Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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aunque todo parecía indicar que al menos una persona había resultado herida. Buscamos a su hija para comprobar si está bien y para determinar su implicación en el accidente. ¿La ha visto o han hablado desde el domingo?

      —No, la verdad es que no. Si no recuerdo mal, la última vez que hablé con ella fue el lunes o el martes de la semana pasada.

      —¿Notó algo raro en ella?

      —En absoluto, ¿a qué se refiere?

      —A nada en concreto. ¿Sería tan amable de llamarla ahora? Al móvil, al trabajo, a su casa… Todos los teléfonos de contacto que tenga.

      La mujer dudó un momento antes de asentir.

      —Supongo que no importa. ¡Emilia! —llamó. Una mujer distinta a la que le había abierto la puerta, pero vestida con idéntico uniforme, cruzó rauda el vestíbulo hasta situarse a metro y medio de su jefa. Cabeza gacha, manos entrelazadas sobre el delantal—. Mi móvil, por favor. Lo he dejado en la salita de abajo.

      Sin hablar, Emilia caminó deprisa con pasos cortos y sin hacer más ruido que el discreto frufrú de su falda negra almidonada.

      —¿Tiene su hija alguna amiga o amigo especial? ¿Un novio? Quizá esté en su casa.

      —No sé nada de la vida social de mi hija —cortó tajante.

      Todavía no había movido ni un músculo de la cara, aunque pensó que quizá fuera porque no podía. Como Cher, o Nicolas Cage.

      Una sombra en negro y blanco se deslizó hasta ella. Emilia le entregó el teléfono móvil, inclinó la cabeza, volvió a juntar las manos y se marchó.

      María Eugenia Goyeneche se sentó en una de las elegantes butacas dispuestas junto a la pared y comenzó a trastear con el móvil. La luz blanca que la iluminó desde abajo hizo patente por un segundo una piel estirada y el brillo artificial de un maquillaje casi profesional. Marcela no pudo evitar repasar su propio aspecto. Tenía una piel agradecida, sin apenas arrugas y con buen color natural, y unas pestañas oscuras y tupidas que le permitían no tener que maquillarse para resaltar sus ojos verdes, brillantes de día, como el mar furioso de noche y casi negros cuando se dejaba abatir por la tristeza. Se había peinado en el coche, así que no tenía que preocuparse por el pelo, y llevaba ropa limpia y estirada. Bien, hoy no avergonzaría al Cuerpo Nacional de Policía.

      La broma que solía hacerle su madre al referirse a su falta de atención al arreglarse la distrajo un momento de lo que estaba ocurriendo allí. Había perdido la cuenta de las veces que la señora Goyeneche se había llevado el teléfono al oído para intentar una nueva llamada, pero al menos estaba segura de que no había pronunciado ni una sola palabra. Su hija no respondía.

      Un par de minutos después, la mujer se levantó, se estiró la falda y dejó despacio el móvil sobre la mesita. Tenía los ojos clavados en la madera del suelo y la mente muy lejos de allí.

      —Señora Goyeneche. —Marcela decidió interrumpir lo que fuera que estaba pensando. La mujer pestañeó un par de veces, levantó la cabeza y recuperó el teléfono. Golpeteó con decisión sobre la pantalla y se lo llevó a la oreja, aunque esta vez no se sentó, sino que empezó a pasear nerviosa por el vestíbulo, arriba y abajo. El toc-toc-toc de sus zapatos era más intenso, más rápido y correoso que cuando llegó.

      —Ignacio. —Se detuvo en seco cuando el tal Ignacio respondió a su llamada—. La policía está en casa. Una policía. Inspectora, creo. —Le echó una mirada de reojo a Marcela, que no se inmutó—. No, no ha pasado nada. Bueno, no lo sé. —Pausa—. Pregunta por Victoria. —Nueva pausa—. Ya se lo he dicho, pero insiste en que podría estar implicada en un accidente de tráfico. ¿Has sabido algo de ella estos días? —Silencio para escuchar la respuesta—. Ya la he llamado, y nada. Llama tú a Carmen a la oficina, por favor. Yo lo intentaré con los chicos. Bien, adiós —se despidió tras una última breve pausa.

