a la Naturaleza, con la tranquilidad de que en ella Dios, antes de irse, había dejado las claves que el hombre necesitaba para orientarse en el mundo (y en el pensamiento). A partir de ahí, desde Voltaire hasta Smith, bastaría sólo con leer los signos que nos rodean para encontrar en ellos una ley natural y edificar sobre ella la nueva sociedad. Pero, recuerda Becker, este es un dispositivo bien antiguo: «cristianos, deístas, ateos, todos reconocen la autoridad del libro de la naturaleza», que «no es propiedad exclusiva del siglo dieciocho» (53-54).
No sólo el hogar de la humanidad mostraba la herencia de una divinidad que hacía las maletas. El impulso reformador ilustrado había nacido de una nueva concepción del sentimiento, de la sensibilidad moral, que en realidad en Grimm, Fontenelle o Diderot, entre otros, conservaba el carácter del concepto cristiano de Gracia Interior (41 y ss.). Pero la vocación de servicio a la sociedad o «caridad» (38-41) podía verse comprometida tanto si en este proceso de naturalización acababa afirmándose que «todo lo que es, es bueno» (66), como si el pueblo y sus príncipes (que en realidad eran sus interlocutores principales) no eran instruidos en una nueva razón ilustrada capaz de diferenciar entre Bien y Mal (84-88). Para ellos el mal efectivamente existía, y abundaba: desde el terremoto de Lisboa, hasta las constantes plagas, que no remitían ni siquiera en las ciudades más distinguidas. Pero sobre todo ello la razón daba un veredicto demasiado contundente: el universo no sabe de moralidades. Se hacía necesaria una «retirada estratégica», desde las posiciones más avanzadas de una razón abstracta e intransigente, hacia los terrenos más «humanos» de la historiografía, entendida ahora como un campo de pruebas donde situar «el alma del hombre» y las posibilidades de redención futura (87-91).
En esta visión, más flexible y táctica, se desdibuja el pensador ilustrado de manual, libertario y rígidamente ateo; pero esto ocurre principalmente porque estamos acostumbrados a leerle y «a estar de acuerdo con él en mayor medida cuando es ingenioso y cínico, que cuando escribe desde la seriedad» (30). En realidad, como estamos viendo en este capítulo (y en parte en los siguientes), para los economistas enlightened la clave está en encontrar un «pasadizo secreto hacia el trono celestial» (46), sorteando la escalinata lúgubre y ajada del cristianismo, pero conservando y suavizando la imagen agustiniana de «Salvación eterna en la Ciudad Celestial», transformándola en la félicité ou perfectibilité du genre humain (49).
En el combate contra la «filosofía cristiana», por tanto, los philosophes ejercieron retiradas, flanqueos, y escaramuzas, utilizando las mismas armas de sus adversarios cuando les fue oportuno:
Los primeros escritores cristianos habían ganado su batalla […] adaptando a las necesidades y experiencias del mundo antiguo (que, como el siglo dieciocho, necesitaba enmendarse) la vieja temática griega del ciclo de declive y renacimiento. La idea clásica de una edad de oro, o una época dominada por un felizmente inspirado Licurgo o Solón, fue interpretada por los teólogos cristianos en los términos de su propia historia bíblica […] La «Caída del hombre» [de esa edad de oro] era más comprensible si podía atribuirse a un primer acto de desobediencia[72].
…y si a la edad dorada, ya pasada, se le añadía una edad dorada por venir. El peso crucial de esta escatología cristiana era insuperable para los philosophes ilustrados; sin una Ciudad de Dios aguardando en el futuro, era imposible apuntalar la mejora de la humanidad (129). En esto media, entre otras, la disputa de los antiguos y los modernos, en el siglo XVII. Pero una vez liberados también del peso de la antigüedad clásica, la utopía terrenal estaba por fin al alcance. Esta, eso sí, sería una empresa cooperativa, realizada en común por los hombres…
¿Todos los hombres? ¿Y qué hay de aquellas mujeres y hombres que estaban alejados de toda prosperidad material? ¿Les aguarda a ellos esa Ciudad de Dios? ¿Qué tenían que decir los philosophes dedicados a aquello que se llamará ciencia económica? ¿El libro de la naturaleza, y sus leyes, guardan algún artículo dedicado a la prosperidad general, o todo se apostaba al advenimiento de la nueva Ciudad? «Busca en los escritos de los nuevos economistas, y les encontrarás exigiendo la abolición de restricciones artificiales al comercio y la industria, para que los hombres sean libres de seguir la ley natural del interés propio» (52): bastaría con seguir esa ley, y esperar.
