Horacio Lona

Fidelidad precaria


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volverse a ser una gran nación y una bendición para todas las otras naciones (Gn 12, 3). Es justamente su identidad la que le prohíbe asimilarse en todo aspecto a los demás pueblos. Es verdad que el ser “diferentes” dificulta su existencia y la hace insegura, pero no debe olvidar que cuenta con la protección de un Dios que se muestra fiel al pueblo que ha elegido. La fidelidad de Dios hace posible que también su pueblo le sea fiel.

      Al leer Gn 12, 1-20 el creyente puede encontrar mucho de su propia historia y de la historia del pueblo de Israel ante la tentación de optar por seguridades falaces, que no sólo lo alejan de Dios sino que tampoco le dan una seguridad estable.

      En cuanto que la narración reduce los componentes de una historia de infidelidad a su núcleo más elemental, sin consideraciones morales ni exhortaciones adicionales, deja que el mensaje central pase a primer plano y pueda ser percibido por el lector con mayor claridad: el que ha sido elegido por Dios y ha escuchado su palabra puede confiarse plenamente al poder y a la fidelidad de Dios, y no necesita buscar su seguridad en otra parte.

       El contexto de Gn 20, 1-18 es muy diferente al de Gn 12, 10-20. Gn 19 narra la huida de Lot de Sodoma y el vergonzoso episodio de sus dos hijas que le hacen beber vino en exceso para unirse con él y asegurarse una descendencia. En Gn 21 se cumple lo que Dios había prometido y la anciana Sara da la vida a su hijo Isaac.

       De este modo, desaparece el contraste entre la palabra de la promesa a Abraham (Gn 12, 1-9) y su actitud cobarde al presentar a Sara como su hermana para estar seguro de salvar la propia vida (Gn 12, 10-20). Gn 20, 1-18 no es una historia de infidelidad a la elección de Dios, sino una muestra del ingenio de Abraham para evitar una situación que podía ser peligrosa para él. No sería exagerado caracterizar la relación entre ambos textos diciendo que de una historia de infidelidad ante Dios se pasa a una historia picaresca.

       El lugar en donde suceden los hechos no es Egipto, sino Guerar, una ciudad a unos 15 kilómetros al SE de Gaza. En realidad, Abraham no se encuentra en tierra extranjera, sino vecina, aunque sus costumbres son diferentes. De aquí su reflexión: Seguramente no hay temor de Dios en este lugar, y van a asesinarme por mi mujer (Gn 20, 11).

       Abraham no miente abiertamente cuando le dice al rey Abimélek que Sara es su hermana, sino que sólo dice una “media verdad”: Es cierto que es hermana mía, hija de mi padre aunque no de mi madre, y vino a ser mi mujer (Gn 20, 12). Pero queda el hecho de que, también con este grado de parentesco, ella es su mujer, y Abraham oculta su relación.

       Dios interviene en el curso de los acontecimientos cuando en un sueño primero amenaza a Abimélek: Pero vino Dios a Abimélek en un sueño nocturno y le dijo: Date muerto por esa mujer que has tomado, y que está casada (Gn 20, 3). Cuando Abimélek se defiende aduciendo que ha obrado con corazón íntegro y con manos limpias (Gn 20, 4-5), Dios reconoce la rectitud de su proceder: Y le dijo Dios en el sueño: Ya sé yo también que con corazón íntegro has procedido, como que yo mismo te he estorbado de faltar contra mí. Por eso no te he dejado tocarla (Gn 20, 7).

       Según Gn 12, 19 el faraón se apodera de Sara y la hace su mujer. Aquí las cosas no llegan a ese extremo. El rey la ha tomado para sí, pero Dios ha impedido que tocara a Sara. La actitud de Abraham no ha tenido las consecuencias narradas en Gn 12, 9, y esto lo libra de una culpa mayor. Los personajes actúan con más conciencia moral que en Gn 12.

