Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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y la comida le habían levantado el ánimo y alejado un par de pasos a los fantasmas. Se sentía mejor. No se marcharía, al menos no hoy. Necesitaba ocupar el cuerpo y la mente. Ya se lamería las heridas en otro momento.

      Como si le hubiera leído el pensamiento, el móvil comenzó a vibrar en su bolsillo. Sonrió al reconocer el número.

      —Pieldelobo —respondió.

      —¿Cuándo vuelves? —preguntó sin más su interlocutor—. Tenemos follón.

      —Dos minutos.

      Y colgó.

      5

      —¿Cuánto tiempo lleva ahí? —Marcela señaló con la cabeza hacia el fondo del barranco, donde el equipo de la policía científica había colocado sus focos, lonas protectoras y mesas metálicas. El habitual circo forense de tres pistas, desplegado en precario sobre una pronunciada pendiente. Desde donde estaba podía ver que al menos cuatro de los agentes llevaban el culo o las rodillas de sus monos blancos manchados de tierra.

      —No estamos seguros —respondió el subinspector Bonachera—. Han dado el aviso a primera hora de esta tarde, pero puede llevar ahí días. Lo encontró un vecino al que se le escapó el perro y andaba buscándolo. El animal husmeó el coche y se acercó a curiosear. Luego llegó el dueño y dio aviso.

      —Pero esto es un accidente. ¿Nos han degradado en los tres días que he faltado? ¿Qué has hecho, Miguel?

      El subinspector levantó las manos y fingió una cara inocente incapaz de disimular la picardía que encerraban sus ojos.

      —Nada, te lo juro.

      —Eres un mal bicho, no me fío de ti.

      A pesar de sus palabras, Bonachera le caía bien. Era el compañero que más le había durado.

      Llevaban casi dos años juntos y todavía no habían tenido ningún enfrentamiento serio, nada que no se pudiera arreglar en la barra de un bar.

      A sus treinta y dos años, Miguel Bonachera era un hombre ambicioso pero legal. Superaba el metro ochenta y pasaba al menos dos horas al día en el gimnasio y otras dos pegado a un libro. Marcela le había visto leer prácticamente de todo, desde tratados de criminalística a ensayos económicos, pasando por ficción de todo tipo, biografías y estudios variopintos. Un día le descubrió con el Antiguo Testamento entre las manos.

      —La religión ha provocado más muertes que cualquier enfermedad infecciosa —argumentó el subinspector—. Ninguna de las guerras que puedas recordar ha causado tantas bajas como las atrocidades que se han cometido en nombre de cualquier dios en cualquier época de la historia, incluso ahora. Sólo intento averiguar por qué.

      —Estás como una cabra —bromeó Marcela.

      —Soy un estudioso de la muerte —replicó él—, de sus causas y de sus ejecutores. Si un día nos cruzamos con un fanático religioso reconvertido en asesino en serie, me lo agradecerás.

      Bonachera comprendió pronto que lo mejor era no discutir con la inspectora, dejarla hacer a su aire y no responder a sus exabruptos. Era una buena policía, de las mejores que había conocido, aunque el cumplimiento de las normas no fuera su fuerte y estuviera en todo momento en el punto de mira de sus superiores. Eso lo colocaba a él también bajo constante sospecha, pero la sombra de Pieldelobo era alargada y ocultaba por sí sola las meteduras de pata de todos los que la rodeaban.

      —Vamos —insistió el subinspector—. Los de la científica han dicho que ya podemos pasar.

      Bajaron por la pronunciada pendiente agarrándose a los arbustos y apoyando las manos en la tierra húmeda. Más tierra húmeda, pensó Marcela. La sintió en la palma, como la que sostuvo el día anterior en el cementerio de Biescas. Tragó saliva, sacudió la cabeza y apretó los dientes. No era momento de debilidades.

