Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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era un sendero privado que terminaba en un depósito de aguas.

      Dio un violento volantazo cuando ya estaba a punto de pasar de largo. El coche describió un arco cerrado y las dos ruedas izquierdas perdieron el contacto con el asfalto. La sensación de estar volando la asustó, pero no llegó a paralizarla. A esas alturas ya no tenía nada que perder. Enderezó el volante y apretó el acelerador. El coche se lanzó cuesta arriba por la pista asfaltada llena de baches y socavones.

      Como esperaba, su perseguidor se dio cuenta demasiado tarde de la maniobra y siguió recto. «Ahora o nunca». Calculó que su ventaja no superaría los dos minutos. Aceleró al máximo de las posibilidades del modesto utilitario, revolucionando el motor para superar el pronunciado desnivel.

      «Unos metros más…».

      Ante ella apareció el enorme y compacto edificio de hormigón que albergaba el depósito de aguas del valle. La carretera terminaba allí. A su espalda, de momento sólo había oscuridad. Giró a toda velocidad hacia la parte trasera de la construcción circular y frenó en seco junto al muro exterior.

      Le temblaban las manos. Soltó con dificultad el cinturón de seguridad de la sillita del bebé, lo pasó por encima de su propio cuerpo, abrió la puerta del coche y lo dejó en el suelo, lo más cerca que pudo de la pared. Olvidó darle un beso. El último. Volvió a cerrar la puerta, dejando fuera el llanto desgarrado del niño, y aceleró de nuevo.

      Completó la vuelta al edificio y encaró la pista por la que había llegado.

      Allí estaba ya.

      Dos brillantes haces como cuchillos se acercaban a ella a toda velocidad.

      No dudó. Se lanzó cuesta abajo con la misma decisión con la que había subido, convencida de que no se atrevería a una colisión frontal. Quería matarla, no morir.

      Como esperaba, el deportivo se hizo a un lado en el último momento, dio media vuelta, arrojando una lluvia de guijarros, y aceleró tras ella.

      El silencio era tan doloroso… El único sonido que ahora podía oír era el de su corazón latiéndole en las sienes, sus jadeos y una oración que no recordaba haber empezado a entonar. Se concentró en la plegaria para amortiguar el miedo que le agarrotaba los músculos e intentó pensar.

      La carretera.

      Derecha… No, izquierda, lejos de allí. Lejos…

      El asfalto recibió a los neumáticos con un golpe seco. Oscuridad y silencio. A lo lejos, las luces de la ciudad. Delante, nada.

      La carretera le otorgó ventaja al deportivo. Aceleró e intentó adelantarla. Ella dio un volantazo para evitar que la superara, pero le faltó rapidez de reflejos. De pronto, sus ojos estaban casi a su lado. Y la sonrisa perversa.

      Fue consciente del movimiento brusco de sus brazos, del coche que se lanzaba sobre ella, del ruido de la carrocería al colisionar, de las chispas metálicas que iluminaron la noche.

      Abrió la boca e intentó terminar la plegaria. Luego todo empezó a dar vueltas. Soltó el volante y gritó. Se golpeó la cabeza contra la ventanilla y después rebotó en el techo. Rodó, gritó y repitió el nombre de Dios, pero al instante dejó de invocarlo. Prefería que su Señor se quedara al lado de su pequeño. Dijo «amén» e intentó volver a coger el volante, pero ya no pudo.

      Y luego, todo terminó. Las vueltas, las chispas, el sonido, el dolor y la vida.

      2

      Todos los cementerios huelen igual. Ese aroma dulce, empalagoso, de los cipreses enhiestos hacia el cielo, como si apuntaran la dirección que debían tomar las almas que iniciaban allí su incierto viaje. La tierra fresca, removida y amontonada a un lado de la fosa, tenía un olor acre, húmedo.

