Javier Fernández Aguado

2000 años liderando equipos


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y sobre disciplina; 2. El general elegía al gran maestre, de forma definitiva o interina, sobre todo cuando corría prisa escoger, como en caso de guerra. Para la elección se contaba con electores de distintas nacionalidades.

      El gran maestre, aunque fuese el máximo garante de la orden, no disponía de un poder omnímodo. La aplicación de sus decisiones requería de la aprobación del comité de dirección o capítulo. Cuando era preciso votar a un gran maestre, el mariscal convocaba a los dignatarios. Estos tenían la obligación de nombrar a un gran comendador, que emplazaba para la reunión. Se elegía entonces a un responsable de la elección, quien designaba a otro para, entre ambos, seleccionar a dos más. Estos cuatro investían a otro par, y así sucesivamente hasta doce. Con esa cifra se simbolizaba la presencia de los apóstoles. Este grupo señalaba al hermano capellán, y entre este y los doce anteriores, con explícita aprobación del capítulo escogían al nuevo gran maestre. El aparentemente ampuloso sistema de nominación evitaba favoritismos y nepotismos. Se entiende así que la mayor parte de los grandes maestres realizaran buena labor. Pocos desentonaron. De la profunda espiritualidad de muchos habla el que en 1152 Everardo de Barres renunciase al puesto para convertirse en monje en Claraval. Además de los mencionados al hablar de las Cruzadas, no fue ejemplar Eudes (Odon) de Saint-Amand, el octavo. De familia noble del Limousin, marchó en su primera juventud a Tierra Santa. Guillermo de Tiro rasgueó: «Hombre ruin, soberbio, arrogante, que respira solo furor, sin temor de Dios y sin consideración hacia los demás... Murió en la miseria, sin pena de nadie».

      Cuando una persona o una organización destaca, la envidia carcome. Mal había sentado la ventaja concedida por lo que a tributación se refiere, y también el desarrollo grandioso. Durante el mandato de Felipe de Plessis (1201-1210) se desarrollaron aciagos plantes con los hospitalarios de San Juan. Implicados teóricamente en los mismos objetivos, disputaron sin piedad. En la década de 1130, los hospitalarios, a semejanza de los templarios, habían comenzado a encargarse del servicio de la defensa de los estados latinos en Tierra Santa y recibieron nueva regla. Inocencio II declaró oficial su estandarte rojo con una cruz blanca. El papa los autorizó en 1148 a llevar en el combate, sobre la cota, túnica negra adornada con una cruz blanca; el color negro pasaría a ser rojo a partir de 1259.

      Armando de Périgord (1232-1244) medió entre hospitalarios, templarios y teutónicos rebajando la tensión. La historia de los últimos había sido la siguiente: durante el asedio de Acre, en la Tercera Cruzada, conocida como la de Barbarroja, las tropas alemanas, procedentes en su mayoría de las ciudades de Bremen y Lübeck, crearon un hospital para atender a los compatriotas heridos o enfermos. Federico de Suabina tomó ese lazareto bajo la protección de su familia, los Hohenstaufen. Además de ayudarlos en Acre, proporcionó abundantes medios en Alemania. En marzo de 1198, los teutónicos pasaron a ser nueva orden. Su regla se inspiró en templarios y hospitalarios. Nunca llegaron a poseer grandes dominios en Oriente. Se centraron activamente en la actividad militar en Tierra Santa como luego en el nordeste europeo, llegando a establecer un estado militar y religioso independiente en Prusia, que arraigó hasta el siglo XVI. Un ejemplo de su actuación fue la batalla entre la República de Nóvgorod y la rama Livona de los caballeros teutónicos sobre el hielo del lago Peipus, en 1242, dentro de las Cruzadas bálticas. Las secuencias de la derrota de los teutones recreadas por el cineasta soviético Sergei Eisenstein en Alexander Nevsky, rodada en 1938 con la amenaza nazi en el aire, siguen impresionando, también por la música de Sergei Prokofiev. Sobrevivir a los templarios se debió a una decisión estratégica; cuando los del Temple quedaron sin objetivo, los teutónicos aún tenían por dominar el continente europeo.

