[13] Precisamente investigando este punto estuve muy cerca de caer en aquella «locura babilónica» de la que fue víctima J. M. Keynes al estudiar la historia de la moneda. En estas cosas quizás puedo encontrar simpatía en libreras de referencia como Silvia Broome (su “alias” en redes sociales), Carlos, Eva, Alfonso, Santiago, o el tristemente desaparecido José Luis, cofundador de la librería Metalibrería, que me vendió un espléndido librito de poemas babilónicos y, regalándome otros, se negó a poner precio a una –corta– amistad.
[14] P. Rosanvallon, El capitalismo utópico, trad. de V. Ackerman, Buenos Aires, Nueva Visión, 2006, p. 13.
[15] A. Pessin, L’imaginaire utopique aujourd’hui, París, Presses Universitaires de France, 2001.
[16] Una «biografemática» mutua de este tipo sí he construido en estos años con Jorge Diezma (ya veremos quién retrata antes al otro); algunas ideas para este libro surgieron, sin duda, gracias a la oportunidad que me brindó de escribir el texto de presentación para su exposición en el Jardín Botánico de Madrid, junto a las notas que tomé en la preparación para un texto nunca acabado alrededor de la exposición Adverbios Temporales, comisariada por Cristina Anglada, que pese a todo me agradeció el intento. Lamentablemente, de haber incorporado a este libro todas las notas, el último capítulo habría sido inabarcable. Así que, si el público lector tiene a bien, quizás las incluya en alguna reedición.
[17] F. Dosse, La apuesta biográfica, trad. de J. Aguado y C. Miñana, Valencia, PUV, 2007, pp. 306-308 y 310.
[18] Finalmente, no he titulado esta introducción «Agradecimientos ecológicos», porque podría entenderse mi obediencia a los consejos de Alberto Olmos («¡Soy artista, no me toques una coma!», El Confidencial, 23-01-2019) como una frivolidad. Efectivamente, he intentado reducir al mínimo ese marginal pero real gasto en papel que suponen las páginas de agradecimientos, incluyéndolos en las notas. Por supuesto, más papel se gasta en mala literatura, o en esos mismos agradecimientos publicados en papers, revistas de economía o tesis doctorales publicadas en Estados Unidos (por nombrar al mayor destructor ecológico per capita). Pero es un gesto mínimo que no me suponía un gran esfuerzo (nótese cómo me acerco a traicionarlo según aumenta la extensión de esta nota). Sí suponen un esfuerzo todos los «gestos mínimos» que se le están exigiendo diariamente a los trabajadores, cada vez más insistentemente, por parte de un emergente pseudoecologismo patronal. Todo sea por no cambiar un sistema que sí es el principal enemigo de la vida en el planeta. En esta dirección iban mis consultas a Jorge Riechmann durante la redacción del libro, que atendió con su paciencia y amabilidad habituales. Lamento no haber podido profundizar en la línea que le anuncié, esto es, avanzar en una crítica más sistemática de la literatura liberal desde el punto de vista ecologista: sigue habiendo un hueco en ese aspecto, que espero se llene pronto. Jorge y Yayo Herrero siguen marcando el camino. Por cierto, junto con activistas anónimos como mi amigo Raúl, «Ramsey».
[19] En estas luchas, por supuesto, están amigas, lectoras y compañeras sin las cuales el libro me habría sido materialmente imposible de escribir, y/o la vida menos soportable. Sin repetir nombres: Jaime, Marga, David, Mara, Álvaro, Fátima, Dulce, Tizón, Lucas, Gasch y Josemi (mi triple agradecimiento a ellos dos, y saben por qué), Eddy, Yolanda, J. Manuel, Fernando, Pepe, Tamara, Tote, Gonzalo, Sîan, Paco, Alberto, Javier, Juana, Juan, Antonio, Olaya, Carlos, Jara, Alejo, José Luis, David, Ricardo, Miguel, Miguel Ángel, Sara y Jorge, Maxi, Leonor, Bea, Ana, Pedro, Adoración (de su invitación a hablar de mi anterior libro en la universidad también se han alimentado algunos párrafos e ideas de este).
