y cercada legalmente[8]. Por supuesto esto está lejos de la idea de que los derechos son «inalienables», y de hecho los coloca en el mercado. Además, hay que señalar que entre estos derechos para Grocio está el de «demandar lo que se le debe a uno»[9].
La lectura bíblica y la argumentación jurídica de Grocio sobre los derechos, desde presupuestos abstractamente universales y en realidad excluyentes, como ocurrirá en el desarrollo del liberalismo, llevan a un punto más oscuro: no sólo el etnocentrismo rampante de su obra arroja sombras en los luminosos debates sobre el libre albedrío. Sus análisis bíblicos del acto de posesión, y su defensa de la apropiación en el ámbito naval, se combinan con la defensa de la esclavitud de guerra (mientras no sea entre cristianos); la razón, como don otorgado por Dios en virtud de la semejanza prelapsaria entre el Señor y su creación, arranca en Grocio apenas una tímida denuncia del clásico argumento aristotélico de la esclavitud «por naturaleza», y desemboca sin embargo en la defensa de la esclavitud contractual «por tiempo determinado». Sus pasajes acerca de la vida en las primeras comunidades cristianas contrastan paradójicamente con su aceptación de la esclavitud como pena por delito[10].
Todos estos son motivos más que suficientes para que Hugo de Groot, en su prisión, y aun estando a miles de kilómetros de donde se ponían en práctica todos estos «derechos», se sintiera más cerca que nunca de ese mundo terrible y lejos de la adinerada comodidad de su hogar. Así que volvamos a la tarde del 22 de marzo. Entre los montones de papeles de la celda de Grocio están todavía los borradores de una carta a su hermano sobre las Tragedias de Séneca, y un catequismo en verso, en flamenco para su hija Cornelia y en latín para su hijo, acompañados de ochenta y cinco preguntas y respuestas.
Clásicos grecolatinos, libros de teología, biblias, borradores de cartas y estudios… En definitiva, una descomunal cantidad de documentos (que no eran ligeros), transportados en grandes y pesados cofres. Algo podía esconderse ahí, y de hecho uno de sus jueces, Muys van Holj, había ordenado revisar el material, con poco éxito (aparte de los mensajes incluidos en aquellos versos neolatinos). En esas inspecciones no ayudaba el poco interés teológico de los guardias, y mucho menos que entre los libros se incluyese la ropa interior del profesor. Esta, junto a los libros, se llevaba hasta el pueblo vecino de Worcom, para ser ahí lavada y repuesta. Otra comodidad más respecto a los otros reos, desde luego. Pero esta no sería seguramente la opinión del propio Grocio que, por supuesto, ansiaba recuperar su libertad.
Así, cada cierto tiempo los cofres entraban y salían de la celda. Y Grocio leía. Aunque no lo suficiente: eso le dijo Maria van Reigersbergen, la esposa de Grocio, a la mujer del comandante del castillo de Loevensteyn, aprovechando un viaje de este a Heusden. La visita, para acordar un mejor servicio de biblioteca y mayores cuidados para su marido, pareció poco más que un galante e inocente intercambio de pareceres entre dos damas de buena posición. Pero en un momento de descanso, Maria y dos ayudantes corrieron a la celda de Grocio (la facilidad de esta operación da cuenta del laxo régimen de encarcelamiento) e introdujeron a Hugo en el cofre de los libros, convenientemente provisto de respiraderos.
Maria abandonó el castillo, y poco después también lo hicieron dos porteadores y el cofre, que no fue inspeccionado, pues la esposa del comandante –engañada– había certificado que se trataba una vez más de libros y ropa interior. Vistiéndola, iba también en el cofre el ilustre jurista Hugo de Groot, alias Grocio.
Unos días después finalizaba una de las primeras escapadas carcelarias patrocinadas. La Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales volvía a tener a su gran defensor en libertad.
¿CUÁNTO PESA UNA BRUJA?
Según nos consta hoy, la biblioteca de John Locke (dividida y reunida varias veces) pudo componerse de hasta 3.641 volúmenes[11]. Puede que algún lector, ya sea historiador, filósofo, bibliófilo, o admirador liberal de Locke, se nos distraiga y comience a soñar con transportarse a ella (de estar toda reunida en un sólo edificio y ciudad, se entiende[12]), pero como el magín es libre, de poco nos servirá advertirle, así que nos toca viajar con él como acompañantes.