      Marcela siempre había tenido un olfato fino, muy agudo, pero su madre le hizo prometer años atrás que le daría sepultura en tierra, y no en uno de esos nichos que el ayuntamiento había levantado en un lateral del camposanto. Prefería apretujarse entre las lápidas de sus amigos, de sus antepasados y de decenas de personas cuyos descendientes habían formado parte de su vida. Los conocía a todos. En el pueblo todo el mundo sabía quién era quién. Eso era lo bueno y lo malo de los sitios tan pequeños, y una de las razones por las que se marchó. Demasiada gente conocida y demasiada poca intimidad.

      El cura levantó las manos hacia el cielo, murmuró unas cuantas frases más y volvió a cruzar los brazos delante del pecho. Luego la miró, y todos los presentes le imitaron. Cincuenta pares de ojos la observaban sin pestañear. ¿Qué querían? ¿Por qué nadie miraba a su hermano, de pie junto a ella? Porque a él estaban acostumbrados a verlo, pero ella era esa rara avis que asoma el pico una vez cada diez años, con suerte. Aquello no era del todo cierto, porque acudía a visitar a su madre con relativa regularidad, sobre todo desde que enfermó, pero apenas ponía un pie en la calle como no fuera para salir del coche el día de su llegada y volver a entrar cuando se iba. El resto del tiempo lo pasaba entre las cuatro paredes de la casona que un día fue su hogar. Su hermano, sin embargo, se había quedado a vivir allí, trabajaba en una fábrica cercana, había formado una familia y sus tres hijos crecían medio asilvestrados, libres y un poco gamberros. Como ellos mismos hacía no tantos años, recordó.

      Sintió un golpe en el brazo. Su hermano acababa de darle un codazo. Quizá pudiera leerle la mente y no le gustaba nada lo que estaba pensando.

      —La tierra —murmuró en voz baja.

      Sí. La tierra. Lo había olvidado.

      Avanzaron juntos un par de pasos y se colocaron frente a la fosa a la que ya habían bajado el brillante féretro en el que descansaba su madre. Sesenta años y una cruel enfermedad que la había ido devorando poco a poco por dentro. Fue duro verla empequeñecer, retorcerse, maldecir su suerte. Porque lo peor fue que permaneció lúcida hasta el último día. Incluso tuvo el temple de llamarla a Pamplona para despedirse. Marcela a punto estuvo de no coger el teléfono, pero al final, después de cinco tonos, pulsó el círculo verde y saludó.

      —Mamá, me pillas con un lío tremendo.

      —Sólo será un momento, de verdad. Estoy con el médico, ha venido esta mañana. Me querían llevar a Huesca, al hospital, pero les he dicho que no, que me quedo aquí, así que ha venido tu tía Esperanza y se quedará conmigo hasta que llegue tu hermano.

      —¿Estás peor? ¿Has tenido una recaída?

      —No te preocupes, chiqueta, tú tranquila. Yo estoy bien. Cansada, pero bien. Me temo que en mi saco ya no cabe ni un día más.

      —Vamos, mamá, te queda cuerda para rato.

      Escuchó un largo suspiro al otro lado del teléfono, y luego la voz de un hombre que pronunciaba palabras ininteligibles.

      —Bueno, mi niña, te paso con el médico, que quiere hablar contigo. Este es nuevo, no le conoces. —Otro suspiro—. Chiqueta, cuídate mucho. Te quiero.

      Marcela se quedó un momento en blanco antes de responder. Nada de aquello era normal.

      —Yo también te quiero, mamá.

      No estaba segura de si su madre la oyó, porque un segundo después le llegó la voz del hombre, ahora clara y rotunda.

      —Señora Pieldelobo, soy el doctor Betés, el médico de su madre.

      Oyó el sonido de los pasos del hombre sobre la madera de su casa. Luego una puerta. Se estaba alejando en busca de intimidad. Sólo las malas noticias necesitan privacidad.

      —Hola —saludó ella, lacónica, expectante.

      —Me temo que el estado de su madre ha empeorado gravemente y de manera irreversible.

      —¿A qué se refiere? Acabo de hablar con ella y está bien. Cansada, pero bien —afirmó, repitiendo las palabras de su madre.

      —Me llamó ayer a la consulta porque se sentía más agotada de lo normal