en el infierno» (Lc XVI, 22).
Esta es la historia de un hombre en estado de naturaleza, en estado de indigencia espiritual, para quien el Evangelio nunca fue una realidad, en quien la buena semilla nunca echó raíces y el auxilio divino se dispensó en vano. Esta es su triste crónica. Pero he hablado solo de un hombre, y sin embargo, queridos hermanos, es la historia de miles: es de una forma u otra el caso de todos los hombres mundanos. «Apenas nacidos —dice la Sabiduría— dejaron de existir, y no pueden mostrar signo alguno de virtud, y se consumen en su maldad» (Sap V, 13). Pueden ser ricos o pobres, cultos o ignorantes, refinados o zafios, decentes exteriormente o de vida escandalosa, pero en el fondo son todos iguales. No tienen fe, no tienen amor. Son impuros y orgullosos. Se muestran muy de acuerdo unos con otros, tanto en opiniones como en conducta. Advierten este acuerdo mutuo y lo consideran una prueba de que su conducta es correcta y sus opiniones verdaderas. Como el árbol, así es el fruto. No es de extrañar que exista en todos el mismo fruto, si procede de la misma raíz, de una naturaleza no regenerada e inmunda[12]. Ellos, en cambio, lo consideran bueno y saludable, porque ha madurado en muchos, y expulsan como odiosa e insoportable la doctrina pura de la Revelación, tan severa con ellos. Nadie ama las malas noticias, nadie recibe alegre lo que le condena. El mundo calumnia a la Verdad en defensa propia, porque la Verdad le denuncia.
EL APOSTOLADO, ASPECTO BÁSICO DE LA VIDA CRISTIANA
Si estas cosas son como digo, y si nosotros, católicos, creemos que son así, si las creemos tan firmemente que nos haría felices morir antes que dudarlas, no es extraño ni exige una explicación complicada que vengamos a una población como esta, a un lugar donde el error religioso y la corrupción que lo acompaña imperan; a una población que ciertamente no es peor que el resto del mundo, pero tampoco mejor. No es mejor porque no posee el don de la verdad católica; no es más pura porque no posee el don de la gracia, único capaz de destruir la impureza; es una población pecadora, entregada a satisfacciones ilícitas, cargada de faltas, y expuesta a eterna ruina, porque no ha sido bendecida con la presencia del Verbo Encarnado, que difunde suavidad, tranquilidad y pureza en el corazón. ¿Es de admirar que comencemos a predicar a unos hombres por los que Cristo ha muerto y tratemos de convertirlos a Él y a su Iglesia? ¿Hacen falta más razones? ¿Es necesario atribuir motivos humanos a una conducta tan lógica en quienes aceptan el anuncio y los requerimientos del Evangelio? Si estamos convencidos de que el Redentor ha derramado su Sangre por todos los hombres, es una consecuencia normal que nosotros, sus siervos, hermanos y sacerdotes, no queramos que esa Sangre se derrame inútilmente, se malgaste, por así decirlo, respecto a vosotros, y busquemos haceros partícipes de los beneficios que nosotros mismos hemos recibido. No es razonable que se nos llame vanidosos, inquietos, ávidos de influencia, resentidos, parciales o nombres parecidos, cuando a la vista está el motivo mucho más poderoso y decisivo que explica nuestro celo. ¿Existe mayor incentivo para predicar que la creencia firme de que se anuncia la verdad? ¿Hay algo que impulse a convertir las almas como la conciencia del pecado y del peligro eterno en que viven? Nada persuade tanto a urgir a los hombres su entrada en la Iglesia como la convicción de que la Iglesia es el medio normal que Dios emplea para salvar a los iniciados por el mundo en el pecado y la incredulidad[13]. Admitid solamente que creemos lo que profesamos —lo cual no es mucho pedir, pues nada hemos hecho para merecer desconfianza— y entenderéis sin dificultad nuestro propósito. Venimos porque creemos que solo hay un camino de salvación señalado desde un principio, y que no vais por ese camino. Venimos como ministros de la gracia extraordinaria de Dios que necesitáis. Venimos porque hemos recibido un gran don divino, y deseamos que participéis de nuestra alegría, pues está escrito: «Gratis lo recibisteis, gratis dadlo» (cfr. Mt X, 8); y porque no nos atrevemos a esconder en un paño las misericordias de Dios, que se nos han concedido no solo por nosotros, sino para el beneficio de los demás.
