ese momento, en Inglaterra, iba de la mano de la alquimia, del uso de la magia en la práctica médica, o –tal y como como acreditaba entonces el Royal College of Physicians– de la brujería como causa de patologías fisiológicas[15]. La brujería era una posibilidad real para Glanvill, para Henry More, e incluso para Boyle. No la supersticiosa «nigromancia» finesa, ¡por Dios!; estamos hablando de algo serio: la comprobada obra del Diablo.
De modo que, del Milione de Marco Polo hasta los viajes de Mandeville o Martinière, todo este mundo «oculto» estaba muy presente en la vida de Locke. Para empezar, en su correspondencia. A su amigo William Allestree lo instó a informarle de este tipo de encuentros con lo fantástico en sus viajes por Suecia. Textos como el Geographia Universalis habían hecho famosos a los lapones como brujos y amos de los elementos, y sobre la brujería en Suecia los informes eran ya innumerables. La curiosidad de Locke era insaciable: pedía constantemente a su corresponsal que le enviara entrevistas, dibujos, e incluso objetos mágicos –como unas botas laponas, que se perdieron en el envío, para desesperación de Locke[16]–. La tendencia en las investigaciones recientes es minimizar su interés, y en eso ayuda que la correspondencia esté incompleta, y especialmente (de manera harto conveniente) la parte que incumbe a las peticiones de Locke y no a las respuestas de sus corresponsales. No obstante, hay cartas que apuntan en dirección contraria; sin ir más lejos, en la correspondencia con Allestree las supuestas peticiones y preguntas de Locke son tan insistentes que acaban con el destinatario recomendándole otras personas que puedan satisfacer aún mejor su curiosidad.
Volviendo de nuevo a la petición de las botas «mágicas», el corresponsal de Locke en Laponia, Allestree, le explica que estas se hundieron junto al barco que las transportaba. «Aunque sus portadores fueran brujos –afirma Allestree en la carta– las botas debían estar limpias [de brujería] pues se hundieron.» Este comentario venía a cuento de la práctica, aún difundida en el siglo XVII, del «Swimming of a Witch», práctica sancionada por el mismísimo James I de Inglaterra en su Daemonologie (1597), y descrita por el archirrival de Locke, Robert Filmer, en su texto de 1653 An advertisement to the jury-men of England touching witches. En este folleto, más o menos crítico, se descartan los «dieciocho signos o pruebas de brujería» aportados por otros eruditos, y se informa de cómo se realizaba el «baño» probatorio:
Esto es, tal como Wierus lo interpreta, cuando el pulgar de la mano derecha se ata al dedo gordo del pie izquierdo, y el pulgar de la mano izquierda al dedo gordo del pie derecho: [tanto Perkins como Delrio argumentan] contra este juicio de agua, y contra [la prueba consistente en] la incapacidad de una bruja para derramar lágrimas (según el Rey James)[17].
La práctica prescribía bañar desnuda a la «sospechosa», con las ataduras antes descritas, tres veces. Si se hundía (sobreviviera o no), era considerada inocente; si flotaba, era considerada culpable. Esta fue la práctica común, que fue extinguiéndose sólo a comienzos del siglo diecinueve, aunque hay casos registrados en 1825, 1829, 1865 o 1870.
En todo caso, algunos intérpretes leen el comentario de Allestree como un «chiste»; de ahí deducen la distancia escéptica de Allestree respecto a la creencia en la brujería… y –sin prueba documental, pues carecemos de la otra parte de la correspondencia– se acaba deduciendo un igual escepticismo por parte de Locke. Sin embargo, la opinión no es compartida por otros investigadores:
Sólo basta con considerar los comentarios de John Locke sobre espíritus, repartidos por sus obras, para ver que la brujería no era descartada por la nueva epistemología. La concepción lockeana del entendimiento humano podía usarse, como hizo Boulton, en apoyo de la creencia en las brujas […] pero en términos políticos, podemos ver por qué la teoría de la brujería podría haber tenido poco atractivo para aquellos orientados hacia ideales lockeanos […][18].
