a gritarles: «¿Por qué hacéis esto? Nosotros somos también hombres, de igual condición que vosotros» (cfr. Act XIV, 15). Y a los corintios escribe: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor nuestro, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús. Pues el mismo Dios que dijo: brille la luz del seno de las tinieblas, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo. Pero llevamos este tesoro en vasos de barro» (II Cor IV, 5-7). Más adelante dice asombrosamente de sí mismo: «Para que no me envanezca con la sublimidad de las revelaciones, se me ha dado un aguijón en mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea» (II Cor XII, 7). Estos son, hermanos míos, vuestros predicadores y sacerdotes. No son ángeles, ni santos, ni gente impecable, sino hombres que habrían vivido y muerto en pecado, como cualquiera, a no ser por la gracia de Dios, y que, aunque se preparan por la misericordia divina para entrar en la compañía de los santos, experimentan en la vida presente la enfermedad y la tentación, y alientan la esperanza inmerecida de perseverar hasta el fin.
EX HOMINIBUS ASSUMPTUS
¡Qué extraña anomalía! Todo es perfecto y magnífico en la dispensación que Jesucristo nos ha otorgado, excepto las personas de sus ministros. Él mismo habita en nuestros altares. De entre elementos y formas visibles escoge lo más selecto para representarle y contenerle. El trigo y el vino mejores se convierten en su cuerpo y su sangre. Palabras sagradas y majestuosas acompañan el rito sacrificial; altares y santuarios se adornan digna y espléndidamente; los sacerdotes desarrollan su función vestidos con ornamentos adecuados, y elevan a Dios un corazón limpio y unas manos santas. Y, sin embargo, esos sacerdotes, distinguidos del resto de sus hermanos, consagrados mediante un sacramento y ceñidos con el cingulo del celibato, son también hijos de Adán, son pecadores, poseen una naturaleza caída que no han abandonado al ser regenerados por la gracia. Hasta el punto de que en la definición de sacerdote se menciona los pecados propios por los que también ofrece su sacrificio. «Todo sacerdote —dice el apóstol— es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, puesto que él está también envuelto en flaqueza. Y por lo tanto debe ofrecer por los pecados suyos igual que por los del pueblo» (cfr. Hebr V, 1-3).
Por esta razón, cuando en la Misa ofrece la Hostia antes de la consagración, dice: Suscipe Sancte Pater, Omnipotens, Aeterne Deus...: «Acepta, Padre Santo, Omnipotente y Eterno Dios, esta inmaculada hostia, que yo, indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, Dios vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias, por aquellos que me acompañan, y por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos»[1].
Todo esto resulta llamativo en sí mismo, pero no debe sorprender si consideramos que ha sido dispuesto así por un Dios misericordioso en grado sumo. No resulta extraño en Dios, y el apóstol explica por qué en el pasaje citado más arriba. Los sacerdotes de la nueva ley son hombres, a fin de que puedan «sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, puesto que ellos están también envueltos en flaqueza». Si vuestros hermanos sacerdotes hubieran sido ángeles no podrían haber sentido piedad hacia vosotros, no os habrían contemplado con afecto, no comprenderían vuestras debilidades, como nosotros podemos hacerlo. No podrían tampoco serviros de modelos o guías, y libraros de vosotros mismos para conduciros a una nueva vida, como pueden llevarlo a cabo quienes comparten vuestra condición humana, que han sido guiados antes como vosotros sois guiados ahora, que conocen vuestras dificultades, que han experimentado, al menos, idénticas tentaciones, que saben la debilidad de la carne y las argucias del demonio, que están dispuestos a solidarizarse con vosotros y a comprenderos, que pueden, finalmente, aconsejaros con eficacia y advertiros con prudencia y oportunidad.
Por todo esto, el Señor os envió hombres como ministros de reconciliación e intercesión; lo mismo que Él, aunque impecable, quiso tomar sobre sí, al hacerse hombre, toda la carga humana de flaqueza y debilidad. Él no podía pecar, pero podía hacerse hombre, y asumió un corazón de hombre para que pudiéramos confiarnos a Él, y «fue tentado en todo como nosotros lo somos».
