Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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veces a lo largo de sus veinte años de vida. Un ser humano quizá sólo cambie una vez, pero a partir de ese momento será irreconocible, se convertirá en otra persona, alguien a quien se podrá amar u odiar, pero que jamás será el mismo.

      7

      La lluvia tiene un vago secreto de ternura,

      algo de soñolencia resignada y amable,

      una música humilde se despierta con ella,

      que hace vibrar el alma dormida del paisaje.

      Su madre la obligó a memorizar el poema entero de Federico García Lorca, cuarenta y seis versos llenos de exclamaciones y comparaciones absurdas, precisamente una tarde de lluvia.

      Y son las gotas: ojos de infinito que miran

      al infinito blanco que les sirvió de madre.

      ¡Por favor, gotas como ojos!

      Llevaba horas gruñendo por no poder salir a la calle, dando vueltas como un perrillo encerrado y maldiciendo el agua que caía a raudales al otro lado de las ventanas. Su madre, conciliadora y harta a partes iguales, le mostró el texto del poeta andaluz y le prometió un chocolate con bizcochos si era capaz de memorizarlo. Ella, que jamás rechazaba un reto, hincó los codos sobre la mesa de la cocina y empezó a repetir en voz baja el larguísimo poema. Una hora después estaba merendando chocolate con bizcochos.

      No le molestaba la lluvia. Estaba acostumbrada a las capuchas grandes, los paraguas de varillas torcidas y las botas de goma. Vivía en una ciudad lluviosa que no bajaba el ritmo bajo el agua. Los versos de Lorca, sin embargo, le parecían el empalagoso canto de quien sólo ve llover de tarde en tarde. Alguien que llegara cada día empapado a casa jamás habría escrito semejante poema. «Besar azul que recibe la tierra…», recordó con sorna.

      La oficial Méndez la dejó en la puerta de comisaría, le prometió mantenerla informada de cualquier novedad en el caso del bebé de la depuradora y aceleró.

      Sacudió los pies en el felpudo sintético de recepción y subió las escaleras con paso cansado. Le pesaban las botas, le pesaba el abrigo empapado, le pesaban los remordimientos por haber desatendido a su madre, le pesaba la falta de sueño y el exceso de alcohol.

      No había tocado el pomo de la puerta de su despacho cuando la voz de Bonachera la detuvo en seco.

      —No te quites el chubasquero, inspectora. Tenemos cita con la empresa que alquiló el Clio siniestrado. Y, antes de que lo preguntes, seguimos sin noticias de Domínguez.

      Un eficaz recepcionista les cogió los paraguas y los envolvió en plástico para que no empaparan el suelo del elegante y funcional vestíbulo. Luego les pidió que esperaran mientras avisaba a alguien que pudiera atenderlos. Marcela se acercó al enorme ventanal de suelo a techo que había junto a la puerta de entrada, también acristalada.

      Al otro lado seguía lloviendo con fuerza, los coches lanzaban furiosas salpicaduras al atravesar los charcos a toda velocidad y los peatones avanzaban pegados a la pared, encogidos y sujetando con las dos manos el paraguas frente a sus caras, batallando contra el inclemente viento.

      Lo más curioso era que la banda sonora de esa película no era la lluvia torrencial, los pasos sobre los charcos, rodadas o bocinazos, sino una melodía suave y envolvente, unos dedos acariciando las teclas de un piano y una trompeta lejana alargando las notas en una plácida cadencia. La discordancia entre lo que veía y lo que oía llevó a la mente de Marcela a un estado de confusión sumamente incómodo. Se volvió hacia la derecha y empujó un poco la puerta. Al instante, la música desapareció y el ruido ocupó el lugar que le correspondía detrás de sus ojos.

      —¿Adónde vas? —le preguntó Bonachera.

      —A ningún sitio, sólo comprobaba una cosa.

      El subinspector no tuvo ocasión de volver a preguntar. El recepcionista apareció junto a ellos y los invitó a seguirle. Subieron en el ascensor hasta la cuarta planta y, una vez allí, los acompañó hasta un despacho del fondo. Un rótulo informaba de que detrás de esa puerta se encontraba el gerente territorial de AS Corporación.

