Cardenal John Henry Newman

Discursos sobre la fe


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un alma condenada! ¿Separado yo para siempre de la esperanza y de la paz? ¡El Juez no se refería a mí! ¡Ha habido un error! ¡Cristo Salvador, alarga tu mano, permite un instante de explicación! Mi nombre es Dimas, soy Dimas, no soy Judas, Nicolás o Alejandro. ¿Condenado ¡sin remedio? ¡No puede ser!». La pobre alma lucha, y se agita en poder del demonio que le sujeta y cuyo contacto es ya un tormento. Grita en agonía y con ira, como si la misma intensidad del dolor fuera una prueba de su injusticia. «No lo soporto. Detente, horrible ser; soy un hombre, no me parezco a ti; no sirvo para tu alimento o tu diversión; no he estado nunca, como tú, en el infierno, ni he olido a fuego. Conozco lo que son sentimientos humanos; he aprendido religión, he tenido una conciencia, poseo un espíritu cultivado, soy un hombre versado en la ciencia, el arte y la literatura, sé apreciar la belleza, soy filósofo, poeta, conocedor de hombres, soy un héroe, un estadista, un orador, un hombre lleno de ingenio. Más aún, soy católico, no un protestante irredento. He recibido la gracia del Redentor y los sacramentos durante años. Soy católico desde niño, soy hijo de mártires...».

      LO IMPERECEDERO Y LA MISERICORDIA DIVINA

      ¡Pobre alma! Mientras lucha de este modo contra el destino y los compañeros que ha elegido, su nombre es quizás alabado solemnemente y su memoria exaltada entre sus amigos. Su elocuencia, mente preclara, sagacidad, sabiduría, no se olvidan. Se le menciona de vez en cuando, se le cita como autoridad, se repiten sus palabras, se le erige incluso un monumento, o se escribe su biografía. ¿De qué le sirve? Su alma está perdida.

      ¡Vanidad de vanidades y miseria de miserias! Los hombres no nos escucharán ni creerán nuestras palabras. Somos pocos en número, y ellos una multitud, y los muchos no dan crédito a los pocos. Miles de hombres mueren diariamente, y despiertan ante la ira eterna de Dios; vuelven la mirada a los días terrenos y los estiman escasos y malos; desprecian los mismos razonamientos en que una vez confiaron y que han sido rectificados por los hechos; maldicen el descuido que les hizo retrasar el arrepentimiento; han caído bajo la justicia de Aquel cuya misericordia abusaron; sus amigos actúan como ellos y pronto les acompañarán.

      La nueva generación es tan presuntuosa como la anterior. El padre no creía que Dios pudiera castigar, y el hijo tampoco lo cree. El padre se indignaba cuando oía hablar del dolor eterno, y el hijo rechina los dientes y sonríe despectivo ante observaciones análogas. El mundo hablaba bien de sí mismo hace treinta años y continuará igual dentro de otros treinta. Así es como este vasto caudal de la vida avanza de edad en edad. Millones de hombres trivializan el amor de Dios, tientan su justicia, y como la piara de cerdos, caen de cabeza por el precipicio. ¡Oh Dios Todopoderoso, Dios de Amor! ¡Es demasiado! La miseria del hombre extendida delante de sus ojos divinos rompió el corazón de tu dulce Hijo Jesús. Él murió a causa de ella, a la vez que por ella. También nosotros, según nuestra medida, sentimos que los ojos sufren, el corazón se duele, la cabeza gira, cuando la contemplamos débilmente. ¿Cuándo querrás terminar, suavísimo corazón de Jesús, este peso siempre creciente de pecado y perdición? ¿Cuándo sepultarás al demonio en su infierno, y cerrarás la boca del abismo, para que tus elegidos puedan alegrarse en Ti y no haya quien perezca en su loca desobediencia?

      1 El término razón se toma aquí en sentido muy amplio, y engloba también la conciencia, es decir, el sentido del hombre para lo ético y lo religioso, que le permite distinguir entre el bien y el mal. Más adelante, razón y conciencia se mencionan ya separadamente, como es habitual en Newman.

      2 Newman aplica las nociones tomistas de la gracia suficiente y la gracia eficaz. El Concilio de Trento las tiene en cuenta cuando enseña que el hombre puede resistir la gracia de Dios (cfr. DS 155t).

