Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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la factura del psiquiatra.

      —¿Estás yendo a un psiquiatra? —preguntó Juan, atónito.

      —¡Por supuesto que no! ¿Por quién me has tomado? ¿Por una niñita que no sabe controlar sus sentimientos y que ha perdido el rumbo de su vida? Fue duro en su momento, pero ahora estoy bien. De hecho, es cierto que apenas pienso en él. Sólo cuando algún capullo como tú me lo recuerda.

      Juan levantó las manos en señal de rendición. Desde pequeño temía las explosiones de ira de su hermana y no tenía intención de provocarla ahora, con la casa llena de gente.

      —Si tú estás bien, yo también —accedió—, pero no puedes irte mañana. Apenas hemos tenido ocasión de hablar, y no me refiero al papeleo. Tranquila, yo me ocuparé de todo eso, no te preocupes. Me refiero a charlar sin más. Desde que murió mamá no hemos hecho más que atender cuestiones… desagradables. Y no has visto a los chicos. No los vas a reconocer, están enormes. Aitor me recuerda mucho a ti, es muy listo, inquisitivo, y tiene un carácter del demonio.

      —¡Yo no tengo mal carácter! —protestó.

      —A la vista está —zanjó él con una sonrisa vencedora—. Quédate un par de días en casa, sólo para descansar, para que asimilemos juntos lo ocurrido. Ya nos ocuparemos de la ropa; esto es un pueblo, pero también tenemos tiendas de bragas.

      Se imaginó a sí misma paseando por las calles de Biescas, respondiendo educada a los saludos de la gente, aceptando nuevos pésames y condolencias de compromiso, repartiendo sonrisas corteses y breves cabeceos, jugando con sus sobrinos, intentando hablar con ellos de forma que la entendieran, o ayudando a su cuñada y a su hermano a poner y quitar la mesa. La sola idea le provocó un escalofrío.

      —De acuerdo —accedió, sin embargo—. Me quedaré un día más. Me vendrá bien desconectar y ver a esos engendros del diablo.

      —No llames así a tus sobrinos, y menos delante de Paula. Ella no acaba de entender tu sentido del humor.

      —Ni ella, ni nadie —se lamentó.

      Terminaron de subir las escaleras y su hermano se despidió con un beso delante de su habitación. Calculó que podría pasar un par de horas a solas, hasta que todo el mundo se fuera y el salón y la cocina volvieran a estar como una patena. Juan y Paula se ocuparían de eso, estaba segura.

      Entró, cerró la puerta y empezó a arrepentirse de haber cedido con tanta facilidad. Tenía muchas cosas que hacer, casos pendientes, declaraciones en el juzgado, testificales que repasar… Mañana pensaría una excusa para irse por la tarde.

      Se quitó los zapatos y se tumbó vestida sobre la cama. No tenía intención de dormirse, pero un cansancio inesperado se apoderó de su cuerpo y la dejó clavada sobre la colcha, sin fuerzas ni para meterse debajo del edredón.

      Se rindió, cerró los ojos y le tendió la mano a su madre, que la esperaba detrás de sus párpados, sonriente, con su pelo castaño cayéndole sobre los hombros, como antes de que el cáncer y la quimio hicieran estragos en su organismo.

      Sonrió al sentir en su mano la fina piel de su madre, respiró despacio y se dejó ir.

      3

      El día siguiente amaneció frío y despejado, brillante, absolutamente inadecuado en una jornada de duelo como la que estaba viviendo, en la que las emociones le arañaban la piel y las lágrimas amenazaban en todo momento con hacer acto de presencia.

      No recordaba la última vez que alguien la había visto llorar. Ni cuando estalló el escándalo de Héctor dejó entrever en ningún momento su dolor, su frustración, su furia, el miedo a que la arrastrara aquella ola de mierda que acabó con los huesos de su marido en la cárcel y con su foto en todos los periódicos e informativos. Ella logró mantenerse al margen y apenas fue mencionada en un par de ocasiones por los medios más sensacionalistas, pero, aun así, la vergüenza propia y la suspicacia, real o imaginada, que creía ver en los ojos de sus compañeros la hundió en un pozo de ignominia y humillación del que hacía poco que había empezado a sacar la cabeza.

