Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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del coche.

      Caminó pegada a la linde del camino, girándose cada pocos metros para comprobar que seguía sola. Y, sobre todo, que no había rastro de los vigilantes de seguridad. Empujó la verja de la casa de Victoria García de Eunate, que seguía abierta, y se coló en el jardín. Los arbustos eran ahora poco más que una sombra gris e informe, y la casa, oscura y silenciosa, había perdido el encanto que proporciona la luz del día.

      Se apresuró hacia la parte de atrás y exhaló aliviada cuando el muro la protegió de cualquier mirada. Avanzó hasta su objetivo. El cuadro de control electrónico que custodiaba la casa era un modelo antiguo. Hacía al menos cinco años que la propietaria de la vivienda lo había instalado y al parecer seguía creyendo que era suficiente, ya que no se había molestado en renovarlo. Se fijó en el frontal. Los números cero, dos, cinco y nueve estaban mucho más desgastados que los demás. No le habría costado demasiado franquearla, pero esa pista facilitaba mucho las cosas.

      Sacó un pequeño destornillador del bolso y separó con cuidado la tapa de la caja. En el interior parpadeaban varias luces, señal de que la alarma estaba operativa. Conectó el extremo de un cable a su teléfono y el otro en un lateral de la caja electrónica. Abrió una aplicación en el móvil, tecleó los cuatro números que suponía que formaban la contraseña, respiró y pulsó Start. La pantalla brilló con un desfile de números imposible de seguir con la mirada. Uno, dos, tres y cuatro. Quince segundos después, el teléfono emitió un débil pip y las luces de la caja se apagaron. Hecho.

      Desconectó y guardó el cable, volvió a atornillar la tapa y empujó la puerta corredera, que se abrió con un murmullo apenas audible.

      Se cercioró de que los guardias seguían sin hacer acto de presencia y entró en lo que parecía un estudio o despacho. Deambuló despacio entre aquellos exquisitos objetos. Ni siquiera cuando estaba casada y gozaba de una posición económica desahogada habría podido permitirse muebles como aquellos, por no hablar de los complementos decorativos que animaban y daban vida a la estancia. Sin embargo, no tenía la impresión de encontrarse dentro del anuncio de una revista de decoración. Todo parecía personal, mimado y escogido por algún motivo, que no siempre era la concordancia de colores o texturas.

      Aquello era un hogar.

      Una mesa de madera lacada en blanco mate; una silla del mismo tono, con un tapizado azul noche; una alfombra de un suave color crema; paredes cubiertas de estanterías llenas de libros; un sofá orejero granate, con la piel desgastada a la altura de la cabeza y en los brazos… y un cesto con juguetes infantiles. Sonajeros, mordedores, pequeños muñecos de trapo aptos para manos diminutas.

      En la pared, un óleo de gran tamaño reproducía una escena de la Biblia. El demonio tentando a Jesús. Un Satanás alado, de piel oscura y pelo ensortijado entre el que asomaban dos pequeños cuernos, mostraba al hijo de Dios, vestido con ropa clara y con un nimbo dorado sobre su cabeza, las ventajas de la vida pecadora frente a la promesa de una eternidad celestial. El diablo, completamente desnudo, parecía un escorzo horrendo junto al altivo y esbelto Jesús, que perdía la mirada en la lejanía.

      Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

      Sacó el móvil e hizo unas cuantas fotos. Luego cruzó la habitación y abrió la puerta que separaba la estancia del resto de la casa. Se detuvo para escuchar desde el umbral. Nada. Ni voces, ni pasos, ni susurros. Ni siquiera el agua corriendo por una tubería. La casa estaba muerta.

      —¡Hola! —gritó, más por costumbre que porque pensara que iban a responderle—. Policía Nacional, ¿hay alguien?

      Esperó treinta segundos. Nada. Ni el eco de sus palabras.

      Revisó en silencio el resto de las estancias de la planta baja. La cocina estaba impecable, aunque un tufo avinagrado le hizo dar un paso atrás cuando abrió el lavavajillas. Colocados boca abajo, tres biberones y sus correspondientes tetinas compartían espacio con varios platos y vasos, una cazuela pequeña y una sartén, además de un buen número de cubiertos. Supuso que la dueña de la casa sólo ponía el lavavajillas una vez al día, que ya era más de lo que lo hacía ella.