      Ricardo de Bures (1244-1247) logró que los templarios contribuyeran de forma directa al gobierno del reino. La Corona había pasado a manos de los Hohenstaufen, que no residían en Tierra Santa y delegaban en un representante imperial. Con aproximación más rígida, Rinaldo de Vichiers (1250-1256) se negó a que la orden entregase el rescate para liberar a san Luis, rey de Francia, en manos de los sarracenos. El historiador musulmán Ibn al-Furat (1334-1405) narró así los hechos: «Los francos partieron tanto a caballo como a pie en dirección a Damieta, al tiempo que sus embarcaciones empezaron a descender río abajo. Los musulmanes se pasaron a la orilla donde se encontraban y los siguieron a poca distancia. Al amanecer del miércoles (7 de abril), los musulmanes los rodearon (…). Luis y el resto de líderes, entre las filas francas, que Dios Todopoderoso los maldiga, buscaron escondrijo en una colina, donde se rindieron y pidieron cuartel. Este les fue concedido (…), por lo que bajaron y pronto fueron rodeados. Luis fue conducido al Mansurah junto con los otros, y una vez allí se le encadenó por una de las piernas y fue recluido».

      Acabaron encontrando una callejuela para soslayar la angosta reglamentación de los templarios por lo que a la guita se refiere. En vez de conceder el rescate (doscientas mil libras), dejaron que lo tomaran aparentemente por la fuerza, violentando la caja. Así obviaban las cuitas burocráticas. Cuántas organizaciones deberían aprender de esa elasticidad para la retención del talento. Aplicar exactos principios siempre y en todo lugar bosqueja organizaciones sombrías.

      Constan poquísimas corruptelas. Una de las escasas excepciones la protagoniza Guillermo de Ogrestan, recolector del diezmo conocido como de Saladino. El maestre de Inglaterra le arrojó encadenado a una mazmorra. Era el año 1188. Por lo demás, junto a la ética privada se contaba con medidas disuasorias. Para acceder a los bienes eran precisas dos llaves: una la custodiaba el depositario; otra, el tesorero. Poseían por entonces los templarios un millar de casas en Europa y Oriente. Eran siete mil miembros. El número de no profesos era siete u ocho veces superior.

      Los templarios desaparecieron como consecuencia de una coordinada operación policial organizada por Felipe el Hermoso de Francia el 13 de septiembre de 1307 para apropiarse de su emporio. Otros señalan más bien al 1312, cuando Clemente V firmó el documento de disolución. Algunos, en fin, apuntan a 1314. El 18 de marzo de ese año, Jacques de Molay –sucesor del vigésimo segundo gran maestre, Theobald Gaudin– fue quemado junto a Godofredo de Charney, preceptor de la Normandía. Se le atribuyen a Jacques de Molay las siguientes palabras cuando se encontraba ya en la hoguera: «Dios sabe quién se equivoca y ha pecado, y la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. Dios vengará nuestra muerte. Señor, sabed que en verdad todos aquellos que nos son contrarios por nosotros van a sufrir. Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios! A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año».

      Si fue verdad la profecía, lo fue sin duda su cumplimiento.

      Considero que la fecha más precisa de defunción de esa organización fue el 1291. Los templarios habían surgido para proteger a los peregrinos de Europa Occidental que deseaban manifestar su fe viajando a Jerusalén. En el año mencionado, los templarios fueron desalojados de Acre, último símbolo relevante de la presencia cristiana en Tierra Santa. Algunos se mantuvieron cierto tiempo más en la ciudad de Tortosa (hasta 1300), pero incluso perdieron la isla de Ruad en 1302. Con sede central en Chipre, devinieron mandatarios del patrimonio amasado.

      La caída de Acre se había debido a la falta de previsión por parte de sus defensores. Entre el 8 de mayo en que comenzaron los intentos de tregua por parte de Enrique I y la toma de la ciudad, el día 18, se pusieron de manifiesto grandezas y miserias. De un lado, algunos defensores, desentendiéndose de los intereses comunes, se acurrucaron en sus propios castillos. No así los templarios, que se entregaron hasta el último hombre. El desastre fue narrado por el templario de Tiro: «Mujeres y niños huían poseídos por el terror, cruzando las calles con los bebés en brazos (…). Cuando los sarracenos los capturaban, uno tomaba a la madre y otro al bebé, llevándoselos por separado». El historiador musulmán Abu al-Fida reconoce que cuando la ciudad se encontraba al borde de la derrota, al-Ashraf Khalil aseguró que perdonaría la vida a quienes se rindieran. No fue así. Los asesinó sin contemplaciones. El rey y su hermano lograron huir. No el patriarca latino, que falleció al ahogarse. Su embarcación llevaba exceso de carga.

      Tras esos sucesos, el Temple perdió el profundo sentido de su misión; solo hacía falta un soplo para que aquella estructura arduamente labrada se viniera abajo. Nicolás IV (1288-1292) deseaba que Temple y hospitalarios se fusionasen. A partir de 1291, los concilios lo pedían. En el de Canterbury