera: en el clima de la posguerra, los guatemaltecos muestran una inclinación particular a contar historias que encierran dobleces, mentiras o engaño,[12] historias donde los rostros de los perpetradores y las víctimas no son distinguibles fácilmente. Como en el análisis en primer plano de Theidon, Nelson, y Montejo, los esfuerzos por identificar las fuentes y los victimarios de la violencia en Guatemala y Perú, son mucho menos directos en la época del posconflicto. Tampoco logran abordar la experiencia del legado violento, en la que la falta de ambigüedad no refleja el trabajo cotidiano de vivir con ese legado.
La interpretación de la violencia no estatal en el presente
En años recientes las fuentes perceptibles de la violencia regional generalizada son muchas y muy variadas y las explicaciones no son menos diversas. Incluyen desigualdades estructurales, falta de oportunidades y movilidad social, la carencia de instituciones gubernamentales o instituciones subdesarrolladas, el impacto de las políticas de los Estados Unidos, la guerra de la droga,