Javier Fernández Aguado

2000 años liderando equipos


Скачать книгу

por sus pecados y con la fe correcta, obtendrán plena indulgencia por sus crímenes y recibirán la vida eterna».

      En 1118, los cruzados gobernaban Jerusalén bajo el rey Balduino II (+1131). En esa primavera, diez caballeros lanzaron una institución que protegiese a los peregrinos en Tierra Santa. Tomaban referencias, entre otros, de los preexistentes Caballeros del Santo Sepulcro. El primer «CEO», denominado maestre casi desde los orígenes, fue el emprendedor Hugo de Payns, nacido en un caserío cercano a Troyes casi cuarenta años antes en familia de alto poder adquisitivo. Alistado con toda probabilidad en la Primera Cruzada entre las tropas de Hugo de Vermandois, hermano de Felipe I, rey de Francia, descubrió un nuevo nicho: aunar dos afanes vitales que muchos sentían. De un lado, soldados implicados en la defensa de Tierra Santa; de otra, monjes que aplicasen lo que venía practicando desde décadas atrás la orden del Císter.

      Tiempo más tarde, Jacques de Vitry (1170-1240), como lo que sucede en la actualidad con historiadores empresariales, describió los comienzos de los templarios: «Ciertos caballeros (...) se comprometieron a defender a los peregrinos contra los grupos de salteadores, a proteger los caminos y servir como Caballería al soberano rey. Observaron la pobreza, la castidad y la obediencia según la regla de los canónigos regulares. Sus jefes eran dos hombres venerables, Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer. Al principio no había más que nueve que tomasen tan santa decisión, y durante nueve años sirvieron en hábitos seculares y se vistieron con las limosnas que les daban los fieles».

      Como se ha mencionado, las organizaciones deben contar con sistemas de funcionamiento pero sin rigidez. Si no se concreta lo suficiente, falta orden; si se detalla en exceso, se acogota y las instituciones se tornan cadavéricas. Definir el equilibrio entre regulación y libertad no es sencillo. Demasiadas instituciones convocadas a grandes objetivos acaban en la mediocridad por el excesivo control. El equilibrio buscado por los templarios fue aceptablemente conseguido. Perduraron en el tiempo, además de por una razonable estructura jurídica, porque defendieron su singularidad, acoplándose a los tiempos. Mantener las ventajas competitivas sin concluir que son inamovibles o irreformables fortalece. Afirmar que lo que uno diseñó resulta insuperable es tan grotesco como perjudicial. Con expresión de Hamell y Prahalad en Competing for the future, quien pretende expender siempre lo mismo y del mismo modo acabará en bancarrota… y además habrá dejado muchos empleados descontentos y clientes insatisfechos. Donde no hay harina, hay mohína.

      Los templarios, tras diseñar su estructura en servicio de los peregrinos como, según terminología del siglo XX, un «océano azul», desarrollaron una eficaz banca privada que proporcionaría servicio a diversos papas: Gregorio IX, Honorio III, Gregorio X, Honorio IV, Martín IV, Inocencio III e Inocencio IV. Entre los reyes ingleses clientes de los templarios se enumeran Enrique II, Ricardo Corazón y Juan sin Tierra. Entre la nobleza francesa, Luis VII, Felipe Augusto, Luis VIII, San Luis, Felipe el Atrevido, Felipe el Hermoso, Blanca de Castilla, Alfonso de Poitiers, Carlos de Anjou, Roberto de Artois, Roberto de Clermont, duque de Borgoña, conde Nevers o la reina Juana de Navarra, esposa de Felipe el Hermoso.

      Múltiples enseñanzas pueden espigarse en la escritura de constitución. Comenzamos con el título XXXVII, De los frenos y las espuelas: «Mandamos que de ninguna suerte se lleve oro o plata, (…) en los frenos, pectorales, espuelas y estribos; ni sea lícito a alguno de los militares perpetuos o profesos, comprarlos. Pero, si de limosna se les diere alguno de estos instrumentos viejos o manidos, cubran el oro y la plata de suerte que su lucimiento y riqueza a nadie parezca vanidad. Si los que se dieran son nuevos, el maestre disponga de ellos a su arbitrio». Y en el siguiente, el XXXVIII, Que las lanzas y escudos no tengan guarniciones–: «No se pongan guarniciones en lanzas ni escudos, porque esto no solo no es de utilidad alguna, antes se conoce como cosa dañosa a todos». Por si no hubiese quedado claro, y ahora se trata de austeridad en el empleo del tiempo, se señala en el título XLVI, Que ninguno vaya a caza de cetrería: «Opinamos que ninguno debe ir a caza de cetrería, porque no está bien (...) vivir tan asiduo a los deleites mundanos (...). Ninguno vaya con hombre que caza con halcones y otras aves de cetrería, por las causas que se han dicho».

