Andrew Johnson

Las Iglesias ante la violencia en América Latina


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basado en alrededor de ocho mil testimonios de sobrevivientes (Sanford, 2003). Mientras que el informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Perú incluía cerca de diecisiete mil testimonios, catorce audiencias públicas y evidencias de cientos de archivos (Laplante, y Theidon, 2007).

      El uso de testimonios en los informes de las comisiones de la verdad establece una relación particular con la memoria histórica. Estratégicamente utiliza la autoridad del discurso en primera persona en las experiencias directas de personas involucradas en luchas comunes, como una “comunidad de testimonio” (Gugelberger, 1996: 9), con el propósito de exponer los hechos de la injusticia frecuentemente auspiciada por el gobierno (Beverly, 2004; Yúdice, 1991). Las respuestas de la Iglesia a la violencia política, antes y ahora, también han usado las estrategias del testimonio. La descripción de Tate (en este volumen) del acompañamiento pastoral de las comunidades atrapadas en las luchas entre el Estado colombiano y las farc, como testimonio compasivo del sufrimiento de la comunidad, es un buen ejemplo. La Iglesia católica ha desempeñado un papel notable al tratar de definir el legado de la violencia estatal en América Latina a través de la institucionalización pública de la memoria histórica mediante el trabajo de las comisiones de la verdad (véanse los capítulos de Wilde, y Queiroz).

      Caracterizados como relatos frecuentemente gráficos de actos específicos de violencia por tipos de victimarios identificados, estos testimonios también se entienden como relatos “de la defensa de los derechos humanos” (Fernández Benítez, 2010: 50). Esta es una herramienta importante para los derechos humanos y los religiosos que hacen trabajo de incidencia para que expongan las violaciones pública y notoriamente. Los testimonios de las comisiones de la verdad están concebidos como una forma de poner al desnudo la violencia (fundamentalmente política) que había permanecido oculta para hacerla del conocimiento público y vincular los hechos de violaciones de derechos con los reclamos populares en este sentido. Así, tales testimonios se encaminan a rehabilitar a las víctimas de la violencia como sujetos de derecho, de lo contrario serían anónimas. Decir los nombres y recoger la ingente cantidad de palabras registradas de miles de testimonios ofreciendo la descripción de incontables y horrendos detalles de violencia, conforman la esencia de los informes. Estos se han concebido para desmitificar los mecanismos de violencia y las formas de victimización ejecutadas por el Estado y/o sus enemigos.

      Como Payne (2008) ha planteado sobre Argentina, Brasil y Chile, y como Oglesby (2007) ha sugerido sobre Guatemala, con frecuencia el trabajo de las comisiones de la verdad se describe como una forma de hacer aflorar los agravios a la vez que catalizar el controvertido debate público, con el fin de estimular el movimiento hacia un enfoque más deliberativo de la gobernanza. En palabras de Oglesby (2007: 79), de este modo el proceso público de recopilación de la verdad se presenta como una “expresión de brutalidad”, un registro público y abierto de lo sucedido exactamente, de un pasado que contrasta con el evidente “triunfo de la democracia”, que está representado por la exitosa dirección del proceso de verdad y reconciliación. De forma similar, Fernández Benítez (2010: 51) plantea el testimonio como una herramienta encaminada a promover la transición hacia “sociedades fundadas en sólidos pilares democráticos que evitan la repetición de la violencia, del dolor y del horror” descritos en los informes de las comisiones de la verdad.

