Cardenal John Henry Newman

Discursos sobre la fe


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a la vida mundana, apasionada y joven, había entregado su corazón a las criaturas antes de que la gracia de Dios venciera en su alma. Entonces cortó sus largos cabellos, desechó sus ricos vestidos, y de tal modo se transformó en lo que no era, que parecía otra mujer a quienes la conocieron antes y después de su conversión. No quedaba en la penitente rastro alguno de la pecadora, excepto el corazón ardiente, aplicado ahora a Jesucristo. Así ocurrió también al publicano que llegó a ser apóstol y evangelista: un hombre que por afán de una sucia ganancia no vaciló en servir a los paganos y en oprimir a su propio pueblo. Tampoco el resto de los apóstoles estaban hechos de barro mejor que los otros hijos de Adán. Eran por naturaleza vulgares, sensuales e ignorantes. Dejados a sí mismos, se habrían movido por la tierra como los animales, se habrían mirado solamente en el polvo y alimentado con él, si la gracia de Dios no hubiera venido a sus vidas y levantado sus ojos al cielo después de haberles colocado derechos sobre sus pies. Igual sucedió al culto fariseo que buscó a Jesús de noche, celoso de su reputación y confiado en su ciencia. Pero llegó por fin el tiempo cuando, huidos los discípulos, se dispuso a embalsamar el cuerpo abandonado de Aquel a quien no se atrevió a confesar en vida. Veis que fue la gracia la que venció en María de Magdala, en Mateo y en Nicodemo. La gracia divina vino a la naturaleza corrompida, y dominó la impureza de la joven mujer, la codicia del publicano y el respeto humano del fariseo.

      AGUSTÍN

      Permitidme hablaros de otra señalada conquista de la gracia divina en edad tardía, y apreciaréis cómo hace Dios un confesor, un santo y doctor de su Iglesia a partir del pecado y la herejía juntos. No bastaba que el padre de las escuelas cristianas de Occidente, autor de mil obras y campeón de la gracia fuera un pobre esclavo de la carne, sino que era también víctima de un intelecto equivocado. El mismo que por encima de otros iba a exaltar la gracia de Dios experimentó como pocos la impotencia de la naturaleza. Agustín, que no tomaba en serio su alma ni se preguntaba cómo podría limpiarse el pecado, se aplicó a disfrutar de la carne y el mundo mientras le duraban la juventud y la fuerza, aprendió a juzgar sobre todo lo verdadero y lo falso mediante su capricho personal y su fantasía, despreció a la Iglesia católica, que hablaba demasiado de fe y sumisión, hizo de su propia razón la medida de todas las cosas, y se adhirió a una secta pretendidamente filosófica e ilustrada, ocupada en corregir las vulgares nociones católicas sobre Dios, Cristo, el pecado y el camino de la salvación. En esta secta permaneció varios años, pero lo que aprendió no le satisfizo. Le agradó por un tiempo, hasta que descubrió estar recibiendo alimento que no nutría. Tenía hambre y sed de algo más sustancial, aunque desconocía qué podría ser. Se despreciaba a sí mismo por ser esclavo de la carne, a la vez que comprobaba con amargura que su religión no podía socorrerle. Descubrió entonces que no había encontrado la verdad y se preguntaba dónde la hallaría y quién le llevaría hasta ella.

      ¿Verdad que este hombre se encontraba mejor equipado que cualquier otro para persuadir a sus hermanos, como él mismo había sido persuadido, y predicar la doctrina que antes había despreciado?

      No es que el pecado sea mejor que la obediencia, o el pecador sea mejor que el justo. Pero Dios, en su misericordia, usa el pecado contra el pecado mismo, y convierte las faltas pasadas en un beneficio presente; mientras borra el pecado y debilita su poder, lo deja en el penitente de modo que este, conocedor de sus artimañas, sepa atacarlo con eficacia cuando lo descubre en otros hombres; mientras Dios con su gracia limpia el alma como si nunca se hubiera manchado, le concede una ternura y compasión hacia los demás pecadores y una experiencia sobre cómo ayudarlos, mayores que si nunca hubiera pecado; finalmente, en esos casos extraordinarios a los que me he referido, nos presenta, para nuestra instrucción y consuelo, lo que puede obrar en favor del hombre más culpable que acuda sinceramente a Él en busca de perdón y remedio. La magnanimidad y el poder de la gracia divina no conocen límite. El hecho de sentir dolor por nuestros pecados y suplicar el perdón de Dios es como una señal presente en nuestros corazones de que Él nos concederá los dones que le pedimos. En su poder está hacer lo que desee en el espíritu del hombre, porque es infinitamente más poderoso que el malvado espíritu al que se ha vendido el pecador, y puede expulsarle del alma.

      UNA INVITACIÓN A LA ESPERANZA

      Aunque vuestra conciencia os acuse, el Señor puede absolveros. Hayáis pecado poco o mucho, Él tiene poder para dejaros tan limpios y aceptables a su presencia como si nunca le hubierais ofendido. Él destruirá paulatinamente vuestros hábitos pecadores y en un momento os restituirá su favor. Tan grande es la eficacia del Sacramento de la Penitencia que puede purificar todas vuestras faltas, sean cuales fueren. Para el Señor es igual de sencillo lavar los muchos pecados como los pocos.

      ¿Recordáis la historia de la curación de Naamán el Sirio por el profeta Elíseo? Tenía aquel una terrible e incurable enfermedad, la lepra, una costra blancuzca sobre la piel, que hacía repugnante a la persona y era símbolo de lo odioso que es el pecado. El profeta le ordenó bañarse en el río Jordán, y la enfermedad desapareció. «Su carne —dice el escritor sagrado— se tomó como la carne de un niño» (cfr. II Reg V, 14). Aquí tenemos no solamente una representación del pecado, sino también de la gracia. La gracia puede rehacer el pasado, puede obrar lo imposible. No hay pecador —ni siquiera el más recalcitrante— que no pueda convertirse en un santo. No hay santo que no haya sido, o pudiera haber sido, un gran pecador. La gracia —solo la gracia— vence a la naturaleza.

      No todos los hombres buenos son santos, ni todas las personas que se convierten alcanzan santidad. No afirmo que si os volvéis a Dios vais a lograr la misma altura de entrega conseguida por los grandes santos. Digo, sin embargo, que incluso los santos no son por naturaleza mejores que vosotros, y que, por supuesto, los sacerdotes no son por naturaleza mejores que los fieles a quienes deben convertir y santificar. Que no seamos distintos a los demás supone una especial misericordia de Dios hacia los hombres. Es solicitud divina la que nos hace a nosotros, que somos hermanos vuestros, ministros de reconciliación.

      El mundo no lo entiende. No es que no comprenda claramente que sentimos por naturaleza pasiones análogas a las de cualquiera; pero es ciego para apreciar que, iguales por naturaleza, somos diferentes por la gracia. Los hombres de mundo conocen la fuerza de lo natural; nada saben, en cambio, nada creen sobre el poder de la gracia. Y como no poseen experiencia de energía alguna capaz de superar la naturaleza, piensan que tal energía no existe, que, en consecuencia, todo hombre, sacerdote o no, permanece hasta el final de su vida tal como la naturaleza lo ha hecho, y no aceptan que pueda vivir vida sobrenatural.

      Sin embargo, no solo el sacerdote,