      Y ahora, esto…

      La casa de su hermano seguía sumida en el sueño cuando salió a la calle. Aún no había amanecido y el sol era apenas una promesa, pero llevaba horas despierta y había empezado a notar cada arruga de la sábana, cada protuberancia en el colchón.

      Su sombra se fue haciendo más patente conforme regresaba a la casa de su madre. A su casa, en realidad. Marcela había nacido allí y vivió entre esas cuatro gruesas paredes hasta que se marchó a Ávila, a la Academia de Policía, con veintitrés años, nada más terminar la carrera de Psicología. Es cierto que mientras estuvo en la universidad de Zaragoza no vivía propiamente en aquella casa, pero Biescas seguía siendo su punto de referencia, el lugar al que regresaba casi cada fin de semana, al que se refería cuando anunciaba que volvía a casa.

      Todo cambió cuando llegó a Ávila. La distancia, la exigencia de la preparación, los nuevos colegas, aficiones recién descubiertas… Luego vinieron las prácticas, el primer destino, y el segundo, siempre lejos de casa, hasta que su hogar sólo fue un ente indefinido, indeterminado, difuso en la memoria, una casa vieja con una mujer mayor y un hermano sonriente en su interior.

      La de su madre era una casa grande, esquinada, muy cerca del río Gállego. Recordaba que, siendo niña, se dormía en verano con la ventana abierta para poder escuchar el murmullo del agua golpeando contra los guijarros de la orilla.

      La enorme fachada de piedra estaba horadada por dos enormes balcones de madera, uno en cada planta, perfectamente ubicados en el centro exacto sobre la gran puerta ovalada; la segunda fachada encaraba la carretera que llevaba al río. En ella, una hilera de tres ventanas por piso y un pequeño balcón en la esquina contrarrestaban la dureza de la mole grisácea.

      Se detuvo en la acera de enfrente y contempló el pétreo y consistente edificio. Era consciente de que estaba vacía, por supuesto. Nunca había sido una mujer fantasiosa ni creía en los milagros ni en los espíritus. Allí dentro no había nadie y, sin embargo, habría jurado que el visillo de una de las ventanas se acababa de mover, como cuando volvía de Zaragoza y su madre esperaba tras el cristal a que se bajara del autobús para salir a recibirla. Antes incluso de que consiguiera sacar las llaves del bolso, su madre estaba en la puerta, sonriente y lista para plantarle dos sonoros y apretados besos en las mejillas.

      Hoy no habría ruido de cerrajas, ni besos, ni pellizcos en la cintura para comprobar si había adelgazado desde la última vez, ni alegres exclamaciones, ni «dame la maleta, anda, que pareces cansada; te he preparado una cena capaz de resucitar a un muerto».

      Abrió la puerta con una sola vuelta de la llave. Con las prisas de la noche anterior nadie se había acordado de asegurar la entrada. Este era un pueblo tranquilo, pero, aun así, bien sabía ella que la maldad y la violencia podían aparecer incluso en los lugares más recónditos, bucólicos y supuestamente pacíficos.

      Entró, cerró la puerta a su espalda y respiró en la oscuridad.

      Se quedó en el vestíbulo, tan congelada como aquellos muros. Giró sobre sí misma en el recibidor de la casa vacía, observó las paredes llenas de fotos y los bodegones de flores que a su madre tanto le gustaban. Intentó dar un paso adelante, pero no pudo. Era como profanar un cadáver. La casa estaba muerta. Su madre era el corazón de ese lugar, y había dejado de latir. Allí no había nada que ver ni que sentir, salvo dolor, y de eso tenía más que suficiente.

      Abrió de nuevo la puerta, salió a la luminosa mañana y se encendió un pitillo. La calle ya era un hervidero de personas que iban y venían, niños camino del colegio, señoras con el carro de la compra y jubilados que balanceaban el bastón dispuestos a vigilar un día más el cauce del río. El agua nunca era la misma, como el aire que respiraban.

      También en casa de su hermano estaban todos levantados. Sus sobrinos no irían hoy a clase. Sus padres habían decidido tomarse las cosas con calma y disfrutar de un día en familia para hablar de