El interés iba más allá de las brujas y sus juicios; en 1679 obtuvo de otro corresponsal un informe sobre una casa encantada en Canterbury, y en la correspondencia podemos encontrar muchas más peticiones. En general, Locke «preguntaba con asiduidad a amigos y conocidos que viajaban por el extranjero, pidiéndoles que investigaran en su nombre sobre posibles sucesos de brujería», además de apariciones de espíritus e invocaciones demoníacas[19]. Por un lado, estas peticiones podrían parecer destinadas a «refutar historias similares» que ocurrieran en Inglaterra; pero esto nunca ocurrió. Locke «nunca dejó claras sus posiciones respecto a la brujería, en privado o en público», y «parece no haber llegado a tener una posición clara sobre el tema. Sin duda Locke podría haber permanecido indeciso», «sin descartar del todo» que existiera realmente la brujería «en el mundo pagano», allí donde «el demonio se aparece»[20].
Aunque no podamos despejar definitivamente el interrogante, queda claro que Locke tenía un interés especial en estos asuntos. No sólo como lector, ni como interesado en las manifestaciones más extrañas del poder espiritual, sino, además, como devoto cristiano. No es para menos, ya que gran parte de las argumentaciones más delicadas de su obra, en especial aquella dedicada a cuestiones políticas, giraban alrededor de, y se sustentaban en, la fe cristiana y reformada de Locke[21]:
Las sagradas escrituras son para mí, y siempre serán, la guía constante de mi consentimiento; y siempre nos atendremos a ellas, en la medida en que contienen verdad infalible, respecto a las cuestiones de la más alta importancia[22].
Una fe, por cierto, que llega incluso a las bases mismas del contractualismo de Locke, introduciendo en el corazón de una de las obras más valiosas del liberalismo político los límites religiosos de la tolerancia:
Finalmente, no han de ser en absoluto tolerados aquellos que nieguen la existencia de Dios. Las promesas, pactos y juramentos que son vínculos de la sociedad humana, no pueden tener valor o santidad para un ateo. Apartar a Dios, incluso en el mero pensamiento, disuelve todo[23].
El punto central para entender la concepción política y económica de Locke es, una vez más, el Génesis, y en concreto, la Caída. Pero en su caso la lectura estaba llena de trampas: había que proceder con cuidado, ya que pisaba terreno bien conocido por su adversario teórico, del que ya hemos hablado: Robert Filmer. A diferencia de Filmer –que ve en Adán al primer Rey– Locke lee la historia de la caída como la aparición de la muerte para la humanidad, y junto a ella, el trabajo, inseparable de la propiedad y la libertad. No obstante, fue Adán, y no nosotros, quien nació plenamente libre, quedando para el «resto de la humanidad» (por supuesto, ese «nosotros» lo forman adultos varones blancos, anglosajones, protestantes, y plenamente facultados[24]), la tarea de hacer efectiva esa libertad en potencia: libertad dentro de los límites de la Ley Natural, por supuesto.
Esta ley natural, sostenida por Dios, y descodificada por la razón, exige de los hombres que eviten dañar las posesiones del prójimo, especialmente la vida, la salud y la libertad. Poco a poco, según va ganando terreno la necesidad de sociedad, los seres humanos consienten en ser gobernados y entregar ciertas libertades en perjuicio de otras. Así, navegando por estos espinosos temas centrales para la filosofía política moderna, entre sus Dos tratados y el libro posterior La racionalidad del cristianismo, Locke da con el equilibrio contractual más adecuado a la razón de los sujetos políticos: entregamos igualdad, libertad absoluta y poder, para asegurar la autopreservación, la propiedad, y ciertas libertades[25].
Estamos muy cerca del homo oeconomicus, pero aún no hemos