ciego a la única razón que nos mueve, y se cansa de buscar en sus catálogos y registros alguna descripción que nos cuadre; se detiene disgustado, luego de hacer muchas conjeturas, y nos deja de lado como fenómeno inexplicable, o nos odia como a gente misteriosa e intrigante.
Hermanos míos, nosotros tenemos miras escondidas —es decir, ocultas por desgracia a los hombres de mundo: ocultas a los políticos, los esclavos del dinero, los ambiciosos, los avarientos, egoístas y voluptuosos—. Porque la religión misma, como su divino autor y maestro, es ya algo escondido a los ojos profanos, y como no la conocen no pueden usarla como clave para interpretar la conducta de los hombres en quienes influye. No saben nada de las ideas y motivaciones que la religión ofrece a los que la reciben y hacen suya. No entran en semejantes cosas ni advierten su sentido, ni siquiera cuando alguien se lo manifiesta; y no creen que un hombre pueda sentirse movido por tales ideas, aunque las profese exteriormente. Son incapaces de ponerse a sí mismos en la situación de un hombre que trata sencillamente, en lo que hace, de agradar a Dios. Son tan estrechos de mente, su contextura espiritual es tan mezquina, que cuando un católico hace profesión de alguna doctrina del Credo —el pecado, el juicio, cielo e infierno, la sangre de Cristo, el poder de los Santos, la intercesión de la Santísima Virgen, o la Presencia Real en la Eucaristía— y dice que estos son objetos reales que inspiran sus pensamientos e impulsan sus acciones durante el día, no pueden aceptar que esté hablando en serio; porque piensan sin duda que esos puntos son precisamente las dificultades que ese católico encuentra para creer y no suponen otra cosa que tentaciones contra su fe, que logra superar con violencia de su razón y pensando en ellas lo menos posible. No imaginan ni de lejos que estas verdades puedan llenar el corazón y ejercer una saludable influencia sobre la vida. No es extraño, por tanto, que la gente sensual e incrédula recele de toda persona a quien no consigue entender, y sea tan enrevesada en sus imputaciones cuando no quiere decidirse a aceptar la explicación más sencilla.
EL DESCUIDO DE LO ESPIRITUAL
Así ha ocurrido desde el principio. Los judíos prefirieron explicar la conducta de nuestro Señor y de su precursor por cualquier motivo excepto el deseo de cumplir la voluntad de Dios. Para los judíos eran ambos, dice Jesús, «como chiquillos que, sentados en la plaza, se gritan unos a otros: os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado lamentos y no habéis llorado» (cfr. Lc VII, 32). Más adelante aclara la razón de este comportamiento: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (cfr. Lc X, 21).
Dejad a los incrédulos que sigan su camino y que digan lo que quieran contra nosotros[5]. Esto no nos impide, sin embargo, decir lo que pensamos, lo que Dios eterno piensa y dice. Tenemos tanto derecho a nuestro juicio sobre el mundo apartado de Dios, como el mundo lo tiene a su opinión sobre nosotros. Y tenemos intención de ejercitar ese derecho, porque mientras sabemos que se nos juzga equivocadamente, poseemos testimonio divino de que nuestro juicio es verdadero. Pues aunque muchos se afanan en atribuir nuestra seriedad a algunas de las razones que les mueven a ellos, escuchadme mientras os muestro —tarea no difícil— que son precisamente nuestro temor y oposición a esos motivos, y la compasión que sentimos por quienes son presa de ellos, lo que nos hace tan activos y fastidiosos, y nos impulsa a instalamos en un barrio desprovisto de atractivos externos pero rebosante de almas.
El mundo, que está lleno de cosas temporales y sensuales, se molesta poco por las almas, su estado ante la mirada de Dios, su pasado y las perspectivas de su futuro. Forma por sí mismo y a su manera su propia visión de la existencia, y vive de ella. Nunca se detiene a considerar si es una visión correcta, ni se le ocurre buscar algún criterio externo o fuente de información que ratifiquen la verdad de sus ideas. Se contenta con dar las cosas por supuestas según la primera apariencia, se olvida de pensar en Dios, vive al día, y —en un sentido malo— «no se preocupa del mañana» (cfr. Mt VI, 34). Lo que ve, gusta y maneja le basta; esto representa el límite de sus aspiraciones y conocimiento; solo lo que convence y funciona le parece respetable; la eficacia es la medida del deber, el poder es la regla de lo justo, y el éxito, la piedra de toque de la verdad[6]. Cree únicamente lo que toca y se muestra escéptico hacia lo que no puede demostrar. Afirma, en consecuencia, que un hombre no necesita hacer demasiado para salvarse; que o bien no ha cometido grandes pecados, o bien será, sin duda alguna, perdonado por haberlos hecho; que puede confiar en la misericordia de Dios respecto a su destino eterno; y que debe rechazar todo autorreproche, queja del pasado, penitencia, mortificación y disciplina, como sentimientos ofensivos hacia la divina misericordia. Esto enseña el mundo, a través de sus sectas y filosofías, sobre nuestra condición en esta vida. ¿Qué nos enseña, en cambio, la Iglesia católica?
