de haber un contraste entre razón y revelación, a lo largo de su obra la balanza se irá inclinando más hacia la segunda. En todo caso, según leemos en su primer Tratado, el interés propio es «el primero y más fuerte deseo que Dios implantó en los hombres»[26]. Un interés que está dirigido, por tanto, a la preservación (y los dos conceptos van ahora juntos) del derecho a la propiedad.
Con algún que otro salto, la lectura del Génesis[27] arroja para Locke el siguiente resultado: mortalidad, trabajo duro y propiedad privada. Respecto a los dos últimos, ya que «ahora, la maldición de la tierra los ha hecho necesarios», es natural que en la historia humana surjan ricos y pobres; ambición, y corrupción. Más aún, cuando en la noción de propiedad de Locke hay elementos que permiten la «subordinación de otros hombres»: la «inclusión» (o «conclusión», sic) de unos hombres en la propiedad de otros[28]. Pero, ¿cómo se ha hecho necesaria la propiedad privada?
Si bien Dios dio el mundo a los hombres en propiedad común, «también les dio Razón para hacer uso de él según más les convenga en la vida»[29], y si deben usarlo –argumenta Locke– para ello tienen antes que apropiárselo (ellos mismos, desde luego, pero también sus sirvientes, en su nombre[30]). ¿No se aplicaría esta lógica al uso de cualquier ítem dentro del Jardín del Edén, y por tanto la propiedad privada estaría presente antes y después de la Caída? Puede ser, y forma parte de las contradicciones de su exégesis bíblica, que no nos interesa tanto como la siguiente deducción a partir de este concepto de propiedad: la tierra usada (trabajada) se convierte en propiedad privada, pero ese trabajo se hace sobre una tierra que deviene «anexa a algo que era su propiedad, que ningún otro podía reclamar, ni pudiera apropiarse sin perjudicarle»[31]. El primer hombre fue un emprendedor lord inglés. Lo dice Génesis 1:28, es decir: Dios.
ESTAMPAS TURÍSTICAS (I)
Si se buscan lugares de peregrinación liberal, rodeados de bucólicos paisajes, en el norte de Francia se puede visitar todavía hoy el castillo situado en Pinterville. Para los católicos bien informados el nombre será reconocible, pues ahí, a mediados del siglo XIX, ejerció durante un tiempo el cura y misionero Laval, beatificado hace no mucho tiempo por el papa Juan Pablo II. En el castillo de la villa, dice alguna hagiografía reciente, el padre Laval acostumbraba a cenar de vez en cuando, si bien «cuando se veía obligado a ir, comía pan seco antes de acudir, para no dejarse llevar por el hambre ante una mesa tan copiosamente servida». Por supuesto: no fuéramos a pensar que el legendario misionero disfrutaba pecaminosamente de la aristocrática cocina del castillo. De hecho –continúa el relato hagiográfico– cuando sus hermanas lo visitaban, a veces la cena tardaba demasiado en llegar a la mesa:
—¡Cómo! ¿A estas horas, todavía no has preparado la sopa?
—El señor cura está todavía en la iglesia. Lo pasa muy mal. Vivimos en un país de fábricas y hay tantos infelices… que hasta tres veces ha dado su desayuno a los pobres… ¡a veces hasta la cena![32].
Desde su profesada preocupación por los pobres, Laval parecía intuir el valor simbólico del castillo, y en consecuencia, pensando en su legado, se distanciaba prudentemente (él, o sus biógrafos). Hoy el castillo está lleno de esculturas: unas pocas del siglo XVIII, alguna anterior, pero la mayor parte obras contemporáneas. Por el jardín trasero desfilan unas hormigas gigantes; cerca de un cobertizo encontramos extraños seres humanoides en plena danza, y mientras, en el interior del castillo, las paredes de mármol y los relojes barrocos se ven acompañados de obras minimalistas, figuras totémicas, cuerpos contorsionados por el dolor, caballeros espectrales, e incluso la escultura de una pareja feliz conduciendo un descapotable. Toda una instalación artística que trae la globalización capitalista a la campiña normanda. Como si el curator de esta exposición hubiese querido retratar la pesadilla del misionero y a la vez el sueño dorado del habitante más ilustre del castillo, el «fundador de la escuela liberal francesa»[33]: Nicolas Le Pesant de Boisguilbert.
