Cardenal John Henry Newman

Discursos sobre la fe


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arrastraba consigo los presagios del mal y seguiría con probabilidad el curso de toda carne. Ha llegado el tiempo; los presagios se cumplen, y el hombre joven se aleja de Dios libremente. El fruto prohibido ha sido por fin devorado; el objeto pecaminoso se ha consumido con fruición; las puertas del infierno le han atrapado silenciosamente[9] y no se ha dado cuenta; no tiene ojos para las llamas, pero los habitantes infernales le observan; no sabe que su sitio está dispuesto. A menos que su Creador intervenga de alguna manera extraordinaria está perdido.

      AMENAZA DE CORRUPCIÓN INTERIOR

      Su mente, sin embargo, no controla su propio crecimiento, porque él se ha hecho esclavo de sus debilidades. El intelecto se despierta, el tiempo avanza, nuestro joven aprende cosas, posee quizás habilidades, y otros le enseñan a desarrollarlas. Sus modales son atractivos, él es alegre y jovial, como suelen ser los adolescentes. Paso a paso se le educa para la vida, forma sus juicios, escoge sus principios y se moldea un determinado carácter. Este carácter puede ser más o menos bondadoso, puede encerrar poco o mucho de virtud natural; pero todo esto no importa demasiado, porque el mal está dentro, existe e irá a más. El enemigo de su alma anda suelto en torno a él. Durante un tiempo siguió con algunas de sus oraciones, pero ya las ha abandonado. Eran una formalidad y no tenía ganas de rezarlas. ¿Por qué había de continuar con ellas? ¿Para qué servían? ¿Acaso estaba obligado a mantenerlas? Así razona. Ha actuado según su razonamiento e interrumpido las oraciones. Quizás fue esta su primera falta, la falta grave inicial que le arrancó la gracia: un acto de incredulidad en la eficacia de la oración. Siendo todavía un niño se negó a rezar, con el pretexto de que era demasiado mayor para hacerlo y que sus padres tampoco rezaban. Abandonó la oración, y el tentador entró en su alma, tomó posesión de él, se instaló cómodamente como en casa propia y vivió en su corazón sin ser molestado.

      ¡Pobre niño! Cada día añade nuevas ofensas a su cuenta. Los requerimientos de la gracia consiguen un efecto cada vez menor. Respira el aire del mal y se corrompe día tras día más fatalmente. Ha prescindido del pensamiento de Dios y se ha colocado a sí mismo en lugar del Altísimo. Ha rechazado las costumbres religiosas que ve en torno suyo, y elegido en cambio, como guía de la vida, las tradiciones mundanas, más afines con su carácter. Está seguro de sus puntos de vista y no sospecha que el mal le acompaña. Sabe ya burlarse de los hombres prudentes y de las cosas serias, aprende enseguida las historias que circulan contra ellos, y habla con aplomo de aquello que es incapaz de juzgar o conocer. Cuanto menos cree en la doctrina cristiana, más sabio se estima a sí mismo. Si su buen talante natural le impide hablar con animosidad, se une, sin embargo, por descuido o imitación, al escarnio de cosas y personas sagradas. Es agudo, diligente e ingenioso, y emplea sin darse mucha cuenta estas cualidades en la causa del mal. Alienta una secreta antipatía hacia las verdades y actividades religiosas, así como una repulsión inconsciente, que no conseguiría explicar si alguna vez lo intentara. Así le ocurrió a Caín, primogénito de Adán, que asesinó a su hermano sencillamente porque las obras de este eran buenas. Así les ocurrió a aquellos desgraciados niños de Bethel, que insultaron al profeta Elíseo. Cualquier cosa sirve, en efecto, al propósito ridiculizador y ofensivo del hombre de mundo, que se irrita siempre por la presencia de la religión.

      EL PELIGRO DE LAS APARIENCIAS

      Podría continuar y referirme a la perversión, todavía más repulsiva y oculta, que crece y se propaga en este joven, a medida que pasa el tiempo y la vida se abre ante él. ¿Quién logrará explorar lo profundo de ese mal cuya retribución es la muerte? ¡Qué tremenda visión la de este mundo caído, atractivo y hermoso por fuera, razonable en sus afirmaciones, vergonzoso y ocultador de sus faltas, y, sin embargo, una masa de corrupción bajo la superficie! Se avergüenza de sus pecados y, sin embargo, no se confiesa a sí mismo que lo son, sino que los defiende cuando la conciencia censura, y quizás afirma con audacia que si todo impulso es permisible en sí, debe ser siempre bueno en un individuo; es más, que la autosatisfacción se justifica a sí misma, y que la tentación es voz de Dios.

      Su trayectoria terrena continúa. El joven se ha convertido en hombre. Tiene ya una profesión o un oficio. Trabaja con éxito, se casa, como su padre hizo antes que él. Desempeña su papel en la escena de la vida mortal; las relaciones aumentan con los años; alcanza una estimable reputación y ejerce influencia en la esfera social donde se mueve: la reputación e influencia de un hombre sensible, prudente y sagaz. Los hijos crecen junto a él, la madurez pasa y su estrella comienza a declinar. En la balanza y medida del mundo, ha llegado a una edad respetada y venerable, ha sido un hombre de mundo y este le muestra reconocimiento y tributa alabanzas. ¿Pero qué es él en la balanza del cielo? ¿Cuál es el juicio divino sobre su vida? ¿Qué decir de su alma? ¿Su alma? ¡Ah! Es algo que tenía olvidado. Había olvidado que poseía un alma, y sin embargo el alma está desde el principio al final a la vista de su Hacedor. Posuisti saeculum nostrum in illuminatione vultus Tui (cfr. Ps LXXXIX, 9): «Has colocado nuestra vida bajo la luz de Tu rostro». ¡Qué pena! El mundo no sabe nada sobre su alma; se despreocupa de ella; no la reconoce; solamente ve en él un intelecto dentro de un cuerpo mortal; le importa el hombre mientras está aquí, y se olvida de él cuando marcha hacia allá. Y a pesar de todo ha llegado el momento en que debe abandonar el aquí para situarse allí, y desaparece de la vista, envuelto por las sombras de aquel mundo invisible, acerca del cual el mundo visible es tan escéptico.

      LA HORA DE LA VERDAD

      La hora inevitable ha llegado, y muere. Muere apaciblemente. Sus amigos están consolados. Dan gracias a Dios, que lo tomó consigo y libró de las penas de la vida y los dolores de la enfermedad. «Un buen padre», dicen, «un excelente vecino», «un hombre sinceramente lamentado en su muerte por innumerables amigos». Quizás añadan que «murió firmemente confiado en la misericordia de Dios». Pero no saben que hubiera necesitado algo que está más allá de la misericordia divina: necesitaba de un atributo que es incompatible con la perfección última, que no se encuentra, que no puede encontrarse, en el Dios de suma gloria y de suma santidad. «Confiado» iría sin duda, «en las promesas del Evangelio», que sin embargo, nunca fueron suyas o perdió muy pronto.

      Pasa el tiempo, y de vez en cuando se le dedica algún comentario respetuoso o tierno. Pero mientras tanto —a pesar de este mundo falso,