      El coche, un Renault Clio blanco, presentaba las abolladuras habituales en un vuelco. Techo hundido, eje delantero desplazado y uno de los laterales bastante deformado. La puerta del conductor estaba abierta y no había nadie al volante. Miró a su alrededor. Varios agentes batían el terreno ayudados por linternas.

      —¿Y el conductor? —preguntó Marcela.

      —Ni rastro.

      —Estaría herido y ha conseguido salir. No andará muy lejos.

      —Llevan horas buscando, y nada —le aseguró Bonachera—. Lo que sí han encontrado son vestigios de sangre que suben hasta la carretera.

      —Ahí lo tienes.

      —Marcas de arrastre, no salpicaduras propias de quien camina cubierto de heridas.

      El subinspector señaló hacia un estrecho sendero delimitado por banderitas blancas.

      —Y en el asfalto —continuó—, desde varios kilómetros atrás hay señales de frenadas y acelerones, trozos de cristal y el retrovisor que le falta al coche.

      —A este desgraciado lo sacaron de la carretera.

      —Eso cree la Reinona.

      Marcela se giró para comprobar dónde estaba el jefe de la Brigada Científica. Por suerte, Saúl Domínguez, alias la Reinona, estaba a varios metros de distancia, concentrado en sus asuntos. El inspector tenía fama de organizar su departamento con mano de hierro y de mirar a sus subalternos por encima del hombro, con la barbilla levantada y el desdén grabado a fuego en los ojos. Otro mal bicho, pero este malo de verdad. Llevaba cinco años en Pamplona, y casi desde el principio un agente graciosillo le puso el mote y con él se quedó, aunque nadie había tenido nunca el valor necesario para decírselo a la cara. Sus casi dos metros de altura y la envergadura de sus hombros disuadían por sí solos de cualquier conato de broma a su costa.

      A pesar de todo, tenía que reconocer que Domínguez era un investigador concienzudo e imaginativo, con el olfato de un sabueso y los conocimientos del científico que era. Tenaz hasta rozar la cabezonería, Marcela no sabía de nadie a quien le cayera bien, aunque tampoco ella era santa de la devoción de la mayoría, así que en ese aspecto estaban empatados. Eso sí, si podía evitarlo, prefería que su camino no se cruzara con el de la Reinona. No sólo era un mal bicho, sino que además era un hombre rencoroso y vengativo. El último subinspector que tuvo la osadía de cuestionar sus decisiones pidió el traslado después de un año aguantando las constantes humillaciones y los estúpidos cometidos que Domínguez le encomendaba. Definitivamente, era mucho mejor mantener la distancia.

      Giró alrededor del coche. En el maletero, abierto de par en par, algo le llamó la atención: un cochecito infantil y una pequeña maleta de vivos colores. Al fondo, una bolsa de deporte que apenas abultaba. Se volvió con rapidez hacia el subinspector.

      —¿Sólo hay un rastro de sangre? —preguntó.

      —Sí, sólo uno. Y sólo hay sangre en el asiento del conductor y en la zona más cercana. Nada en el asiento del copiloto o en los traseros. Todo parece indicar que el conductor viajaba solo.

      —Una suerte.

      —Supongo que sí.

      Marcela completó la vuelta al perímetro del coche. Su mente recreó el vuelco, al conductor, aturdido, saliendo del vehículo, arrastrándose hasta la carretera, y luego…

      —¿Dónde termina el rastro de sangre? —quiso saber. Iluminó el sendero de banderitas con su propia linterna. Llegaban hasta la cuneta.

      —En mitad de la carretera, ahí mismo, y luego ni una gota más.

      —Se subió a un coche. O lo subieron. Quizá quien provocó el accidente lo esperaba arriba.

      —Pues a un hospital no lo han llevado; hemos llamado a todos, públicos y privados. No hemos encontrado documentos personales de ningún tipo —continuó Bonachera—. Sólo el equipaje del maletero, una bolsa con ropa de mujer y la maleta con equipamiento infantil, pero ninguna identificación.