       En las palabras que Dios le dirige al rey, Abraham aparece como intercesor a su favor: Pero ahora devuelve la mujer a ese hombre, porque es un profeta; él rogará por ti para que vivas (Gn 20, 7). Gracias a su oración, la mujer y las concubinas de Abimélek recuperan la fecundidad que habían perdido por lo de Sara (Gn 20, 17-18). El castigo no son “grandes plagas”, como en Gn 12, 17, sino “solamente” la esterilidad de las mujeres del rey.

       La conclusión reúne todos los componentes de un final feliz. Junto con Sara, el rey le da a Abraham ovejas y vacas, siervos y esclavas (Gn 20, 14), le ofrece hospitalidad ilimitada (Gn 20, 15) y le regala mil monedas de plata para que se las dé a Sara como satisfacción por todas las penurias sufridas (Gn 20, 16).

      Cuando la misma historia se repite teniendo a Isaac y Rebeca como protagonistas (cfr. nota 1), el rey Abimélek ni siquiera llega a apoderarse de Rebeca. Cuando ve a Isaac “solazándose” con su mujer (Gn 26, 8), el rey se da cuenta de que no son hermanos como le habían dicho, sino marido y mujer. En este caso, Isaac casi no tiene motivos como para sentirse avergonzado por su acción.

      Si en la fe del creyente Dios no está infinitamente distante de él por su trascendencia, sino que, sin dejar de ser el santo y el trascendente, es también el que se le revela y lo acompaña a lo largo de su historia, la búsqueda natural de seguridad se da en un marco de referencias diferente al que se da en alguien que vive sin creer en Dios, o con una imagen de Dios que excluye la inmediatez propia del Dios de Israel.

      De la elección y del llamado de Dios nace una relación con el hombre que equivale a un principio de pertenencia. El creyente se confía en el Dios que lo ha llamado y deposita en Él su confianza. Deja de ser el único y principal responsable de su existencia, para convertirse en el que, sin abandonar la responsabilidad que le cabe en la propia historia, sabe que su destino no está en sus manos, sino en las manos de un Dios que lo acompaña y protege.

      Esta relación de pertenencia cobra una vigencia particular cuando la palabra de Dios dirigida al hombre contiene una promesa. La palabra de la promesa está siempre orientada al futuro. El objeto de la promesa es algo que supera la capacidad del hombre para alcanzarlo. Si fuera de otro modo, no sería necesaria la promesa por parte de Dios, sino que bastaría la planificación y la estrategia para conseguir el objetivo.

      El que cree en la palabra de la promesa, asume el riesgo que implica y se presta a un juego en el que él mismo no determina sus reglas, sino que las acepta. En último término, lo que se exige de él es la confianza en el Dios de la promesa, creyendo que es capaz de hacerlas realidad en la historia, a pesar de todas las contrariedades e incertidumbres.

      En el caso de Abraham, que ve en peligro su seguridad en tierra extranjera por la amenaza que nace justamente de la belleza de su mujer, habría que esperar que confiara más en la palabra de la promesa que en el poder de su propio ingenio para protegerse. Si de él iba a nacer una gran nación (Gn 12, 2), no tendría que haber temido la muerte por el deseo de los egipcios de apoderarse de su mujer. Su muerte hubiera significado que Dios renunciaba a cumplir lo que le había prometido al hacerlo abandonar la tierra de sus padres. La fidelidad de Dios a su propia palabra excluía necesariamente una posibilidad semejante.

      Cuando Dios le pide que sacrifique a su hijo Isaac (Gn 22), lo que también significaba el fin de la promesa – si Abraham mataba a su único hijo, no le quedaba descendencia como para fundar una familia y convertirse en una gran nación –, Abraham no vacila y obedece al extraño mandato de Dios que compromete su futuro.

      Su comportamiento en Gn 12, 10-20 es diferente. Aquí Abraham no vacila en seguir el rumbo de sus propios temores, y olvida el potencial protector de la palabra de la promesa.