Javier Fernández Aguado

2000 años liderando equipos


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el Venerable lo recluyó en el aislado priorato de San Marcelo y allí falleció el 21 de abril de 1142. Se esculpió sobre su sepulcro: «Yo, Pedro, abad de Cluny, que recibí a Pedro Abelardo en la vida monástica, le absuelvo de sus pecados por la autoridad de Dios Omnipotente y de todos los santos». La correspondencia, en fin, que mantuvieron Eloísa y Pedro Abelardo conforma un clásico de la literatura occidental.

      En cierto momento, Inocencio II (1130-1143) se empeñó en restaurar el monasterio de San Pablo de las Tres Fuentes, conocido también como de San Vicente y San Atanasio, para incorporarlo a la reforma. Allí encaminó a Bernardo, quien durante un lustro lo gobernaría con acierto. Muchos siglos después, Jim McNerney, directivo de empresas como General Electric, 3M o Boeing, conceptualizaría ideas aplicadas por el de Claraval; muy en concreto, la necesidad para nada vaporosa de ganar la batalla intelectual en las organizaciones para incoar culturas innovadoras. El gran riesgo de quienes catapultan al éxito a un grupo humano es desplomarse en una actitud complaciente que impide mirar con objetividad. San Bernardo impulsó una sana confrontación racional.

      Se convirtió en lugar común apurar que san Bernardo creaba papas y mandaba a los reyes repartiendo consejos. A pesar de su preparación y fama internacional no fue siempre respetado. En un debate acerca de la predicación de Hilario de Poitiers sobre el misterio de la Trinidad, Gilberto Porreta, el antagonista, le espetó: «Si el abad de Claraval desea realmente entender a Hilario, lo primero que ha de hacer es familiarizarse con los estudios liberales y con las disciplinas relativas a la discusión». Le acusaba frontalmente de tontolaba.

      Cuando uno de sus discípulos, Bernardo Paganelli di Montemagno, fue elegido papa con el nombre de Eugenio III, Bernardo de Claraval sintió el deber moral de remitirle un texto sobre management, De consideratione. Estos son los antecedentes: el 24 de septiembre de 1143 había fallecido Inocencio II y el cardenal de San Marcos fue elegido para sustituirlo como Celestino II. Pero murió en seis meses. Entonces fue nombrado el cardenal de la Santa Cruz de Jerusalén, con el nombre de Lucio II, quien perdió la vida durante los altercados de 1145 promovidos por Arnaldo de Brescia. Fue el momento para el abad de San Atanasio, que se había formado durante cinco años, tras su ingreso en 1134, directamente con san Bernardo. Los revoltosos no lo aceptaron pacíficamente, pero refugiado en el monasterio de Farfa, en la Sabina, fue consagrado el 18 de febrero de 1145. San Bernardo le felicitó y le animó a ser fuerte con los enemigos de la Iglesia a la vez que humilde: «Recordad siempre y en todas las ocasiones que no sois más que hombre (…). En breve espacio de tiempo ¡cuántas muertes de papas no habéis visto! Del mismo modo que pasaron vuestros ilustres predecesores pasaréis vos; la efímera duración del pontificado de ellos no hace más que anunciar la brevedad de los días del vuestro. En medio de la gloria que ahora os regala con sus favores, no ceséis de meditar en los novísimos o postrimerías, pues estad bien seguro de que como sucedisteis a los otros papas en el solio, de igual manera los seguiréis al sepulcro».

      Para entrar en Roma, el nuevo papa tuvo que unir a sus fieles, apoyados por los condes de Campania y los habitantes de Tivoli. Llegó a la Urbe a finales de 1145. A comienzos de 1146, Arnaldo de Brescia lo expulsó. Insistía aquel clérigo febril en denominarse tribuno del pueblo. Cierto es que encendía con la narración de las antiguas grandezas de la Urbe. En 1155 fue ajusticiado.

      Eugenio III siguió acomodándose a la normativa cisterciense, vistiendo cogulla y hábitos bajo el ropaje de papa y durmiendo sobre un catre de paja. San Bernardo le animaba en De consideratione a aconsejar como una madre, no como un director de escuela, empleando más el afecto que escuetas interpelaciones. «Los cargos son cargas», aseveraba. Por eso se solidarizaba con el peso que caía sobre los hombros del romano pontífice. «Comparto tu sufrimiento», empatizaba con Eugenio III. Le instó a tener presente que demasiada gestión contribuye a descaminarse de las ineludibles reflexión y contemplación, y en consecuencia de la paz. Aconsejaba darle tiempo al tiempo, porque lo que al principio parece fatigoso más adelante se torna llevadero; lo que parece insoportable, al habituarse parece liviano; lo que al principio se juzga de gran envergadura, luego se empequeñece e incluso se siente gusto al evocarlo.

