Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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      —Vais a quedar como unos mentirosos, lo sabes, ¿no?

      —No, si se lo explicamos bien —se defendió su hermano.

      —No hay forma de evitar el dolor. La abuela ya no está, ahora ocupa un agujero en el cementerio. No volverán a verla, ni ahora, ni nunca.

      —Les hablaremos del cielo…

      —… ¿y del infierno?

      —Qué graciosa eres. Se trata de minimizar el dolor en lo posible, sin más. Sólo son niños…

      —Vamos, Juan, sabes tan bien como yo que mamá nunca habría aceptado los paños calientes que les queréis aplicar. Ella les contaría la verdad, y punto. No tienes por qué regodearte en la parte macabra, pero tampoco mentir.

      —Si tú lo dices…

      —La muerte es parte de la vida.

      —El final —replicó él.

      —Sí, pero ineludible. No les mientas. Ahora, o dentro de unos años, vais a quedar fatal, y vuestras mentiras de hoy no les evitarán el dolor de mañana. Al revés, lo multiplicará, porque no estarán preparados. Les hacéis vivir en el país de las hadas y los superhéroes hasta que la magia se desvanece de golpe y llega la cruda vida real. —Bajó un poco la voz, consciente de la presencia de su cuñada en la habitación—. Y, por favor, no los animéis a que pongan el nombre de mamá a una estrella y le hablen cuando la echen de menos…

      La rápida mirada que Juan le echó a Paula y la boca abierta de ella le dejó bien claro que esa idea no sólo se les había pasado por la cabeza, sino que formaba parte del plan.

      —Vamos a desayunar —propuso su hermano para cambiar de tema. Los tres chicos llevaban un rato armando jaleo en la cocina, excitados ante la idea de no ir a clase.

      —Me han llamado de Jefatura —mintió. No quería seguir allí ni un minuto más. Empezaba a sentirse incómoda de verdad—. Tengo que marcharme.

      —¿Ahora?

      —Cuanto antes, sí.

      —Eso no era en lo que habíamos quedado.

      —Lo sé, pero al comisario mis planes le importan una mierda. Incluso el hecho de que no haga ni veinticuatro horas que enterré a mi madre se la trae al pairo.

      —Eres funcionaria, tienes unos derechos, un sindicato…

      —Sí, eso está muy bien sobre el papel, pero cuando ocurre algo gordo no hay horario, ni festivos, ni permisos, ni nada de nada. Sólo la obligación de acudir, y punto. Lo siento mucho —añadió ante la mirada compungida de su hermano. Para su sorpresa, no se sentía mal por mentirle, sino aliviada ante la puerta de escape que se había abierto inesperadamente ante ella y que pensaba cruzar a toda velocidad—. Te prometo que vendré el primer fin de semana que tenga libre.

      Se llevó los dedos índices cruzados a los labios, como cuando eran niños, y logró exprimir una sonrisa de su circunspecto hermano. Qué poco quedaba en él del niño que la seguía como un perrillo faldero y al que hacía cosquillas hasta que le dolía la tripa de reírse. Tampoco él encontraría mucho en ella de la niña que fue, pensó. En el capítulo de las decepciones estaban empatados.

      Desayunó con sus sobrinos, bromeó con ellos y respondió como pudo al interrogatorio del pequeño Aitor, que sin duda apuntaba maneras de policía, como le había advertido Juan.

      Poco después de las once de la mañana, se despidió con un abrazo de su hermano y de su cuñada, les dio una pequeña propina a sus sobrinos con la consigna de que se la gastaran íntegramente en chucherías y puso rumbo a Pamplona.

      No le dijo adiós a su madre. A ella no la dejaba atrás, la llevaba consigo ahora, y así sería siempre desde ese momento.

      4

      Abrió mucho la boca para aflojar la pinza de la mandíbula. No se había dado cuenta de que llevaba todo el camino apretando los dientes y dos horas después, mientras aparcaba en la zona reservada frente a la comisaría, el dolor le llegaba hasta el oído.