      Sin embargo, algunos académicos han criticado las comisiones de la verdad como vehículos para abordar el pasado, observando cómo las identidades políticas son atenuadas por una letanía de nombres, cifras y testimonios que componen los informes. En el análisis del informe de Guatemala de 1999, Oglesby (2007: 80) descubre un relato algo limitado de la memoria histórica que constata los hechos de la victimización masiva, pero como “perjuicio histórico individualizado” que ignora las identidades sociales, culturales, de clase o género de las víctimas. Otros han señalado las limitaciones de las comisiones de la verdad al confrontar el legado de la violencia del pasado con el conflicto que ha continuado después de la transición en torno a las memorias divergentes del período autoritario. Como ha explorado a profundidad Stern (2010) en Chile, la “memoria controvertida” de los años de Pinochet ha funcionado selectiva y corrosivamente entre diferentes sectores sociales y actores políticos —incluyendo antiguos partidos y víctimas de la violencia del régimen— en forma tal que destaca los callejones sin salida y lleva a fricciones frecuentes. El mismo autor plantea que con el tiempo esas tensiones no resueltas entre la verdad, la justicia y la memoria han comenzado a mezclarse gradualmente en un nuevo guion de “tragedia compartida” (Stern, 2010: 5). En tales casos, las víctimas y sus autores continúan discutiendo acerca de la identidad de las víctimas y su grado de complicidad en actos represivos pasados. Básicamente, con referencia al reciente período de violencia estatal en el Cono Sur de América Latina, Elizabeth Jelin (2003) enfatiza la dificultad de los intentos oficiales por alcanzar el cierre y la sutura de las heridas pasadas. Los esfuerzos por enfrentar la violencia pasada, propone, son impugnados y permanecen sin salida, a veces como relámpagos que anuncian nuevos conflictos. En América Latina esta violencia continúa sangrando en el presente.

      Como instrumentos de transición democrática, las comisiones de la verdad en América Latina también se proponían restaurar la legitimidad del Estado en su papel de “árbitro de disputas legales y protector de los derechos de los individuos” (Grandin, 2005: 47). De igual manera, se consideran como vehículos de reconstitución del Estado como base para el cumplimiento de la ley a través de la identificación y la defensa de los derechos. Sin embargo, está claro que los regímenes de derecho no han eliminado la violencia dominante en América Latina. Lo que se debe en parte a que particularmente en situaciones de la falta de instituciones estatales, o de instituciones débiles o corruptas, la concepción popular de los derechos los relaciona con lo ilícito y lo ilegal, con su carácter de fuentes potenciales de violencia.

      La violencia política y la visibilización de las víctimas

      En cierto modo comparables con los objetivos del trabajo oficial de la verdad y la reconciliación, las respuestas populares a la violencia política de la época autoritaria también se enfocaban en exponer el terror llamando la atención pública hacia las víctimas de esa violencia. La represión estatal de la oposición popular a las dictaduras en Argentina, Chile y Guatemala, por ejemplo, incluyeron la notoria estrategia de “desaparecer” miles de personas consideradas como “amenazas” para estos regímenes (Timerman, 2002; Robben, 2005). La mayoría de los desaparecidos fueron asesinados, pero en muchos casos no quedaron rastros, y las demandas en busca de los responsables por parte de los sobrevivientes y familiares evolucionaron en movimientos influyentes en varios lugares.

      Entre los casos más conocidos se encuentra el de las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, un pequeño grupo de madres que comenzaron protestas públicas a fines de 1970 en nombre de un estimado de quince mil o treinta mil “desaparecidos” durante la guerra sucia del Estado de terror entre 1976 y 1983. En el esfuerzo de cuatro décadas por conseguir que el régimen militar rindiera cuentas por sus crímenes, las Madres han estado en el centro del movimiento y espectáculo de protesta escénico y teatral que Robben (2005: 301) describe como “la exteriorización del dolor personal” para visibilizar lo invisible, esto es, los “desaparecidos”. Estos rituales colectivos semanales de protesta en la plaza central de Buenos Aires, junto al activismo conmemorativo como demandas, frecuentes exhibiciones temporales de fotografías, los nombres y murales de los desaparecidos, son parte de la política teatral de la memoria encaminada a llamar la atención pública hacia los actos clandestinos de violencia estatal, la dimensión criminal de las acciones del Estado contra su propios ciudadanos, y la no asunción de responsabilidad por las víctimas causadas en aquel periodo de violencia política (Bosco, 2004; Werth, 2010).[9]

      No es por accidente que las Madres se convirtieron en una causa célebre y en las figuras de una elaborada red internacional de los derechos humanos y de la campaña que pedía cuentas al gobierno argentino (Guzmán, 2002). En este caso, dada la clara delimitación de responsabilidades de un régimen específico como agente deliberado de violencia y la consecuente diferencia clara y estable entre las identidades de los “victimarios” y las “víctimas” (Keck, y Sikkink, 1998: 27), las Madres son un buen ejemplo de protagonismo de una campaña internacional por los derechos humanos. La violencia