Del Señor de Boisguilbert nos ha llegado una única frase a la altura del ingenio y malicia de la vida cortesana francesa: los príncipes –dijo en una de sus obras más polémicas– «apenas pueden aprender nada con perfección aparte de montar a caballo, puesto que sólo las bestias osan contradecirles». Lo dejó escrito, por cierto, en una obra con un título que omitimos en su totalidad, pues ocupa un párrafo entero[34], y no es de extrañar: entre otras cosas, uno de los defectos más citados de este aspirante a consejero del rey es la oscuridad y tediosidad de su prosa. Un barroquismo combinado, además, con una vehemencia inusitada. En este fragmento de 1704 uno de los padres del liberalismo francés nos habla… de economía:
En una palabra, la plaga, la guerra y hambruna, o todas las maldiciones de Dios en la mayor cólera de los cielos, o los más bárbaros conquistadores en sus pillajes, nunca produjeron más que una vigésima parte de los males que han causado los impuestos[35].
La ciencia lúgubre, decían. Pero no nos dejemos llevar por todas las apariencias; pese a la maldad citada más arriba, Boisguilbert no era un republicano, sino todo lo contrario: respetaba enormemente a los altos funcionarios de la corte; defendía en sus escritos al rey y a sus ministros, «bienintencionados» e «íntegros», aunque a menudo «sorprendidos» por las circunstancias[36]. Y no sólo en los pasajes más mundanos de sus libros, o en la correspondencia: en su obra queda patente que para él la única garantía de paz y unión del reino es el monarca absoluto, que para él no es en modo alguno un tirano[37]. Del mismo modo, cuando en una de sus citas más conocidas afirmaba que el dinero «es el monstruo que debe ser derrocado hoy, golpeándolo con tanta fuerza que nunca más pueda levantarse tras su caída», no hay que ver en él a un precursor de Saint-Simon, Proudhon o Sismondi, sino al primer gran defensor del libre comercio. Preocupado, sí, por la circulación monetaria y la estabilidad de los precios; pero convencido de que «una sociedad próspera puede nacer del egoísmo y del amor propio de los seres humanos», lograda a través de «la libertad del trabajo, de los precios y del comercio, y de la bajada de impuestos»[38].
Aunque sea poco conocido, se atribuye a Boisguilbert la formulación más temprana del laissez faire, y «en rigor, la primera aparición de la propuesta liberal en sus aspectos principales»[39], pero, para mayor desazón de los apologetas actuales del mercado, el contexto no es el más cómodo: el fondo teórico del que surge es una ecléctica mezcla de Bodin, Richelieu, Descartes, Nicole, Domat, y san Agustín. Volvemos, una vez más, al libro del Génesis: tras la Caída del Jardín del Edén, el «estado natural» del hombre es una sociedad sin clases; en poco tiempo, la mancha de corrupción que trae consigo la descendencia de Adán genera la aparición de una clase improductiva, los rentistas; con ellos, llega el dinero, la «división del trabajo» (dicho en términos contemporáneos) y una multiplicación de las necesidades. Si bien todo esto surge de la corrupción moral del hombre, desterrado de la compañía divina, esto no supone necesariamente una condena por parte de Boisguilbert: tras el «estado natural», la dinámica social produce un equilibrio dinámico, una interdependencia dentro de un circuito económico al que se adhiere la clase improductiva. Cuando esta dinámica entra en una fase virtuosa, se da un «equilibrio de la opulencia» en el que hay un «sistema de precios proporcionados», una