Meditad bien esta verdad y dejad que ella os consuele. Entre los anunciadores y sacerdotes del Evangelio ha habido apóstoles, mártires, doctores y santos innumerables, y, sin embargo, aunque dotados de alta santidad, variados carismas y dones estupendos, ninguno hay que no comenzara como el viejo Adán, ninguno que no esté hecho del mismo barro, y no sea hermano de muchas almas perdidas hoy para siempre. La gracia ha vencido a la naturaleza: esta es la sola historia de los santos. He aquí saludables pensamientos para quienes se inclinan a enorgullecerse por lo que hacen y son; sugestiones confortadoras para quienes advierten con nostalgia en sus corazones la gran diferencia entre ellos y los santos; alegres nuevas para quienes odian el pecado y desean escapar de su abrazo terrible, pero sienten la tentación de juzgarlo una utopía.
DEBILIDAD HUMANA Y FUERZA DIVINA
Vamos, hermanos míos, a observar esta verdad más de cerca. Considerad en primer lugar que desde la caída de Adán todos los seres concebidos por obra de hombre han nacido con pecado: todos menos uno. Hay una excepción. No me refiero a Jesucristo, porque Él no fue concebido por un hombre sino por obra del Espíritu Santo. Me refiero a su Madre la Virgen María que, aunque concebida y nacida de padres mortales, como todos, fue rescatada anticipadamente de la condición humana y nunca participó de hecho en la culpa de Adán. Fue concebida según la vía de la naturaleza, nació como los demás hombres y mujeres. Pero la gracia se interpuso y fue librada de todo pecado; la gracia llenó su alma desde el primer momento de su existencia, de modo que el mal no respiró en ella ni mancilló la obra de Dios[2]. Tota pulchra es, Maria, et macula originalis non est in te. «Eres toda hermosa, oh María, y en ti no hay mancha original alguna».
Pero aparte de la Madre de Dios, toda otra criatura, el santo más excelente y el pecador más abyecto, es decir, la persona que de hecho llegó más arriba y la que perdió su alma, nacieron ambas con el mismo pecado original, eran hijas de la ira, incapaces de alcanzar el cielo.
Ambos hombres nacieron en pecado y por un tiempo permanecieron en él. El que más tarde llegaría a la santidad habría continuado en sus faltas y se habría perdido, a no ser por la ayuda de una influencia sobrenatural e inmerecida que hizo por él lo que él era incapaz de hacer por sí mismo. El pobre niño destinado a heredar la gloria se formaba en el seno materno como un hijo del dolor, débil y miserable, sin esperanza y sin auxilio divino. Así estuvo largos días antes de nacer, y cuando finalmente abrió los ojos y vio la luz se asustó y lloró alto por haberla visto. Pero Dios oyó su gemido en este valle de lágrimas, y propició el curso de misericordias que conduce de la tierra al cielo. Envió a un sacerdote que le administrase el primer sacramento y le bautizara con su gracia. Un gran cambio tuvo lugar en su vida, pues en vez de ser presa del demonio se convirtió en hijo de Dios, y si hubiera muerto en aquel momento, antes de alcanzar el uso de razón, habría sido llevado sin tardanza y admitido a la presencia de Dios.
Pero no murió, llegó a la edad de pensar por sí mismo, y ¿nos atreveremos a decir —aunque pueda afirmarse en algunos casos singulares—, nos atreveremos a decir que no usó mal los talentos recibidos, que no profanó la gracia que habitaba en él y que no cayó en pecado grave? En ciertos casos, gracias a Dios, nos atrevemos a afirmarlo. Tales parecen haber sido las circunstancias de mi querido Padre san Felipe, que con toda probabilidad conservó intacta su vestidura bautismal desde el día que la tomó, nunca perdió el estado de gracia que le fue concedido, y progresó de mérito en mérito durante el entero curso de su larga vida, hasta que a la edad de ochenta años, llamado a rendir cuentas, fue alegre, y atravesó como en volandas el purgatorio, derecho al cielo.
LOS ÉXITOS DE LA GRACIA
Estos han sido, en verdad, algunas veces, los efectos de la gracia divina sobre los elegidos. Pero con frecuencia mayor, como si se tratara de asociarlos más íntimamente a sus hermanos y convertir los favores divinos en fundamento de ánimo y esperanza para el pecador penitente, muchos que fueron finalmente ejemplos de santidad han experimentado tiempos de culpable desobediencia, se han apartado de Dios, han sido esclavos del pecado o del error, hasta que un día, recuperados por Dios, paulatina o rápidamente, volvieron a la gracia o incluso a una