Y darle ánimos: pues uno tras otro, los volúmenes que va sacando de los estantes no se ajustan a sus expectativas. Efectivamente, la biblioteca de Locke está compuesta, en abrumadora mayoría, por libros que de un modo u otro tendríamos que colocar bajo la etiqueta «Teología». Nuestro soñador compañero está a punto de desanimarse, pero tras un rato encuentra por fin un libro diferente. Sin embargo, no es de filosofía; nada de Aristóteles, ni siquiera Sexto Empírico o quizás una rara edición de Filmer o Hobbes. Por la ilustración del frontispicio parece un diario de viaje. Mala suerte. Retomamos la búsqueda, y tras este último otros tantos libros de teología se apilan ya sobre el suelo de la biblioteca que estamos asaltando. Finalmente, bajamos del anaquel un libro sin grandes motivos eclesiales, ni santos o Padres de la Iglesia en la portada. Por fin un hallazgo para la historia de la filosofía.
…Pero no hay suerte. Una vez más, el libro es otro de esos denostados y aburridos diarios de viajes (o eso parece pensar quien nos acompaña en este allanamiento bibliófilo). Este donoso escrutinio imaginario podría continuar un trecho sin grandes resultados. Pero quizás no tarde mucho más en dar sus frutos, y finalmente vayan apareciendo libros que le restituyan la fe en la definición de diccionario que tenemos del gran filósofo y «empirista» inglés: así, poco a poco irán apareciendo las obras que leyó de Gassendi, Descartes, Bacon, Boyle, etcétera.
Podemos atribuir la decepción inicial al azar, aunque según continuemos vaciando los anaqueles, la sorpresa continúa. Y sin embargo la estadística corrobora nuestra experiencia: de los 3.641 libros censados por los investigadores, Locke «sólo» poseyó 269 que pudiéramos catalogar como filosofía. De hecho, tenía más libros de viajes: 275.
Desde la Edad Media este género había recobrado la popularidad de tiempos de Heródoto o Pausanias, pero también comenzó a labrarse la fama que ha llegado hasta nosotros: libros fantásticos, delirantes, llenos de superstición o, según se mire, un fascinante encanto literario. En uno de los que hemos encontrado en la biblioteca de Locke, la portada reproduce un barco que navega cerca de una costa blanca, bajo unas flores de lis. El título reza: Viaje a los países septentrionales, y está escrito por el Sr. De La Martinière, publicado en París, en 1682. En él «se ven las costumbres, manera de vivir y supersticiones de los noruegos, lapones, kilopes, borandianos, syberianos, samoyedos, zemblianos, islandeses».
Locke podría parecer un «lector omnívoro», que coleccionaba lecturas a las que dedicaba un interés desigual, pero en realidad era voraz y muy selectivo respecto a los libros de viajes[13]. Los utilizaba como material valioso de investigación y referencia. En el libro de Martinière se narraba, entre otras, la historia de un capitán de barco que en tierras finesas había comprado una cuerda anudada por un «nigromante» local[14]. Cuando el capitán desató los dos primeros nudos, el navío pudo viajar tranquilo, impulsado por vientos favorables. Sin embargo, al desatar el tercer nudo, tormentas y oleajes inusitados hicieron peligrar la travesía. Por supuesto, esta era para el autor del libro una de tantas «supersticiones» que poblaban la mente del capitán y la población escandinava: el suceso, por supuesto, no se debía al poder mágico del nigromante, sino al «castigo divino» por creer semejantes patrañas heréticas. Un castigo del «científico» y «escéptico» Dios cristiano y protestante, quiérese decir.
La pasión inconfesable de Locke: estas historias le fascinaban. Pero, a diferencia de lo que afirman biógrafos y académicos actuales, el detalle antes citado no tiene por qué confirmar un escepticismo (entendido en sentido contemporáneo) por parte de Locke o sus autores preferidos, sino una distancia respecto a la explicación del otro «salvaje». Es decir, una