de desmanes y crímenes que dejan en anécdota los atroces despropósitos de los inquisidores. Quien tenga la más ligera duda lea, por ejemplo, El siglo de los mártires, de Andrea Riccardi; El libro negro del comunismo; o Testigos de esperanza, de François-Xavier Nguyen Van Thuan. Los experimentos sociales del siglo XX, tanto el nazismo como el comunismo, costaron millones de cadáveres, víctimas a las que deben agregarse aquellas que salvaron la vida a cambio de ser aplastadas, empobrecidas o simplemente anuladas como individuos, convertidas en piezas desechables de ingeniería social o racial. Es indiferente que las cifras suban o bajen diez o veinte millones según la fuente consultada. El horror va más allá de unos números que algunos leen con la indiferencia de un balance contable. El maremágnum, contado de uno en uno, es más eficaz, por cercano y real, para comprender aquellas barbaridades. Aquellos movimientos que prometían el Paraíso en la Tierra tan solo consiguieron acercarse al infierno. Como señalaba con agudeza Viktor Frankl, el empeño de comunistas y nazis consistía, además, en cancelar previamente la personalidad de los que iban a ser ajusticiados. El equivocado anhelo de los inquisidores era cauterizar la sociedad buscando en paralelo reconducir a los inficionados por creencias ajenas a la fe que ellos defendían. Muchos contemporáneos, como fray Hernando de Talavera, el arzobispo de Granada citado, se opusieron al trabajo, entre otros, del inquisidor Diego Rodríguez Lucero (1440-1508), calificado por un cronista no como Lucero sino como Tenebrero.
La Inquisición anglicana, solo en tiempos de Enrique VIII fue responsable de más de mil asesinatos sin proceso judicial fiable entre quienes se limitaron a mantenerse en la fe católica, sin atentar de ningún modo contra la unidad de Inglaterra. La Inquisición protestante, en sus diversas denominaciones, acumuló miles de muertos.
Resulta inapropiado, cuando no una patochada, proponer una culpa colectiva retroactiva para los católicos, máxime cuando la inmensa totalidad de los creyentes contemporáneos reprueban el comportamiento de los inquisidores. Hasta san Juan Pablo II pidió perdón en diversas ocasiones por aquellos eventos. No ha sucedido, por cierto, lo mismo entre los infectados por las ideologías nazi y marxista, que no solo no han solicitado excusas, sino que han ido a por atún y a ver al duque, y se atreven a reivindicar en muchos casos los sangrientos procederes de sus ancestros ideológicos.
Algunas enseñanzas
La interpretación del comportamiento ajeno ha de huir de conceptos simplistas
La mezcla de religión y política rara vez es acertada
Fe, codicia y poder componen un cóctel explosivo
Criterios anteriormente válidos resultan hoy espurios, y viceversa
El discernimiento no es hacedero si hay prejuicios
«Unos llevan la fama y otros cardan la lana»
La Inquisición protestante y la anglicana fueron acérrimas; sin embargo, la católica se ha llevado la mala prensa
La dictadura de la ignorancia es estúpidamente audaz
Los sabios distinguen, los lerdos confunden
Las reacciones a las hambrunas son primarias, aunque luego se disfracen de ideología
Las estadísticas pueden ser forzadas para que digan lo que cada uno desee
Las buenas intenciones
no siempre cuajan en
buenos resultados
Inocencio III (1161-1216)
Fresco del claustro Sacro Speco, autor desconocido. Fuente: Wikimedia Commons.
El 8 de enero de 1198 fue elegido por unanimidad el cardenal diácono Lotario con el nombre de Inocencio III. Había cumplido treinta y ocho años. Hijo de Trasmundo, conde de Segni, y de la romana Claricia Scotti, era por pleno derecho miembro de la familia Conti, gobernantes en las regiones de Campania y la Marítima. Había nacido en Anagni, ciudad en la que ciento y pico años más tarde, en 1303, Bonifacio VIII sería abofeteado en circunstancias que luego detallaré. Muy joven había trasladado su residencia a París para cultivarse en Teología. Llevaba grabada en la mente una enseñanza materna: Fac officium!, ¡cumple con tu deber! Prosiguió con los estudios de derecho canónico en Bolonia, para reintegrarse a la agitada vida romana en 1185. Un lustro más adelante, su tío Clemente III lo ensalzaba como cardenal-subdiácono de los santos Sergio y Baco.