En el libro de la naturaleza, por tanto, está escrito aquello que emanaba antes de la autoridad divina, esté ella presente o haya «abandonado la tierra» (como decía Lukács), y parece que esta dictaba que el interés propio traería esa Ciudad de Dios. El caso es que, con este titubeante paso del libro divino al libro natural, Adam Smith podrá afirmar con tranquilidad, sin preocuparse especialmente de los detalles teológicos, que la propiedad privada es «sagrada e inviolable»[73]. Las temáticas teológico-morales parecen enterradas y el hombre simplemente «tiende» de manera natural al intercambio comercial y este, con los debidos caveat, a la prosperidad general. Todo parece tan laico como la cuasi-apócrifa manzana de Newton. Pero en realidad el enfoque sólo se ha desplazado y la Maldad pervive, escondida en la idea de «interferencia», ya sean gobiernos, terratenientes medievales, gremios, o incluso otros economistas, quienes obstaculicen los «hábitos de la economía […] cultivados por motivos de interés propio», esto es, «cualidades dignas de elogio, que merecen la estima y aprobación de todos»[74]. Contra Mandeville o Hutcheson, Smith no equiparará el interés propio al vicio, sino que lo considerará una virtud.
¿Y cómo es que, contra la intuición medieval, es el interés propio y no la benevolencia o la caridad lo que produce el bienestar de todos? Pues, dirá Smith, eso es gracias a la «mano invisible de Júpiter»[75], o dicho de otro modo, «la Providencia»[76], la intervención del «autor de la Naturaleza»[77], que «parece haber tenido como propósito originario […] la felicidad de la humanidad».
Y es que, por mucho esfuerzo que dediquemos a colocar a Adam Smith del otro lado del proceso secularizador, no sólo él sigue siendo un deísta más o menos cristiano, sino que su «sistema no se mantiene en pie sin la presencia de un demiurgo creador» y sin la «teleología y el argumento del diseño, que eran pilares intelectuales de la época de Smith»[78]. De hecho, si se repasan las concepciones de la época respecto a las propiedades invisibles del mundo y su conexión con la creación e intervención divinas, queda claro que «casi con total seguridad, cuando [sus] lectores encontraran la expresión de Smith, la entenderían como una referencia a la actividad oculta de Dios en la economía política, lo pretendiera Smith o no»[79]. Dicho sea de paso: si entendemos la centralidad de esa teleología y ese «diseño inteligente» podremos comprender también el peso que siguen teniendo en el imaginario liberal cristiano en pleno siglo XXI, por ejemplo, en el de la Iglesia de Lakewood, de la que hablaremos más adelante.
La posición teológica de Smith es heterodoxa, sin duda, e incluye un espectro ecléctico que va desde el teísmo ilustrado de la época, hasta Aristóteles, los estoicos o el misticismo de Newton. Pero sigue siendo cristiano en un sentido amplio y, en todo caso, mantiene firmemente la creencia en una causa primera y última de la Creación, y sobre ellas el gobierno de una benévola Providencia, un «arquitecto divino» que ha diseñado con inteligencia el mundo y la regularidad en la naturaleza, a la que trasciende y a la vez es inmanente[80]. En su obra hay suficientes pasajes de los que extraer argumentos para la existencia de dios, en todas las formas filosóficas clásicas, pero la que más nos interesa ahora, por su vínculo con la argumentación económica de Smith, es aquella presente en la Teoría de los sentimientos morales: si la naturaleza ha producido seres dotados de un tipo u otro de moralidad, debe haber un origen ético trascendente de nuestra naturaleza moral[81].