LA PERSPECTIVA CRISTIANA DEL HOMBRE
Enseña que originalmente el hombre fue creado a imagen divina, hecho hijo adoptivo de Dios, heredero de la gloria eterna, y partícipe en la tierra de grandes dones y gracias, adelanto de la eternidad. Enseña también que ahora el hombre es un ser caído, que se encuentra bajo la maldición del pecado original y privado de la gracia. Es un hijo de la ira que no puede alcanzar el cielo y está en peligro de perecer. No decimos que esté destinado a la perdición por una ley inexorable[7], porque no perecerá sin desearlo realmente y obrar en consecuencia, y Dios le concede, aun en su estado actual, multitud de inspiraciones y auxilios para conducirle a la fe y a la obediencia. No existe un solo hombre nacido de Adán que no pueda ser salvo, por lo que respecta al necesario auxilio divino. Sin embargo, dados el poder de la tentación, la fuerza de las pasiones, la solidez del egoísmo y la soberanía del orgullo y la pereza en todo hombre, ¿quién se atrevería a afirmar que una determinada persona será capaz de mantenerse obediente a Dios, sin una abundancia de gracias que, por ser desproporcionadas a las exigencias —inexistentes— y a las estrictas necesidades de la humana naturaleza, no puede esperar? Podemos normalmente conjeturar de todo hombre venido a este mundo que, si llega al uso de razón y a pesar de la usual asistencia divina, cometerá pecado y comprometerá la salvación de su alma. No es ligero ni corriente el auxilio por el que el hombre es defendido contra sí mismo. Necesita remedios extraordinarios. ¡He aquí un pensamiento que arroja luz clara sobre el estado presente de las personas! ¡Qué diferente a las ideas que el mundo imagina! ¡Qué penetrante e irresistible ha de ser su influencia en los corazones que lo admitan!
Contemplad más detalladamente la historia de un hombre nacido al mundo y educado según sus criterios, y comprenderéis mejor la idea que quiero llevar a vuestra mente. El niño pasa a través de sus dos, tres, cinco años de inocencia, años benditos porque todavía no puede pecar. Pero llega un día decisivo en el que comienza a apreciar la distinción entre el bien y el mal. El día llega antes o después; la edad varía, pero la fecha en cuestión llega en todo caso. El niño tiene ya la posibilidad, terrible y sobrecogedora, de discernir y juzgar que una acción es mala y, sin embargo, ejecutarla. Posee una nítida noción de que ofenderá a su Creador y Juez si hace esto o aquello; es capaz de evitarlo y libre de escogerlo. Tiene, en una palabra, el poder terrible de cometer un pecado mortal. Aunque es joven, percibe verdaderamente el pecado y puede prestarle auténtico consentimiento, igual que hizo el ángel malo en su caída. Ha llegado el día. Nadie es capaz de asegurar si se concluirá, si discurrirán muchas horas, antes de que haya usado ese poder y perpetrado de hecho lo que no debe hacer, lo que no necesita hacer[8], lo que puede, sin embargo, hacer. ¿Conocemos a alguien que, si hubiera permanecido en su estado de naturaleza, habría empleado adecuadamente todas sus facultades para evitar la culpa y la pena de ofender a Dios? No, hermanos míos. Una ciudad como la nuestra es un pavoroso espectáculo. Recorremos las calles y nos encontramos con innumerables personas que no han recibido el Bautismo. El resto está formado en gran medida por bautizados que han pecado contra la gracia recibida y desde jóvenes se han apartado de la única grey donde se encuentra la salvación. Razón y pecado han caminado juntos desde el principio. ¡Pobre niño! A sus padres parece el mismo. No saben lo que ha ocurrido en él, o quizás si lo supieran no lo juzgarían importante, porque ellos también se hallan en situación parecida. Ellos también, mucho antes de conocerse, habían faltado gravemente, y nunca se reconciliaron con Dios. Así han vivido años, inconscientes de su estado. Un día se casaron, ocasión de alegría para ambos, mas no tanto para los ángeles. Eran ricos