      —El teléfono de su hija ¿está apagado o simplemente no responde? —preguntó Marcela.

      —Apagado.

      —¿Hablaba con su marido?

      —Sí. Él tampoco la ha visto últimamente. Va a llamar a su secretaria. Quizá haya salido de viaje por trabajo y olvidó comentarlo.

      —¿Eso es habitual?

      —No —reconoció tras un momento de duda. Luego se rehízo y empezó a golpetear la pantalla del móvil con el índice derecho—. Tenemos un grupo de Messenger familiar —explicó sin levantar la vista de la pantalla—. Les voy a preguntar a mis hijos si saben algo de Victoria. No entiendo… Esta chica….

      Farfullaba frases entrecortadas mientras intentaba concentrarse en lo que estaba escribiendo. Cuando terminó, se sentó de nuevo en la butaca y se quedó mirando el móvil, que permanecía mudo. Pasados unos segundos, levantó la vista y descubrió a Marcela allí plantada, en medio del vestíbulo, de pie.

      —Disculpe, inspectora. Soy una maleducada. Por favor, acompáñeme.

      Siguió el toc-toc-toc de los zapatos a través de un corto y luminoso pasillo hasta una sala amplia y diáfana amueblada en un estilo clásico pasado de moda pero que concordaba con el resto de la casa y con su dueña.

      La invitó a sentarse en uno de los sofás y ella ocupó el otro, que formaba un perfecto ángulo recto con el primero.

      —Por favor —empezó la mujer—, cuénteme exactamente qué es lo que ha pasado.

      —Como le he dicho antes —repitió Marcela, paciente—, el pasado domingo se encontró un coche siniestrado en un barranco cerca de Aranguren. El accidente debió ocurrir en algún momento del sábado. No había nadie en su interior, ni tampoco en los alrededores, pero el coche fue alquilado con la tarjeta corporativa de su hija, a la que no conseguimos encontrar.

      —Bueno, sólo han pasado unos pocos días…

      Sus palabras sonaron más a autoconsuelo que a explicación.

      —En el maletero encontramos una maleta con ropa de bebé…

      —Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío…

      La mujer entrelazó los dedos y formó un puño con sus dos manos, luego cerró los ojos y empezó a rezar en voz baja, con la cabeza gacha y los párpados apretados. Marcela reconoció el padrenuestro, recitado, eso sí, a una velocidad de vértigo.

      —Señora Goyeneche —la llamó—. Necesito hacerle unas preguntas. Es urgente.

      A pesar del apremio, ella terminó su plegaria, se santiguó rápidamente y suspiró antes de abrir los ojos y volver a mirar a Marcela.

      —Necesitaba…

      Una palabra que lo justificaba todo. Incluso el corazón ateo de la inspectora era capaz de comprender la necesidad de recurrir a cualquier dios en un momento de miedo o debilidad, así que asintió y esperó unos segundos más.

      —¿Victoria tiene un hijo? —La mujer asintió levemente a modo de respuesta—. Sin embargo, en AS Corporación nos han asegurado que su hija no tiene descendencia.

      —Ellos no lo saben —susurró—. Nadie lo sabe. Sólo la familia.

      —Un bebé no es algo que se pueda mantener en secreto mucho tiempo…

      —¡Lo sé! —exclamó de pronto—. Lo sé —repitió, más calmada—. Nos íbamos a ocupar de todo.

      —¿Ocuparse de todo? ¿A qué se refiere?

      —Victoria es… Bueno, ella no está casada.

      —Hasta donde yo sé, eso no es impedimento para tener un hijo.

      —No hay mayor ciego que el que no quiere ver —escupió Goyeneche—. Me parece usted una persona inteligente, inspectora.

      —Creo que sobrestima mi inteligencia, porque no acabo de ver el problema.