      Había ropa puesta a secar en el pequeño tendedero desplegado en la galería cubierta anexa a la cocina. Varios peleles infantiles, un par de sábanas diminutas y algunas prendas femeninas. El contenido de la nevera le ofreció una imagen más aproximada de la mujer que estaba buscando. Fruta, verdura, tomates, leche vegetal, yogures desnatados y sin lactosa, agua mineral y un recipiente con pescado que pronto empezaría a oler. Nada de alcohol, ni embutido o productos precocinados. Desde luego, no parecía la nevera de alguien que estuviera planeando un viaje.

      Salió a la sala decorada con el mismo mimo que el despacho por el que había entrado. El ventanal daba al jardín delantero, así que se limitó a asomarse con cuidado y a echar un rápido vistazo. No quería que un paseante curioso la descubriera allí. Un par de sofás de piel, un mueble lleno de libros, fotos enmarcadas y una enorme televisión en el hueco central y, en el lugar que antes ocuparía la mesita que ahora estaba en un rincón, una enorme manta de vivos colores cubierta de juguetes.

      Regresó sobre sus pasos y se dirigió a la escalinata que partía desde el vestíbulo hacia la planta superior. Entró en un par de dormitorios anodinos, decorados sin la personalidad que había captado abajo, y después accedió a la que a todas luces era la habitación de la propietaria de la casa. De nuevo muebles y tejidos claros, mullidos, cómodos. Armario, tocador, mesitas, alfombras… Todo parecía en orden y en su sitio. Incluida la cuna instalada a un lado de la cama.

      Sobre la mesita, un rosario de cuentas negras y cadena de plata.

      Se acercó al armario y curioseó en el contenido. Perchas llenas de ropa femenina, jerséis perfectamente doblados, cajones con ropa interior, medias y prendas deportivas y un cajón, solo uno, con una camisa de hombre pulcramente doblada, un par de calzoncillos, unos calcetines negros y un neceser con espuma y cuchilla de afeitar, un cepillo de dientes y un peine.

      Dejó todo como estaba y revisó deprisa el resto de la casa. No encontró nada llamativo, excepto una habitación a medio decorar que pronto se convertiría en un cuarto infantil. Paredes azules con cenefas de animales, un enorme cambiador con un montón de pañales, un armario blanco lleno de ropa de abrigo y diminutos trajecitos y peleles, y una ventana sin cortinas con vistas al jardín. Le faltaba poco para convertirse en un sitio fantástico.

      Marcela observó el interior del armario. Había varias perchas vacías y la pila de jerséis estaba ladeada. Todo lo demás estaba perfectamente ordenado. Recordó la maleta con ropa infantil del vehículo accidentado. Ropa de bebé, pero no de mujer. La madre se preocupó de que no le faltara nada a su hijo, pero se olvidó de ella misma. Tenía prisa por salir de allí, eso estaba claro, pero ¿dónde estaba ahora?

      Regresó a la habitación principal, abrió el cajón que guardaba la ropa masculina y fotografió su contenido. Luego se guardó el teléfono y se dirigió a la salida. Cruzó el ventanal, tecleó la contraseña y conectó la alarma.

      Tuvo que encender la linterna del móvil para no meter el pie en una topera de camino al coche. Para su sorpresa, ya no estaba sola en el descampado. Otros tres vehículos habían aparcado allí, lo bastante alejados los unos de los otros como para no estorbarse. Ella era la única que estaba sola. Al parecer, ese remoto rincón se convertía en un picadero al anochecer.

      Las siete de la tarde. La velocidad de las ideas en su cerebro amortiguó los retortijones de su estómago vacío, pero no los hizo desaparecer. Salió de la autovía y se desvió hacia una gasolinera. Se detuvo junto a la puerta de la cafetería y entró. La saliva le llenaba la boca. Los escasos parroquianos que ocupaban las mesas apenas la miraron cuando se sentó en una libre con el botín acumulado a su paso por el self service. Dos minibocadillos de jamón con tomate, un pincho de tortilla de patatas, una enorme magdalena rellena de mermelada y una cerveza. Masticó en silencio, con la mirada perdida en las líneas de la bandeja de plástico. No consiguió relajarse hasta que engulló el segundo bocadillo. Entonces distendió los hombros, aflojó las mandíbulas y soltó los abdominales.

      Mientras masticaba, recuperó el teléfono