resto de los órganos… Podríamos probar con inmunoterapia o algunas sesiones más de quimio, pero se ha negado. Dice que no se quiere mover de aquí. Es tozuda como una mula. De todos modos —suspiró—, como supongo que sabe, el cáncer está muy extendido… Lleva mucho tiempo en paliativos…
Al otro lado del teléfono, Marcela asentía en silencio. Su madre era terca, pero también fuerte. Habían llegado hasta allí y seguirían adelante. No podía estar muriéndose. De ninguna manera. Una madre nunca muere. No hasta que su hija está preparada para despedirse y, desde luego, ella no lo estaba en absoluto. Su madre siempre estuvo allí, incluso en la lejanía, a través del teléfono. Esas carcajadas sonoras, que le retumbaban en el pecho y la obligaban a sonreír. Su madre era una figura inamovible, perenne, segura. Su ancla. Alguien que había formado parte de todas las etapas de su vida, y que seguiría allí para siempre.
Y ahora le estaban diciendo que no, que eso no iba a ser así.
—Su corazón no aguantará demasiado.
—¿Cuánto es «no demasiado»? —consiguió preguntar por encima del nudo de su garganta.
—Unas cuantas horas, un día… No puedo decírselo con exactitud.
—Estaré allí en dos horas. Tres a lo sumo.
Colgó el teléfono y lo dejó sobre la mesa. Le temblaban las manos.
Observó su reflejo en la pared acristalada.
Inspectora Marcela Pieldelobo. Treinta y cinco años. Divorciada. Sin hijos. Destinada en la comisaría de Pamplona desde hacía casi una década. Ninguno de aquellos datos decía nada sobre ella. Frías realidades que apenas raspaban la superficie. Letras y números en el documento de identidad. Nada más.
Se pasó la mano por la cabeza y la dejó caer por la nuca hasta el cuello. La camisa la estaba asfixiando. Hacía mucho calor allí dentro. Inspiró, espiró y apretó los dientes. Luego irguió la espalda y se puso en marcha.
Descolgó el teléfono de su despacho, informó a su superior de que necesitaba ausentarse de inmediato por motivos personales, habló brevemente con el subinspector Bonachera y corrió hasta el coche.
Voló por la carretera, sorteó las curvas y el tráfico. Voló, pero no lo bastante deprisa. Cuando llegó, casi a la vez que su hermano Juan, su madre ya había muerto. No recordaba haberse despedido, no estaba segura de si la había oído decirle que la quería, y esas dudas abrieron en su pecho un agujero tan grande que estaba segura de que jamás sería capaz de cerrarlo.
Y allí estaba ahora, con un tormo húmedo y acre en la mano, contemplando desde arriba el féretro de su madre. Su hermano lanzó la tierra que guardaba en el puño y esperó a que ella hiciera lo mismo. Unos segundos después la tocó suavemente en el brazo para animarla a soltar la tierra sobre el ataúd.
—Marcela… —susurró Juan.
—No puedo —respondió ella, que había cerrado los ojos para no seguir viendo la caja marrón, tan brillante que parecía una incongruencia que estuviera allí abajo—. Si echo la tierra, es como si la enterrara yo misma, y no puedo…
—Eso es una tontería —la urgió su hermano, consciente de las miradas perplejas de todos los asistentes—. Es un símbolo, nada más.
Marcela no respondió. Soltó la tierra a sus pies, lejos de la fosa, y dio un paso atrás. Bajó la cabeza y hundió las manos en los bolsillos de su abrigo. Su hermano no dijo nada, se limitó a colocarse a su lado y a meter la mano en el bolsillo de Marcela, como cuando de niños volvían del colegio en invierno. En lugar de darle la mano, Juan colaba sus pequeños dedos en el bolsillo de Marcela, que los rodeaba con su mano enguantada y los calentaba hasta casa. El pequeño gesto infantil pudo con ella. Ya no era capaz de rodear la mano de su hermano, mucho más alto y robusto que ella, así que apretó el puño y lo colocó en la palma de Juan, que lo envolvió con cariño. Apoyó la cabeza en su hombro y dejó escapar todo el dolor y la pena que la atenazaban desde que salió de Pamplona.