      Quien tiene corazón duro será mal gobernante, se lee en De consideratione. El ánimo de los demás se endurece cuando se les exige con desproporción. Quien juzga con crueldad nunca liderará. Quien solo apila del pasado los errores se vuelve tieso. Tanto la impaciencia como la indolencia son negativas, porque cada complejidad ha de contar con tiempo oportuno para madurar. El objetivo de un asesor no es imponer, sino identificar retos valiosos y alcanzables. Espoleaba a mejorar la formación, porque la sabiduría introduce orden al desorden, proporciona las trabazones correctas, desentraña misterios, busca la verdad, valora las alternativas. Particular cuidado había que tener con la avaricia –enfatizaba–, porque bloquea para las cosas del espíritu.

      Como en cualquier época, creía que las cosas habían cambiado mucho en la suya. San Bernardo puso en boca de Eugenio III la gran preocupación por las transformaciones frente al pasado que hacían más difícil gobernar a mediados del siglo XII que en tiempos anteriores. Escribió que se habían multiplicado los farsantes, los violentos, los opresores de los pobres. Bernardo satiriza en ese capítulo X con la intervención de los buscapleitos, que considera que con sus batallas lingüísticas más subvierten que clarean la verdad. «Nada es peor –sella– que la narración alambicada de lo sucedido». Tropezamos en pleno siglo XII con la condena de la tergiversación calificada en el siglo XXI como «post verdad».

      Aconsejaba a Eugenio III, y por ende a directivos de cualquier época, delegar lo accidental en otros para centrarse en lo esencial. Medio imprescindible, reiteraba, era la modestia. Para disfrutarla debía pensar, siendo sumo pontífice, que era ceniza; no solo que lo fue, sino que lo seguía siendo. «No somos –reincide– más que barro en manos del alfarero». Insiste en la necesidad de mirarse al espejo para analizar si se ha de ser más austero, más generoso, más generador de confianza. En el fondo, un feedback 360. Señala con fina sabiduría que es más fácil encontrar personas con sentido común cuando han sufrido contradicciones. La fortuna, el éxito, el aplauso lleva a correr el riesgo de creerse crucial. Es bueno cuidar la salud, aseguraba, pero sin excesos que ablanden el carácter.

      Cuando no se cumplen las normas, clamaba, es imperativo reprender. La impunidad facilita que la gente no se corrija, al igual que acaece con los niños. La desatención, dar todo de mano, se encuentra en el origen de los vicios. Le previno sobre lo tremendamente interesados que son muchos y le sugirió buscar asesores justos dispuestos a obedecer, pacientes en el sufrimiento, fieles a sus compromisos, amantes de la paz, coherentes en el mantenimiento de la unidad, prudentes en el consejo, discretos en el gobierno, detallistas en la planificación, esforzados en la acción, modestos en sus conversaciones, flemáticos en adversidad y en prosperidad, inclinados a la piedad, hospitalarios pero no rendidos, atentos en los negocios pero no ansiosos. Circunspectos, en fin, en cualquier situación. Y advertía con gracejo que un directivo ha de saberlo todo, disimular mucho y corregir poco, no convertirse en sacafaltas.

      He aquí unos profundos consejos tal como literalmente los escribió: «Atiendan a esto los prelados que prefieren hacerse temer que aprovechar a aquellos que les están sujetos; consideren atentamente que han de ser más bien madres que amos y señores de los que están bajo su dirección y obediencia; procuren antes hacerse amar que temer. Si alguna vez os veis obligados a usar de la severidad, que esta vaya siempre acompañada de la ternura de un padre, no de la crueldad de un tirano. Manifestad que sois madres por vuestro amor y padres por vuestras correcciones. Mostraos mansos y bondadosos dejando a un lado toda dureza. Economizad los latigazos y derramad a raudales la caridad de vuestro pecho. Que vuestro corazón esté bien repleto de caridad, no hinchado de soberbia. ¿Por qué hacéis sentir el peso de vuestro yugo sobre los hombros de aquellos cuyas cargas deberíais más bien llevar? Si sois espirituales, reprended con espíritu de mansedumbre, examinándoos a vosotros mismos, no sea que también vuestro súbdito se vea tentado con vuestra manera de proceder».

      San Bernardo fue siempre colaborativo con otras iniciativas, sin achicarse por bufas celotipias. Por ejemplo, para que Norberto estableciese su primer monasterio le cedió posesiones situadas en el bosque de Voas, lugar denominado Premonstrato, sito en la diócesis de Laon. Así favoreció la expansión de los conocidos como