      Les preocupaba proporcionar al mercado una imagen adecuada. En el XXIX, De las trenzas y copetes: «No hay duda de que es de gentiles llevar trenzas y copetes. Y como esto parece tan mal a todos, lo prohibimos y mandamos que nadie traiga tal aliño. Ni tampoco las permitimos a los que sirven por determinado tiempo en la orden. Y mandamos que no lleven crecido el pelo, ni los vestidos demasiado largos».

      La forma parte del fondo, no hay ética sin estética. En el capítulo XX, Del vestido, se indica: «Los vestidos sean siempre de un color, como blanco o negro, o por mejor decir, de buriel. A todos los caballeros profesos señalamos que en verano e invierno lleven por poco que puedan el vestido blanco; pues dejando las tinieblas de la vida seglar se conozcan (...) en el vestido blanco y lucido. ¿Qué es el color blanco sino entera pureza? La pureza es seguridad de ánimo, salud del cuerpo (...). Porque con el vestido no se ha de mostrar vanidad ni gala, mandamos que sea de tal hechura, que cualquiera, solo y sin fatiga, se pueda vestir y desnudar, calzar y descalzar. El encargado de dar los vestidos cuide que ni vengan largos, ni cortos, sino ajustados al que haya de usarlos. Al recibir un vestido nuevo, devuelvan el que dejan para que se guarde en la ropería, o donde señalare el que cuide de esto a fin de que se aproveche para los escuderos, criados y, algunas veces, para los pobres».

      Otro ejemplo de la sobriedad impuesta a los miembros: «Prohibimos los zapatos puntiagudos y los cordones de lazo y condenamos que un hermano los use; ni los permitimos a quienes sirvan en la casa por tiempo determinado; más bien prohibimos que los utilicen en cualquier circunstancia. Porque es manifiesto y bien sabido que estas cosas abominables pertenecen a los paganos».

      El respeto a la competencia, sin menosprecios, fruto de la vanagloria, es una notoria habilidad directiva. Los templarios lo vivieron en algunas épocas. Cuando Acre se rinde ante Felipe II en 1191, el clérigo inglés voluntario de la Tercera Cruzada y autor de la obra El viaje de los peregrinos y las gestas del rey Ricardo, escribió que los combatientes musulmanes eran «unos guerreros sobresalientes y memorables, hombres de admirables proezas, excepcional valor, valientes en la guerra y célebres por sus grandes hazañas. Cuando abandonaron la ciudad con las manos prácticamente vacías, los cristianos se sorprendieron ante su delicado aspecto, inalterado tras tamañas adversidades».

      El proceso de selección era riguroso, con una sugestiva dinámica de integración y socialización. No se limitaron a mimetizar lo que los demás hacían, fueron innovadores. En un tema en el que otros han errado, los templarios dictaminan: «Aunque la regla de los santos padres permite recibir a niños en la vida religiosa, nosotros lo desaconsejamos. Porque aquel que desee entregar a su hijo eternamente en la orden caballeresca deberá educarlo hasta que sea capaz de llevar las armas con vigor y liberar la tierra de los enemigos de Cristo Jesús. Entonces que su madre y padre lo lleven a la casa y que su petición sea conocida por los hermanos; y es mucho mejor que no tome los votos cuando niño, sino al ser mayor, pues es conveniente que no se arrepienta de ello a que lo haga. Y seguidamente que sea puesto a prueba de acuerdo con la sabiduría del maestre y hermanos conforme a la honestidad de su vida al solicitar ser admitido en la hermandad». La edad de madurez es diferente en función de las personas, pero lo mismo que reclutar a personas sin la suficiente preparación produce daños significativos, contar con infantes provoca altísima rotación. Si además no se conduce adecuadamente el proceso de salida, el daño cometido y la imagen percibida en el mercado será atroz, por mucho que la organización se autocalifique, sin otro criterio que el propio, como perfecta.

      Para eludir las leyes sobre la usura –pagos incrementados y no autorizados sobre el principal–, emplearon los siguientes métodos:

       El deudor declaraba haber recibido más de lo que había percibido en realidad

       Se valoraba el cambio según conveniencia

       Se fijaba un préstamo de cantidad inferior al valor de la tierra entregada como prenda

       Se consideraba el préstamo como un regalo que no solicitaría el acreedor

       Se fijaban daños y perjuicios –intereses en el fondo– si el principal no era devuelto en el término reflejado en el contrato