No se quedaron a ver cómo los operarios del cementerio cubrían la fosa de tierra. Su hermano y su cuñada se cogieron del brazo y ella los siguió unos pasos por detrás hasta la salida del camposanto. Agradeció alejarse del olor de los cipreses, de sus sombras bailarinas y de la tierra suelta que se le metía en los ojos, arrastrada por el viento procedente de las montañas. Viento helado que le congelaba las lágrimas antes de que pudiera derramarlas. Mejor así. Llorar era uno de los actos más dolorosos a los que se había enfrentado nunca.
Caminaron hasta el coche y poco después llegaron a la gran casa en la que hacía apenas dos días había muerto su madre. Un grupo de vecinas se había encargado de despejar el salón de la planta baja y llenar las mesas con platos de jamón, queso, chorizo casero, frutos secos y ensaladilla rusa. Además, habían desplegado un número considerable de vasos de plástico que esperaban perfectamente alineados junto a las botellas de vino tinto listas para ser descorchadas. Hacía demasiado frío como para quedarse de pie en la iglesia o en el cementerio a recibir las condolencias de todo el pueblo, como era costumbre, así que decidieron adoptar una tradición extravagante para muchos, pero que cada vez se repetía con mayor frecuencia por aquellos lares, sobre todo cuando la muerte llegaba en invierno.
Los hijos de Juan, sobrinos de Marcela, se habían quedado con su otra abuela, la madre de Paula, su cuñada. Eran demasiado pequeños para entender expresiones como muerte, vida eterna, dolor o desaparición, aunque Marcela creía que en realidad no estaban preparados para reconocer ante sus hijos que la muerte era indefectible, un paso del que no había posibilidad de dar marcha atrás y que obligaba a utilizar expresiones tan drásticas como «nunca más».
Cogió un vaso de plástico, se sirvió vino de una botella recién descorchada y se recordó una vez más que debía guardarse sus opiniones para sí misma.
El vino, oscuro y áspero, le calentó primero la garganta y luego el resto del cuerpo, aunque seguía teniendo las manos heladas y las uñas de un curioso tono azulado. Se moría por un cigarrillo, pero se obligó a esperar un poco. Ese sería el reto del día.
Los dolientes empezaron a llegar poco a poco, un goteo constante y silencioso de personas vestidas de negro, con la cabeza gacha, la espalda combada y un gesto apesadumbrado en la cara. Se arremolinaron alrededor de las mesas bien surtidas y comenzaron a comer, beber y charlar en voz baja. Marcela los observaba desde la puerta que daba al pasillo. Algunos rostros le eran vagamente familiares, pero a muchos estaba convencida de no conocerlos de nada. El vino, tibio y peleón, le dejó un desagradable regusto agrio, aunque al menos ya no tenía tanto frío. Necesitaba un pitillo. Fin de la prueba de fuerza de voluntad.
Se escabulló hacia el jardín trasero y se agachó para colarse en lo que un día fue un pequeño gallinero, después un productivo huerto y hoy sólo un hueco baldío cubierto de malas hierbas. Su hermano le había prometido mil veces a su madre que adecentaría ese rincón, pero las palabras, como las buenas intenciones, se las lleva el viento. Y ahora ya no corría ninguna prisa.
Retiró con la mano la tierra que cubría el enorme tocón que ocupaba la parte más alejada del desvencijado cercado, se sentó y sacó la cajetilla de tabaco y el mechero del bolsillo del abrigo. Cerró los ojos para disfrutar de la primera calada. Lo de aguantarse las ganas de fumar era una tontería. No conseguiría dejarlo así. Primero, porque el sufrimiento injustificado y sin recompensa era una solemne estupidez. Y segundo y más importante, porque a día de hoy, fumar era el único placer que se permitía y no pensaba renunciar a él. Hacía mucho que beber dejó de ser un placer. Bebía por prescripción facultativa, la suya propia. Era su anestésico, su antibiótico, su vendaje compresivo.
La sobresaltó el ruido de la portezuela al abrirse con un quejido agudo. Vio a su hermano agacharse aún más que ella para poder acceder al descuidado parterre. Se hizo a un lado para hacerle un hueco sobre la madera húmeda y le pasó el pitillo que le pedía sin palabras.
—¿Te escondes para fumar? —le preguntó Juan.
—La costumbre. No me hago a la idea de encenderme un cigarrillo en esta casa.