Tiempo de enfrentamiento entre apellidos que aspiraban al solio papal mientras reinó Celestino III, un Orsini, el futuro Inocencio III dedicó su tiempo a escribir sobre el misterio de la Eucaristía y el aconsejable descrédito al que un deben someterse los bienes tangibles. A finales del siglo XII, monarcas y nobles europeos anhelaban liberarse de los condicionamientos de un papado al que no rendían acato. El fuego amigo corría parejo con la excusa, o la recta querella, de la opulencia del alto clero. Las corrientes espirituales, de desapego tajante en algunas expresiones, iban pervirtiéndose en heréticas. Algunos confundían reforma con una difusa asonada contra las clases pudientes. Siglos más tarde, marxistas mañosos en manipulación de la historia, valga la redundancia, embutirían estos sucesos entre los antecedentes de la sanguinaria revolución comunista.
Inocencio III era consciente de que toda sacudida consistente ha de comenzar por la cúpula. ¡Cuántas veces se ha reiterado también en los siglos XX y XXI que si se desea seriamente modificar una organización es preciso que el comité de dirección dé pasos adelante en el sentido correcto, pues es el instrumento más eficaz para promover transformaciones consistentes y duraderas!, como David Thomas en The truth about mentoring minorities.
Inocencio III se fijó como objetivo una congruente mejora de la corte pontificia, vedando bacanales y gravando con puniciones a quienes se lucrasen con la falsificación de bulas papales. En paralelo impuso un juramento a los nuevos senadores mediante el cual se ligaban a que «ni con el consejo ni con la obra (…) el pontífice perdiese la vida o le fuese quitada fraudulentamente la libertad». Como refrendo de que los tiempos no eran sosegados se proporcionó escolta a aquel hervidero de cardenales.
Al fallecer el emperador germano Enrique VI, su hijo Federico II había llegado a su tercer año de vida. Constanza, la madre, extinta el 27 de noviembre de 1198, había entregado la tutela de su vástago al papa. En Alemania estalló una guerra civil en la que tres candidatos se disputaban el trono. Inocencio III coronó a Otón IV como rey de los romanos en 1201, porque se había juramentado a defender los intereses del papa. No concorde con esta opción, el 6 de enero de 1205 el arzobispo de Colonia ungió en Aquisgrán a Felipe. El papa removió inmediatamente al eclesiástico rebelde. Fue preciso negociar, y en 1207 Felipe fue absuelto de la excomunión a la que había sido condenado dos años atrás. La mediación de los hábiles cardenales Ugolinio de Ostia y León Brancaleone resolvió los desencuentros. Cuando todo tornaba a su cauce, Felipe fue asesinado en junio de 1208. Otón maridó entonces con Beatriz, hija de Felipe. De ese modo se apropiaba del beneplácito de los Hohenstaufen y el atolladero quedaba transitoriamente resuelto. El 4 de octubre de 1209, Otón fue solemnemente consagrado en San Pedro. Las promesas de convertirse en arbotante para el solio pontificio habían sido decisivas. Sin embargo, cuando se vio en posesión de la corona se malogró drásticamente. Entre otras malandanzas expropió bienes de la Iglesia, devastó sus inmuebles y pretendió adueñarse del reino del aún joven Federico.
Como tras sucesivas admoniciones no se aviniese a razones, Inocencio III lo excomulgó el Jueves Santo de 1211. En estas circunstancias, el 25 de julio de 1215 Federico era coronado rey de Alemania por el arzobispo de Maguncia. El 11 de noviembre de ese mismo año, durante el IV Concilio Lateranense, Federico recibía el aval del sumo pontífice.
Inocencio III fue desde su nombramiento mediador de la disputa aludida y de otras muchas en las que se le requería para que arbitrase. Renombrado fue, por poner otro ejemplo, su empeño en mantener su autoridad en Inglaterra, frente al deseo de Juan sin Tierra de ser él quien decidiera los nombramientos episcopales. El detonante fue la elección papal en Roma de Esteban Langton como arzobispo de Canterbury, que Juan no toleró. Únicamente