la iniciativa feneció.
El dato de 1291 es referente indefectible, aunque, como en el marchitarse de toda organización, tuvo precedentes por las desavenencias internas. En la década de 1269, mientras el sultán Baibars había amalgamado tendencias diversas entre los musulmanes, los cristianos disputaban sobre quién dominaría Chipre o quién volvería a ser rey de Jerusalén. En 1265, Baibars, aprovechando esas disensiones lanzó ofensiva contra los territorios cristianos. Cayeron en sus manos localidades como Cesarea, Haifa, Rorón o Arsuf, y en julio de 1266 le llegó el momento a la fortaleza templaria de Safad, clave para el control de Acre.
En 1268, Baibars tomaría también Jaffa y el castillo de Beaufort. El 14 de mayo de ese mismo año comenzó el sitio de Antioquía, cuyos ciudadanos serían masacrados. Así lo recoge Ibn al-Furat: «El sultán esperó a que los sacerdotes y los monjes (enviados en son de paz) entraran en la ciudad, y entonces dio orden de avanzar. Las tropas rodearon toda la ciudad, así como la ciudadela. Los habitantes de Antioquía combatieron con gran valentía, pero los musulmanes arrebataron la muralla desde la montaña próxima a la ciudadela, desde donde bajaron a la ciudad. La gente buscó refugio en la ciudadela y los soldados musulmanes empezaron a matar y a hacer prisioneros. Todos los varones de la ciudad fueron ejecutados y sumaban más de cien mil».
En paralelo acaecían cosas como las siguientes: en 1286, con Acre amenazada, la coronación del rey de Chipre Enrique II dio lugar a fastuosos torneos. Gerardo de Montreal, el templario de Tiro, lo relata de este modo: «Hubo fiesta durante quince días en un lugar de Acre llamado el Albergue del Hospital de San Juan, en donde había un gran palacio. Y la fiesta fue la más bella que se conocía desde hacía cien años (…). Jugaron a la Mesa Redonda y a la Reina de las Damas; es decir, pusieron juntos a caballeros vestidos como mujeres; después (…) a los enanos que estaban allí los juntaron los unos contra los otros; y jugaron a imitar a Lancelot, Tristán y Palamedes, y a muchas otras cosas agradables y divertidas».
Frente a lo que sucede con las personas, el alma de las organizaciones no suele perderse de golpe. Mientras las intimidaciones externas crecían, la discordia interna debilitaba el reino formado en torno a Jerusalén. Durante décadas, templarios y hospitalarios se habían enfrentado. La tensión alcanzó el nivel de guerra abierta con el conflicto de San Sabas. En 1251, venecianos y genoveses se disputaron la propiedad de edificaciones que pertenecían al monasterio de San Sabas, en Acre. Tras un lustro de contiendas legales la resolución del caso continuaba lejana. En 1256 los genoveses se lanzaron como buitres sobre el barrio veneciano de Acre. Felipe de Montfort, señor de Tiro, aprovechó el tumulto para expulsar a los venecianos, dueños de un tercio de la ciudad desde 1122. Templarios y teutónicos gravitaron en torno a Venecia; hospitalarios y barones en torno a Génova. Sin sintonía interna, la pérdida de Acre estaba sentenciada.
La violenta destrucción de los templarios provocó que los hospitalarios temieran ser los próximos. Para demostrar su efectividad, lanzaron un ataque a Rodas precisamente en 1307. Con la ayuda de los genoveses, a quienes siempre habían apoyado, intervinieron la isla en menos de un trienio. Plenamente fortificada, se transformó en parada de peregrinos. Los hospitalarios controlaron pronto también la isla de Cos y la ciudad costera de Bodrum (Halicarnaso). Se ganaron a la opinión pública y potenciaron una renovada imagen de marca. Comenzaron a llamarse caballeros de Rodas y fueron aclamados como defensores de la cristiandad en Oriente. Entonces, como ahora, de la ética se transitaba hacia la estética; y de la estética (reputación corporativa) hacia la ética (responsabilidad social corporativa).
La causa fundamental de la animadversión de Felipe IV el Hermoso contra los templarios fue, junto a su despliegue de oropeles y ego, el resentimiento por no haber sido admitido, su necesidad de fondos. El rey había manipulado la moneda hasta en veintidós ocasiones en los últimos diecinueve años de su reinado. Al menos nueve entre 1295 y 1303, y seis de 1304 a 1305. Había extraído unos ciento veintinueve mil doscientos cincuenta y dos kilogramos de plata, que era lo que necesitaba recuperar. Solo las tres casas del rey consumían cincuenta y siete mil doscientas diez libras por año. Que el motivo era económico queda claro al contrastar las incomprensibles acusaciones forjadas en 1307 frente a las afirmaciones que el rey había realizado cuando todavía no había barajado la posibilidad de hacerse con sus bienes. En 1304, atestaba: «Las obras de piedad y misericordia llevadas a cabo en todo el mundo y en todo momento por la Santa Orden del Temple, instituida divinamente, nos obligan a extender nuestra liberalidad real a favor de la orden y de sus caballeros, por quienes tenemos una sincera predilección».