CAPÍTULO I
De la Ciudad de Dios a la ciudad del Mercado
USOS LIBERALES DEL LIBRO
Con los contrafuertes abiertos, la celda se ha iluminado al salir el sol. Los graznidos han llamado la atención del ilustre huésped, que se asoma al ventanal. Entre los barrotes de la parte inferior puede ver por fin los barcos que fondean la costa holandesa, y el vuelo de los pájaros que se alejan del castillo, dejando atrás el amplio foso y los muros.
Lo cierto es que el preso –Hugo– no tiene con qué comparar su estancia (creció en una familia más que acomodada y, aunque su padre se dedicara entre otras cosas a la especulación inmobiliaria, las estancias en prisión nunca estuvieron dentro de su apretado y acelerado programa de estudios)… pero apenas logra encontrar algo de su agrado, por no decir algo que no le aterre hasta la médula. Es verdad; su amigo y referente político, Johan, corrió peor suerte. Pero por momentos esta estancia, un ultraje en toda regla a su persona, le ha llegado a parecer peor que el cadalso. ¿Para esto se hace uno socio de la compañía más próspera del mundo conocido?
Es cierto que esa membresía suele abrir muchas puertas, pero el embrollo que le ha traído hasta la cárcel tiene que ver con alambicadas disputas políticas y religiosas más allá de su capacidad monetaria. En cuanto a la religión, el asunto se había dirimido entre gomaristas (calvinistas) de un lado, y arminianos del otro. Y en el centro de la disputa, al menos en su vertiente teológica, la Caída. En ella, arminianos como él habían visto la clave para la comprensión de la naturaleza humana, el libre albedrío… y también el origen de la propiedad privada.
Merced a la Caída (del Edén), los «remonstrantes» o «arminianos» defendían que los hombres quedaban corrompidos y alejados de la imagen divina, pero, a diferencia de lo que afirmaban los calvinistas, el Espíritu Santo podía recuperar la semejanza con Dios, que podría no haberse perdido del todo (una posibilidad abierta por el propio Calvino). La «gracia precedente» (o «preventiva») borraba parcialmente el pecado adánico y hacía a los individuos capaces de responder al llamado de Salvación. Esta «capacidad» abría el campo para el libre albedrío, sostenido siempre por la Gracia divina:
La providencia divina se subordina a la creación; y es necesario, por tanto, que no afecte a la creación, cosa que haría si inhibiera u obstaculizara el uso del libre albedrío en el hombre[1].
Así, los hombres ejercen su libre albedrío aceptando o rechazando la Gracia, del mismo modo en que la expiación de los pecados que trae Jesucristo sólo se produce para aquellos que aceptan el llamado divino. La (famosa y «weberiana») calvinista doctrina de la elección, por tanto, queda para los arminianos abierta a la respuesta de los humanos. Esa respuesta, es verdad, está ya registrada en la omnisciencia divina, pero para el arminianismo era válida la sutilísima diferencia entre esta predestinación «débil» y la predestinación «fuerte» del calvinismo (en la que, desde la creación del mundo, ya están asignados los destinos de condenados y salvados). Además, tanto para Arminio como para nuestro primer protagonista, la predestinación calvinista atribuía el Mal a la acción divina, mientras que para ellos el origen del mal estaba en el libre albedrío, aunque también este sea la fuente del bien: todo dependía del uso que se diera a esa libertad.
Y bien, ¿en qué había empleado esa libertad nuestro taciturno preso? En apoyar a Johan Van Oldenbarnevelt –arminiano y a la sazón Gran Pensionario de las provincias– en un intrincado juego de poder político y religioso con el estatúder Mauricio de Nassau (desde su punto de vista, un golpista que había roto la autonomía de las provincias a la hora de regular sus disputas político-religiosas). La respuesta de Mauricio de Nassau fue contundente, y el juicio –ilegítimo, según los abogados– acabó con la ejecución y los arrestos.
Así, una mañana más, y de pie tras los barrotes, Hugo de Groot, conocido como Grotius o Grocio, vuelve a tener la tentación de comunicarse con su compañero de