Cardenal John Henry Newman

Discursos sobre la fe


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en el infierno» (Lc XVI, 22).

      EL APOSTOLADO, ASPECTO BÁSICO DE LA VIDA CRISTIANA

      Este celo, aunque pobre y débil en nuestras personas, ha sido la vida de la Iglesia y el aliento de sus predicadores y misioneros en todas las épocas. Fue el sagrado fuego que trajo del cielo al Señor y que Él deseaba comunicar con esfuerzo a quienes le rodeaban. «He venido a traer fuego sobre la tierra —exclama— y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (cfr. Lc XII, 49). Este fue también el sentimiento del gran apóstol a quien su Señor se apareció para trasmitirle idéntico fervor. «Te envío a los gentiles —le dice en su conversión— para que abras sus ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás a Dios». Y consecuentemente comienza enseguida a predicarles que deben arrepentirse y volverse a Dios con frutos dignos de penitencia, pues dice: «La caridad de Cristo le urge», y «se ha hecho todo para todos, con el fin de salvar a todos», y que «soporta cualquier cosa a causa de los elegidos, para que obtengan la salvación que está en Cristo Jesús y la gloria eterna».

      Esta fue la llama que ardía dentro de los predicadores a quienes los ingleses debemos el cristianismo. ¿Qué otra cosa les trajo desde Roma a una isla lejana y a un pueblo bárbaro, entre temores y sufrimientos innumerables, sino el deseo incontenible y soberano de salvar al que perecía y unir los miembros y esclavos del maligno al cuerpo de Cristo? Este ha sido el secreto de la propagación de la Iglesia desde el principio, y lo será hasta el final. Esta es la razón por la que la Iglesia, con la gracia de Dios y ante la sorpresa mundana, convierte las naciones y hace lo que ninguna secta puede imitar. Esta es la razón por la que misioneros católicos se mezclan generosamente entre fieros indígenas y se exponen a los más crueles tormentos, conocedores del valor de un alma, conscientes del mundo futuro y amantes de sus hermanos.

      Nosotros, hermanos míos, no somos dignos de que nuestro nombre se mencione junto al de evangelistas, santos y mártires. Venimos en un tiempo pacífico, en un momento social tranquilo, recomendados por el discreto sobrecogimiento y la reverencia que, digan lo que digan, la mayoría de los ingleses siente por la religión de sus padres, que ha dejado en esta tierra tantas huellas de su antigua influencia. No exige gran celo en nosotros ni gran caridad interpelaros sin riesgo alguno e invitaros a dejar un camino de muerte para ser salvos. No exige nada grande, heroico o santo. Exige únicamente convicción —y esta no nos falta— de que la religión católica ha sido dispensada por Dios para la salvación de los hombres, y que las demás religiones no son otra cosa que imitaciones. Exige simplemente fe, intención recta, corazón honrado y un mensaje claro. Venimos en nombre de Dios. Pedimos solo que se nos oiga, que juzguéis por vosotros mismos si hablamos o no las palabras de Dios. Esto no es pedir demasiado, aunque es bastante más de lo que la mayoría de los hombres suele conceder, porque no se atreve a escucharnos y se muestra impaciente a causa de prejuicios o por temor a conseguir certezas y convicciones. Hay muchos, en efecto, que tienen buenas razones para prestarnos atención, que debían albergar una cierta confianza en nosotros, y que, sin embargo, cierran los oídos, se apartan, y prefieren aventurarse en la eternidad sin escuchar lo que venimos a decirles. ¡Qué tremendo! Pero vosotros no sois, no podéis ser como ellos. No solicitamos vuestra confianza, porque aún no nos conocéis. No pedimos que aceptéis sin más nuestras palabras. Os invitamos simplemente a considerar, primero, que tenéis almas que salvar, y, en segundo término, a juzgar por vosotros mismos si, de haber revelado Dios una religión para redimiros, esa religión puede ser otra que la fe que os predicamos.

      1 Este sermón se pronunció muy probablemente el 2 de febrero de 1849, en la misa celebrada por Ambrose St. John, al inaugurarse el Oratorio de Birmingham (cfr. Letters and Diaries of John H. Newman, XIII, 22). Los oratorianos se habían instalado en Birmingham el 26 de enero.

      2 La noción de mundo es aquí el conjunto de fuerzas que se oponen en la tierra al Reino de Dios y al arraigo de la gracia en el alma del hombre. Es una noción tradicional que arranca de san Juan, y que Newman, situado en pleno siglo XIX, usa preferentemente. A esta visión del mundo como enemigo del hombre corresponde el adjetivo mundano.

      En las concepciones cristianas coexiste con una noción positiva, según la cual el mundo es una realidad buena, creada por Dios, rescatada por Cristo, y que los cristianos deben santificar y enderezar a su fin último.

      Esta noción positiva se destaca más que la primera en la teología y espiritualidad de la Iglesia a partir de tiempos recientes, que han visto un amplio