Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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y Marcela la imitó. Luego la siguió de vuelta por el pasillo hacia la puerta. No llamó a ninguna sirvienta; era más rápido echarla ella misma.

      —Dígame —dijo Marcela, sujetando la puerta con la mano para que no le diera en la cara—, ¿quién es el padre de la criatura?

      El portazo sonó como un «vete a la mierda» en toda regla.

      En realidad, se podría haber ahorrado la pregunta, porque ella ya tenía bastante claro quién era el responsable del disgusto de esa mujer. Igual que sabía con absoluta certeza que esa visita la iba a meter en un lío del que difícilmente saldría indemne.

      María Eugenia Goyeneche tuvo que aferrarse al pomo de la puerta por la que acababa de salir aquella policía impertinente para superar el mareo que amenazaba con tirarla al suelo. Se esforzó por recuperar el aliento, por respirar profundamente y alejar los malos pensamientos de su mente, pero pronto se dio por vencida. Cuando algo se torcía, aunque fuera una nimiedad, no podía evitar visualizar los peores escenarios; sin embargo, en esta ocasión sospechaba que sus temores estaban bien fundados. Esperó hasta estar segura de que no iba a caerse, soltó la manilla, dio media vuelta y se encaminó a las escaleras.

      —¡Emilia! —llamó cuando inició la ascensión—. A mi estudio.

      Se sentó en el borde de una butaca y esperó con los ojos cerrados hasta que escuchó los pasos apresurados de la asistenta.

      —¿Se encuentra bien, señora? —Emilia sonaba preocupada, pero aun así mantuvo la distancia y un discreto tono de voz.

      —Necesito un té de valeriana —pidió—. Y tráeme las pastillas para los nervios del armarito de mi cuarto de baño. Date prisa, por favor.

      Emilia salió sin decir nada, dejando a su paso un leve aroma a comida y el sonido de su falda almidonada. Mientras esperaba, la señora apoyó la cabeza en la butaca y suspiró.

      Esa niña…

      Victoria siempre había sido su favorita. Su marido se centraba en la educación de los chicos, pero Victoria era una niña tan atenta, cariñosa, aplicada e inteligente que estaba segura de que llegaría tan lejos como sus hermanos. Ana era otra cosa. La menor de sus hijas siempre cuestionaba sus órdenes, era díscola, independiente y desordenada, pero Victoria…

      —Mi niña… —suspiró.

      Se esforzó por contener las lágrimas. Su niña seguía una senda impecable, hasta que de la noche a la mañana dejó de ser un modelo de virtud para transformarse en Jezabel. ¿Dónde había quedado su temor de Dios, su ejemplaridad, su generosidad sin límite, sus ganas de agradar? Habló con ella, la amenazó, y luego, cuando su marido se enteró de la situación, le fue imposible seguir protegiéndola. Cortaron amarras y la dejaron marchar. La obligaron a marchar. Con dolor, pero conscientes de que era lo único que podían hacer.

      Ella seguía esperándola. ¿No volvió el hijo pródigo? Pero Victoria no parecía dispuesta a cambiar de opinión.

      Hablaban con frecuencia y se veían de vez en cuando, por supuesto. Fue a casa por Navidad y ella la visitó cuando nació el bebé. Era tan guapo… Su marido nunca se enteró de su viaje relámpago a Madrid, no lo habría entendido ni se lo habría consentido.

      Se levantó de la butaca y se dirigió al escritorio que dominaba la sala desde un rincón. Allí se sentaba a leer, escribía cartas a sus amistades y llevaba la organización de la casa. Abrió uno de los cajones, sacó varios cuadernos, cogió un sobre blanco oculto al fondo y sacó una fotografía de su interior.

      El pequeño Pablo volvió a dedicarle una enorme sonrisa. Pasó el dedo sobre la imagen, acarició el rostro regordete, las pequeñas manos convertidas en inofensivos puños, el pelo, tan fino y claro que parecía transparente.

      Su marido no lo conocía, pero sí el resto de sus hijos, los hermanos de Victoria. Pasase lo que pasase, ella era parte de la familia, siempre lo sería, a pesar de las ácidas críticas que sus hijos varones vertían sobre ella siempre que tenían ocasión. Ocultar la vida de Victoria era la nueva máxima que se había establecido en aquella casa.

      Emilia entró en el estudio con una bandeja que depositó sobre la mesa. Colocó la taza y el platillo y después vertió la aromática y humeante infusión.

      —Suficiente —le indicó María Eugenia, que acompañó su orden con un gesto taxativo de su mano. La mujer levantó la tetera, volvió a dejarla en la bandeja y sacó un envase azul y blanco del bolsillo de su delantal.

      —Sus pastillas, señora. Si puedo ayudarla en algo más…

      —Nada, gracias.

      Esperó hasta que Emilia hubo salido para dirigirse al mueble que ocupaba el fondo del estudio. Abrió una de las portezuelas y sacó una pequeña botella de plata. Desenroscó el tapón mientras volvía a la mesa y vertió una generosa dosis de líquido incoloro en la taza de té. Luego se sentó de nuevo en la silla del escritorio, sacó una pastilla del blíster y la tragó con un largo sorbo de la infusión.

      Cerró los ojos y contempló a su hija. Siempre con una sonrisa, siempre dispuesta a ayudar, a estudiar más, a trabajar más… ¿Cómo pudo seducir a un hombre casado? ¿Cómo fue capaz de arruinar su vida y el nombre de su familia quedándose embarazada?

      El sonido de un motor la sacó de su ensimismamiento. Se acercó a la ventana para comprobar quién había llegado. El enorme coche de su hijo mayor rodeaba despacio la finca en dirección al garaje.

      Apuró el contenido de la taza, volvió a esconder la fotografía del niño en el fondo del cajón y guardó la botella en el armarito después de echarse a la boca un pequeño caramelo de menta.

      Lo oyó subir las escaleras. Se compuso la ropa y se preparó para explicarle la situación. Él se ocuparía de todo, como siempre.

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