–Sí, por favor –contestó con un murmullo entrecortado.
Él se moría de ganas de besarle el cuello para ver cómo reaccionaba, pero se contuvo. Las yeguas solían rebelarse si el adiestrador las asustaba con peticiones que no estuvieran preparadas para asumir.
Retrocedió y llevó la olla hasta la cocina.
Carlene se volvió a mirarlo con las mejillas sonrosadas. A Win le gustó ver cómo le había afectado su cercanía. A él también le había afectado, y mucho. Si se descuidaba, acabaría andando como un novato dolorido de tanto montar. De hecho, sentía que los vaqueros le estaban estrechos, cuando normalmente le quedaban muy cómodos.
–Gracias –dijo ella.
–No hay de qué, cariño.
Win se quedó mirándola preparar el guiso. Le gustaban la elegancia y la naturalidad con que se movía. Le hizo gracia que, en vez de inclinarse hacia delante, se pusiera en cuclillas para sacar la carne del frigorífico. Si Carlene creía que la visión de sus muslos presionados contra la tela del pantalón era menos excitante que la de su trasero, aún tenía mucho que aprender sobre los hombres.
Ella se enderezó y puso la carne en la tabla de cortar.
–¿Qué pasa? –preguntó.
–Nada, cariño.
–¿Qué haces aquí? Dudo que quieras una clase de cocina, y no sé por qué te quedas mirándome preparar la cena cuando deberías estar en los establos.
El tono hosco lo hizo sonreír.
–Mira que eres mandona.
–Fuiste tú quien me dijo que no quería interrumpir su trabajo para lidiar con asuntos domésticos –replicó ella apretando los dientes–. Tienes que haber venido por algún motivo.
–Sí.
–¿Y cuál es?
Parecía que Carlene se le iba a echar al cuello, aunque no con intenciones románticas.
–Quería preguntarte si me puedes dejar un par de platos precocinados para el fin de semana. Rosa lo hacía, y me venía muy bien.
–Sí, no hay problema.
–Bien.
Él se giró para irse, pero se detuvo a los pocos pasos.
–Puede que mañana ponga el estante yo mismo –añadió.
–No, en serio. Tu idea de llamar al carpintero es buena.
–Como quieras.
Win salió de la cocina con la cara de consternación de Carlene grabada en la cabeza. Lo había pillado in fraganti, pero no se había horrorizado, e imaginaba que era una buena señal.
Estaba seguro de que la domaría, aunque antes tenía que conseguir que se acostumbrara a tenerlo cerca. Era como una potranca nerviosa, y todo el mundo sabía que él tenía un talento especial para domar yeguas.
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