No tiene lógica que apenas un trienio más tarde –si no es tras la negativa del Temple de refinanciarle– pregonase: «Algo amargo, algo que nos hace llorar, una cosa que solo pensarla nos horroriza y que nos aterra cuando la oímos, un crimen execrable, un acto abominable, una infamia espantosa, algo que no es de seres humanos, o mejor, extraño a toda humanidad, ha llegado a nuestros oídos gracias al informe de numerosas personas dignas de confianza. Se trata de algo que nos asombra y nos apena, y nos hace temblar con horror violento; y cuando consideramos la gravedad de los hechos nos invade un inmenso dolor, tanto más tremendo cuanto que no podemos dudar de la enormidad del crimen, el cual configura una ofensa a la majestad divina, una vergüenza a la especie humana, un pernicioso ejemplo de maldad y escándalo universal... (Estas gentes) son como bestias de carga que carecen de juicio y más aún, superan a las bestias irracionales por la asombrosa brutalidad que demuestran. Se entregan a todos los crímenes más abominables con una sensualidad que incluso rechazan y evitan los mismos animales... No solo con sus actos y sus proezas detestables, sino también con sus juicios apresurados contaminan la Tierra con su obscenidad, arruinan los beneficios del rocío, corrompen la pureza del aire y traen la confusión a nuestra fe».
Felipe el Hermoso hubiera necesitado veintidós años para devolver la moneda a su costo real. Para restituir la moneda tornesa a la valía de tiempos de San Luis (tal como imponía la ordenanza de 6 de junio de 1306) hubieran sido precisos, según otras estimaciones, más de ciento seis mil kilogramos de plata. Cantidad que no logró ni por la extorsión a la que sometió a los judíos (expropiados y expulsados de Francia el 22 de julio de 1306), ni tampoco de los banqueros florentinos, arrestados y desterrados tras arrebatarles sus bienes.
Logró que Clemente V diera la puntilla a la orden mediante la bula Vox in Excelso (1312): «Por un decreto irrevocable y perpetuamente válido, la someteremos a perpetua proscripción con la aprobación del sagrado concilio, prohibiendo estrictamente que alguien se atreva a entrar en dicha orden en el futuro, o a recibir o usar su hábito, o a actuar como templario; por lo cual, quien actuare en contra de esto incurrirá en la sentencia de excomunión ipso facto». Justificaba: «La Iglesia romana ha dispuesto en ocasiones la abolición de otras ilustres órdenes por causas incomparablemente menores que las arriba mencionadas, aun sin que se les adjudicara culpabilidad a los hermanos».
Uno de los retos a las que se enfrentó Clemente V fue la amenaza del rey francés de declarar nulas las actuaciones de Bonifacio VIII, entre las que se encontraba precisamente su validación. A la postre, el papa tuvo que complacer al monarca, a pesar de haber asegurado en 1307: «Vos, nuestro querido hijo (...) habéis, en nuestra ausencia, violado todas las reglas y echado mano a las personas y propiedades de los templarios. Les habéis encerrado en prisión y, lo que nos duele más todavía, no les habéis tratado con la debida indulgencia (...) y habéis agregado al malestar del encierro otra aflicción. Habéis echado mano a personas y propiedades que están bajo la directa protección de la Iglesia romana (...). Vuestro precipitado acto es visto por todos, y con justa razón, como un acto de desprecio hacia nosotros y la Iglesia romana».
Por la bula Ad providam, el 2 de mayo de 1312, Clemente V otorgó los bienes de la extinta Orden a los Caballeros de San Juan de Jerusalén, los hospitalarios. No pudo evitar, sin embargo, que Felipe el Hermoso se quedara con parte. No solo no devolvió el dinero que debía al Temple alegando que determinados cánones prohibían pagar deudas a los herejes, sino que se presentó como acreedor, por lo que los hospitalarios tuvieron que entregarle doscientas mil libras tornesas. El retrato que Bernardo Saisset, obispo de Paimers, realiza de Felipe el Hermoso es descriptivo: «No sabía nada, excepto mirar fijamente a los hombres como un búho que, aunque bello de mirar es por lo demás un ave inútil». El mal que realizó no fue subsanado.
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