      El joven llamó, abrió la puerta un palmo, se cercioró de que todo estaba en orden y se hizo a un lado para dejarlos pasar. Sonrió, dio media vuelta y desapareció en el largo pasillo.

      Un hombre que rondaría los cuarenta, perfectamente trajeado, con los zapatos brillantes, gemelos en los puños de la camisa y un aparatoso anillo de sello en el dedo anular derecho los recibió con una sonrisa abierta que pretendía ser también franca, aunque se quedó en el intento. No es fácil sonreír cuando te visita la policía sin previo aviso y no hay forma de adivinar qué está pasando. Aun así, el hombre trajeado extendió el brazo y les ofreció la mano. Primero a Miguel y después, con la sonrisa a punto de desvanecerse, a ella.

      —Javier Lozano, gerente de AS Corporación —se presentó, cumplidor—. No les voy a engañar, me sorprende mucho su visita. ¿En qué puedo ayudarles?

      —Señor Lozano, soy el subinspector Bonachera. Ella es la inspectora Pieldelobo. —Aunque rápido y sutil, el ligero alzamiento de las cejas del gerente evidenció su desconcierto—. Su empresa ha alquilado recientemente un Renault Clio blanco.

      —El alquiler de vehículos es una práctica habitual en AS Corporación, señores. No veo qué tiene eso de extraordinario.

      —No buscamos cualquier coche, sino uno muy concreto. ¿Podría comprobarlo?

      —Necesitaría conocer el motivo de su interés. Como comprenderá, no puedo facilitar datos confidenciales de la compañía sin saber a quién y por qué los quiere.

      —Cuerpo Nacional de Policía, señor Lozano —Marcela se adelantó un paso y alzó la voz para obligar al gerente no sólo a escucharla, sino también a mirarla—. Ese es el quién. Y el porqué no le concierne en estos momentos. Agradeceremos su colaboración, creemos que es una información muy sencilla de obtener en su base de datos, pero estamos habituados a acudir a las oficinas del juez de guardia.

      Incómodo, el gerente se volvió hacia el subinspector en busca de comprensión y apoyo. ¿Acaso pretendía que le parara los pies a la inspectora? Bonachera no movió ni un músculo y aguardó firme la decisión de Lozano.

      Un instante después la sonrisa reapareció en la cara perfectamente afeitada del hombre trajeado, que giró sobre sus talones y se instaló en la espartana silla de detrás del escritorio.

      —¿Un coche alquilado? —dijo Lozano por fin—. Bueno, eso no debería ser difícil de verificar. Si me permiten un momento…

      Se puso las gafas, encendió el monitor del ordenador y tecleó a toda velocidad. Después, leyó con atención lo que fuera que apareció en la pantalla.

      Bonachera y Pieldelobo esperaron en silencio y de pie a pocos pasos de la mesa. En ningún momento los había invitado a sentarse.

      Marcela aprovechó la espera para observar el despacho. Junto a la orla de la facultad de Económicas de la Universidad de Navarra colgaban varios títulos y certificados que proclamaban la amplia formación de Javier Lozano en áreas tan diversas como los negocios internacionales, el derecho mercantil o la gestión de los recursos humanos. Distinguió una fotografía de los anteriores reyes y otra de él mismo y Felipe VI sonriendo a la cámara. En la pared de enfrente, una librería de madera acogía volúmenes cuyo título no llegaba a distinguir, aunque había lomos mucho más gastados que otros. En uno de los estantes, enmarcada en un recargado cuadro plateado, una reproducción de La Inmaculada Concepción de Murillo ocupaba el único espacio libre que quedaba.

      —¿Y bien? —intervino Marcela cuando los segundos empezaron a convertirse en minutos y el gerente seguía sin dar muestras de empezar a hablar. Casi parecía que se había olvidado de ellos. Empezaba a sentirse como parte del servicio, y eso no le gustaba en absoluto.

      —Disculpe —respondió Lozano muy tranquilo, con