Este celo, aunque pobre y débil en nuestras personas, ha sido la vida de la Iglesia y el aliento de sus predicadores y misioneros en todas las épocas. Fue el sagrado fuego que trajo del cielo al Señor y que Él deseaba comunicar con esfuerzo a quienes le rodeaban. «He venido a traer fuego sobre la tierra —exclama— y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (cfr. Lc XII, 49). Este fue también el sentimiento del gran apóstol a quien su Señor se apareció para trasmitirle idéntico fervor. «Te envío a los gentiles —le dice en su conversión— para que abras sus ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás a Dios». Y consecuentemente comienza enseguida a predicarles que deben arrepentirse y volverse a Dios con frutos dignos de penitencia, pues dice: «La caridad de Cristo le urge», y «se ha hecho todo para todos, con el fin de salvar a todos», y que «soporta cualquier cosa a causa de los elegidos, para que obtengan la salvación que está en Cristo Jesús y la gloria eterna».
Esta fue la llama que ardía dentro de los predicadores a quienes los ingleses debemos el cristianismo. ¿Qué otra cosa les trajo desde Roma a una isla lejana y a un pueblo bárbaro, entre temores y sufrimientos innumerables, sino el deseo incontenible y soberano de salvar al que perecía y unir los miembros y esclavos del maligno al cuerpo de Cristo? Este ha sido el secreto de la propagación de la Iglesia desde el principio, y lo será hasta el final. Esta es la razón por la que la Iglesia, con la gracia de Dios y ante la sorpresa mundana, convierte las naciones y hace lo que ninguna secta puede imitar. Esta es la razón por la que misioneros católicos se mezclan generosamente entre fieros indígenas y se exponen a los más crueles tormentos, conocedores del valor de un alma, conscientes del mundo futuro y amantes de sus hermanos.
Nosotros, hermanos míos, no somos dignos de que nuestro nombre se mencione junto al de evangelistas, santos y mártires. Venimos en un tiempo pacífico, en un momento social tranquilo, recomendados por el discreto sobrecogimiento y la reverencia que, digan lo que digan, la mayoría de los ingleses siente por la religión de sus padres, que ha dejado en esta tierra tantas huellas de su antigua influencia. No exige gran celo en nosotros ni gran caridad interpelaros sin riesgo alguno e invitaros a dejar un camino de muerte para ser salvos. No exige nada grande, heroico o santo. Exige únicamente convicción —y esta no nos falta— de que la religión católica ha sido dispensada por Dios para la salvación de los hombres, y que las demás religiones no son otra cosa que imitaciones. Exige simplemente fe, intención recta, corazón honrado y un mensaje claro. Venimos en nombre de Dios. Pedimos solo que se nos oiga, que juzguéis por vosotros mismos si hablamos o no las palabras de Dios. Esto no es pedir demasiado, aunque es bastante más de lo que la mayoría de los hombres suele conceder, porque no se atreve a escucharnos y se muestra impaciente a causa de prejuicios o por temor a conseguir certezas y convicciones. Hay muchos, en efecto, que tienen buenas razones para prestarnos atención, que debían albergar una cierta confianza en nosotros, y que, sin embargo, cierran los oídos, se apartan, y prefieren aventurarse en la eternidad sin escuchar lo que venimos a decirles. ¡Qué tremendo! Pero vosotros no sois, no podéis ser como ellos. No solicitamos vuestra confianza, porque aún no nos conocéis. No pedimos que aceptéis sin más nuestras palabras. Os invitamos simplemente a considerar, primero, que tenéis almas que salvar, y, en segundo término, a juzgar por vosotros mismos si, de haber revelado Dios una religión para redimiros, esa religión puede ser otra que la fe que os predicamos.
1 Este sermón se pronunció muy probablemente el 2 de febrero de 1849, en la misa celebrada por Ambrose St. John, al inaugurarse el Oratorio de Birmingham (cfr. Letters and Diaries of John H. Newman, XIII, 22). Los oratorianos se habían instalado en Birmingham el 26 de enero.
2 La noción de mundo es aquí el conjunto de fuerzas que se oponen en la tierra al Reino de Dios y al arraigo de la gracia en el alma del hombre. Es una noción tradicional que arranca de san Juan, y que Newman, situado en pleno siglo XIX, usa preferentemente. A esta visión del mundo como enemigo del hombre corresponde el adjetivo mundano.
En las concepciones cristianas coexiste con una noción positiva, según la cual el mundo es una realidad buena, creada por Dios, rescatada por Cristo, y que los cristianos deben santificar y enderezar a su fin último.
Esta noción positiva se destaca más que la primera en la teología y espiritualidad de la Iglesia a partir de tiempos recientes, que han visto un amplio