      Era la una del mediodía. En lugar de entrar en la Jefatura, giró a la izquierda y caminó en busca de un bar lo bastante alejado como para garantizar que no habría ningún uniforme dentro. Eligió un garito de luces anaranjadas inmerso en un anochecer eterno. Aparte de la camarera, una anodina cincuentona de generosos pechos y pelo de un negro imposible, el resto de los allí reunidos se situaba en la indefinida franja que va de los veinte a los treinta. Perfecto. A esa edad no les interesa nada ni nadie que no fueran ellos mismos y su mundo, lo que le aseguraba la tranquilidad que necesitaba.

      Pidió un café y un Jägermeister. La camarera le preguntó si lo prefería con hielo o en un vaso de chupito congelado. Lo segundo, respondió ella. Un minuto después tenía ante sí tres dedos de líquido ambarino ondulándose con la cadencia del paso de la mujer y una taza humeante de café solo. No dudó ni un instante por dónde empezar. Dos tragos después, la bebida alemana era historia. Exhaló despacio el aire caliente de sus pulmones, templándose de paso la boca y el cerebro, y cogió la tacita blanca.

      Llevaba un par de horas sin pensar en su madre, pero de pronto, sin previo aviso ni venir a cuento, su imagen empezó a perseguirla sin tregua en el fondo de su cabeza. Su madre en Navidad, su madre comprándole un abrigo, su madre regando las plantas, su madre enseñándole a planchar, su madre regañándola por llegar tarde a casa, su madre haciéndole una trenza en el pelo… No importaba que abriera o cerrara los ojos; el rostro de su madre seguía allí, amable y sonriente, en la luz y en las sombras.

      Dejó la taza vacía en el mostrador y pidió otro Jäger y un bocadillo de lo que fuera que estuviera caliente. Le castañeteaban los huesos. Sólido y líquido la templaron por dentro incluso más que el café, pero no consiguieron despejarle la cabeza ni espantar las ideas irracionales y las visiones indeseadas.

      Se odiaba a sí misma por haber huido de Biescas. Quizá debería haberse quedado un par de días con su hermano, con la única familia que le quedaba aparte de una retahíla de primos a los que a duras penas reconocería si se los cruzara por la calle. Sin embargo, necesitaba poner tierra de por medio y empezar a restañar las heridas del único modo que le funcionaba: sola, en privado, sin demostraciones públicas de pesar, lágrimas en la almohada ni llamadas a horas intempestivas. El alcohol era un estupendo antiséptico para el alma, y el dolor del día siguiente, tanto el real como el del espíritu, se arreglaba con un par de ibuprofenos.

      Pero lo que de verdad necesitaba era volver a casa; no a Pamplona, al piso que alquiló cuando se divorció de Héctor, sino a su casa de verdad, a Zugarramurdi, el lugar en el que intentaba unir los pedazos en los que se había convertido su vida y donde se refugiaba en cuanto tenía un día libre. Se hizo con aquella pequeña casona hacía algo más de tres años en un absurdo arrebato del que pensó que se arrepentiría en el acto y que, sin embargo, pronto se convirtió en el mayor acierto de su vida. Planta baja, primer piso y buhardilla en apenas setenta metros cuadrados de planta; un jardín trasero de buen tamaño y el verde infinito desde las ventanas. Paredes blancas, vigas de madera en el techo y una enorme chimenea en el salón. A pesar de su aspecto rústico, la casa había sido reformada a conciencia. Baños, cocina, calefacción, suelos de madera radiante, cristal aislante en las ventanas y el tejado recién renovado. El paraíso hecho realidad.

      Por dentro, la casa todavía no era gran cosa, tenía los muebles justos y le faltaban enseres que iba comprando cuando los echaba en falta. Aunque poco a poco iba insuflando entre esas cuatro paredes parte de su propia esencia, el pueblo y todo lo que lo rodeaba, incluidas sus célebres cuevas y las leyendas que las llenaban de turistas cada verano, le proporcionaban tal paz, tal bienestar y sosiego que alejarse de allí durante demasiado tiempo le provocaba una sensación parecida al síndrome de abstinencia. Lo que daría por estar ahora mismo allí, en lugar de bebiendo sola en un bar, oliendo al limón del friegasuelos y a los posos requemados del café.

      Estaba cansada, agotada física