egoísta y maximizadora de los agentes lleva automáticamente al equilibrio y bienestar de todos, a través del simple mecanismo de las fuerzas del mercado. La idea fundamental de la eficiencia del «librecambio» se origina por tanto en una de las más austeras versiones de la religión católica[40].
Estamos resumiendo una obra que es fundamentalmente económica, y por tanto habría que incluir aquí innumerables páginas (y cartas) dedicadas a lo que podríamos llamar ahora el problema de la inflación, dentro de un marco que (por primera vez) incluye un análisis agregado de mercados múltiples, precios flexibles y rígidos, el circuito monetario, la información de los agentes, y la influencia de estos factores en «ciclos» de prosperidad y depresión económica.
Pero todo ello está salpicado de una prosa bíblica en el estilo, y en el contenido. Las críticas a otros economistas, además, aparecen en el mismo tono; así, dice Boisguilbert, «quien no ha logrado auténticos milagros no debería ser canonizado», y quienes se obcecan en poner el oro y el dinero por encima de la producción de mercancías, sirven al «tirano o ídolo pagano […] forzando a aquellos devorados por la avaricia a ofrecerse en sacrificio en todo momento, sin recibir otro incienso que el humo que nace de la quema de los frutos más preciosos y bellos de la naturaleza»[41].
Respecto al contenido religioso, hay un punto sobre el que merece la pena detenerse, pues reaparece bajo una forma ya casi secularizada (aunque no completamente) en Adam Smith. En Boisguilbert, que en esto sigue a Jean Domat y a Pierre Nicole, el orden socioeconómico «natural» se apoya en la conducción divina del universo y la autoridad conferida por Dios a los gobernantes. ¿Qué quiere decir entonces esa «conducción divina del universo», de la que depende el orden socioeconómico? La providencia divina regula, forma y sustenta la sociedad civilizada «en cada estado» de su desarrollo, asignando así a los hombres sus funciones y posiciones. Esto es, y dicho en el vocabulario liberal contemporáneo, el orden social está planificado, pero por Dios: no queda para los hombres más que abstenerse de intervenir en el equilibrio económico. Puesto que Dios planifica, los hombres laissent faire. Es inútil y a la vez perjudicial interferir en un mundo terrenal que, tras la Caída del Edén, está corrompido irreparablemente, y por tanto, sólo puede funcionar desde la desigualdad social y económica: el orden (y la función y posición de las diferentes clases y jerarquías) debe ser conservado.
Aquí el agustinismo de Boisguilbert adquiere una inflexión específica: el «estado de inocencia» no es el adánico, sino posterior; es la fase que sigue inmediatamente a la Caída. La «infancia del mundo» tuvo en la sociedad la forma de un reino de igualdad entre los hombres, que duró milenios gracias a la limitación «de las necesidades» y la igualdad de todas las profesiones[42]. Pero para Boisguilbert este estadio es primitivo, y tras la inocencia llegará el estadio «limpio y magnífico»:
Con el tiempo el crimen y la violencia se hicieron comunes, el más fuerte no quería hacer nada, sólo gozar del fruto del trabajo de los más débiles. [Así,] hoy los hombres se dividen en dos clases […][43].
La intención de la ley natural es «que todos los hombres vivan cómodamente de su trabajo o del de sus ancestros»[44]. En el caso de Boisguilbert (a diferencia de los liberales de hoy) no se trata exactamente de que haya una ley divina que ampare a empresarios y rentistas por igual: de hecho, él excluye a los últimos explícitamente, y entiende por herencia de los ancestros «la acumulación de los granjeros o mercantes, que permiten a su propietario ser un emprendedor y utilizar el servicio del trabajo asalariado»[45]. Recapitulando: hay una providencia divina que sustenta un orden social que es, por ley natural, desigual, pero que, pese a la corrupción rentista, y si los agentes actúan maximizando sus intereses y egoísmos, empleando el trabajo de otros, tenderá hacia un equilibrio próspero. Estamos a un paso de la mano invisible. Sólo queda secularizarla, y acercar un poco más en el tiempo la utopía:
[al] introducir un estado de inocencia entre la Caída y el estado desarrollado […] las condiciones para lograr el equilibrio económico quedan ya establecidas, como si todavía se estuviera en este estado de inocencia, es decir: equilibrio general sin una clase ociosa. El modelo próspero no es por tanto una descripción veraz de la sociedad que Boisguilbert tenía ante sí. De hecho, es sólo un modelo que debe ser alcanzado. De tener éxito, habría que acercarse lo más posible al estado primitivo, pero sin ser nunca realmente capaces de retornar a él: la naturaleza del hombre es corrupta, y la evolución es irreversible[46].
Desde luego, podría pensarse que, en su expresión más maximalista, este credo cristiano y liberal sería contradictorio con la monarquía absolutista y, entre otras cosas, su fiscalidad «agresiva». Sin embargo, no lo es. Para los súbditos, los impuestos «son una obligación impuesta por el mismo Dios», que además en principio deben tener una cierta «progresividad», si quieren seguir respetando la autoridad divina[47]. Y, sin embargo, Boisguilbert tiene claro que la tributación es sólo una medida excepcional. El rey debe ser capaz de proveer por sí mismo las arcas del Estado, y los tributs son legítimos sólo en circunstancias extremas[48].
Antes de seguir, hay que señalar otros afluyentes teóricos del liberalismo que pasan por su obra y llegarán al periodo clásico del liberalismo económico: en primer lugar, el mecanicismo «liberal», o la utopía de la autorregulación (que veremos en otro capítulo), cuyo lema para Boisguilbert es «qu’on laisse faire à la nature»[49]: en asuntos de comercio debe dejarse obrar a la naturaleza y la providencia. En este ámbito los sujetos son
partes de un reloj que participan del movimiento común de la máquina, de modo que la perturbación de uno sólo de ellos es suficiente como para detenerla completamente[50].
Y, en segundo lugar, la concepción individualista-metodológica de los agentes económicos. Quizás por su proximidad familiar al dramaturgo católico Pierre Corneille, Boisguilbert incluye en sus textos también numerosas referencias al teatro; adelantándose casi tres siglos a Goffman o Garfinkel, o a Gary Becker y el filósofo Daniel Velleman, o un poco menos al lui de El sobrino de Rameau, describe a menudo a los agentes económicos como puros actores teatrales, interpretando papeles diversos, siempre observados por aquel Deus absconditus de Pascal, del jansenismo o de los pensadores de Port-Royal. Todo esto, bien es cierto, aunque Boisguilbert sitúe finalmente al teatro propiamente dicho, y al gremio de actores, en el último escalafón del aporte a la estabilidad y equilibrio económico del país[51].
No estamos lejos de Adam Smith, que por lo demás tenía en su biblioteca un ejemplar de la obra capital de Boisguilbert, Le détail de la France. Y como decía Marx, puede considerársele el fundador de la economía política clásica, junto a William Petty: pero la apreciación relativa de Marx, al considerarle un pionero de la economía, no debe llevar a exageraciones. Marx era bien consciente (y así lo señala en la Crítica de la economía política y en Teorías de la plusvalía) de que Boisguilbert era una figura siempre intermedia, un resto del pasado que auguraba desarrollos muy posteriores. Por eso, aquella frase sobre «el monstruo monetario», tan comentada, no le llevó a engaño:
Bajo Luis XIV, [Boisguillebert, sic] denuncia al dinero como la maldición universal que deja exhaustas las verdaderas fuentes de producción de la riqueza; sólo con su destronamiento, nos dice Boisguillebert, el mundo