      3 Muchas de las severas consideraciones contenidas en esta Conferencia están influidas directamente —como el autor afirma en carta a W. Faber— por la lectura del Sermón de S. Alfonso María de Ligorio en el primer domingo de Cuaresma, sobre el texto «No tentarás al Señor tu Dios» (cfr. Letters, XIII, 341).

      La siguiente Conferencia —redactada en estudiado contraste con esta segunda— respira optimismo, y trata de sugerir al lector la suavidad y el consuelo del perdón de Dios conseguido por la penitencia.

      DISCURSO TERCERO

      LOS SACERDOTES DEL EVANGELIO, HOMBRES

      LA DIGNIDAD DE DIOS

      Cuando Jesucristo, el gran predicador y misionero, entró en el mundo lo hizo de manera santa y dignísima. Aunque se manifestó humilde y vino para sufrir, aunque nació en un establo y yació en un pesebre, fue concebido, sin embargo, en el vientre de una Madre inmaculada y en su forma de niño brilló con magnífica luz. La santidad distinguió todo trazo de su carácter y toda circunstancia de su misión. Gabriel anunció su Encarnación; una Virgen lo concibió, llevó en su seno y alimentó; su padre ante los hombres fue el puro y santo José; ángeles anunciaron su nacimiento; una estrella luminosa extendió la nueva entre los paganos; el austero Bautista caminó delante de Él; y una turba de arrepentidos penitentes, limpios por la gracia, le seguía a todas partes. Igual que el sol brilla en el cielo a través de las nubes y se refleja sobre el paisaje, así el eterno Sol de justicia, elevado sobre la tierra, convirtió la noche en día e hizo todo nuevo mediante su luz.

      Vino el Señor y se fue; y como su propósito era establecer en el mundo una definitiva economía de gracia, dejó tras de sí predicadores y maestros en lugar suyo. Diréis, hermanos míos, que si todo en torno a Él fue tan espléndido y glorioso, sus siervos, representantes y ministros en su ausencia habrán de ser como Él. Si Él no tuvo pecado, tampoco ellos deberán tenerlo; si Él es Hijo de Dios, ellos serán, por lo menos, ángeles.

      Solamente ángeles, podríais pensar, pueden desempeñar tan alto ministerio; solo los ángeles parecen aptos para anunciar el nacimiento, los dolores y la muerte de Dios. Tendrían ciertamente que cubrir su esplendor, igual que Jesucristo, su Señor y Maestro, ocultó su divinidad; tendrían que venir, como ocurre a veces en el Antiguo Testamento, en apariencia de hombres. Pero en cualquier caso, parece a simple vista que no pueden ser criaturas humanas quienes prediquen el Evangelio eterno y dispensen los misterios divinos. Si se trata de ofrecer el sacrificio que el Señor ofreció, continuarlo, repetirlo y aplicarlo; si ha de tomarse entre las manos la Sagrada Víctima; si hay que atar y desa­tar, bendecir y censurar, recibir las confesiones del pueblo cristiano y absolverle de sus pecados; si hay que enseñar los caminos de la verdad y de la paz, únicamente un habitante del cielo puede desempeñar el encargo.

      EL SACERDOCIO CRISTIANO

      Y sin embargo, hermanos míos, Dios ha enviado para el ministerio de la reconciliación no ángeles sino hombres. Ha enviado a vuestros hermanos, no a seres de naturaleza desconocida y vida diferente; ha enviado para predicadores a seres de carne y hueso como vosotros. «Varones de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?» (cfr. Act I, 11). He aquí el estilo imponente que usan los ángeles para dirigirse a hombres, aunque se trate de apóstoles. Es el tono de quienes nunca han pecado y hablan desde su altura a seres pecadores. Pero no es el de aquellos que han sido enviados por Cristo. Él ha elegido a vuestros hermanos y a nadie más, a hijos de Adán, iguales a vosotros en la naturaleza y distintos solo por la gracia; hombres expuestos a las mismas tentaciones y a la misma lucha interior y exterior; que combaten a idénticos enemigos, como son el mundo, el demonio y la carne, y sienten con idéntico corazón, humano y débil, solo diferente en que Dios lo ha cambiado y lo gobierna.

      Así es. No somos ángeles del cielo que se dirigen a vosotros. Somos hombres a quienes la gracia, y solo la gracia, ha concedido