Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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el pitillo en silencio, con largas caladas y media sonrisa en los labios, cómodos uno al lado del otro a pesar de la distancia que los separaba después de tantos años sin apenas tratarse más allá de lo que marcaban las fórmulas sociales. Las cenas de Navidad, un par de días en verano, algún fin de semana esporádico y las rápidas visitas de ida y vuelta cuando su madre enfermó. Pero se querían, y ambos sabían que el otro siempre estaría ahí para lo que hiciera falta.

      Aplastaron las colillas en la tierra y las ocultaron debajo del tocón, junto a los restos amarronados de viejas boquillas y jirones claros del interior de los filtros. Marcela dedujo que su hermano visitaba con frecuencia el destartalado gallinero.

      Permanecieron unos minutos sentados sin decir nada. Hacía frío allí fuera, pero era agradable escuchar el sonido del viento sobre sus cabezas.

      —Has pasado un mal rato en el cementerio —empezó su hermano. Su tono se parecía al de una disculpa.

      —Estoy bien —le aseguró Marcela—. ¿Sabías que los neandertales ya enterraban a sus muertos y llevaban flores a su tumba? Y en la cultura Bo, en China, colgaban los féretros de las paredes de una montaña para acercarlos más al cielo.

      —WikiMarcela —bromeó Juan—. Deberías ir a un concurso de la tele.

      —No doy el perfil —respondió con una sonrisa— y, además, entonces todo el mundo sabría que soy un poco friki.

      —Un poco, dice…

      Empujó a su hermano y escondió las manos entre las piernas para hacerlas entrar en calor. Permanecieron mudos, Juan contemplando el suelo, Marcela siguiendo con la mirada el combado recorrido del alambre que rodeaba el gallinero. No había ni un solo rombo igual a otro. Los picos de las aves, las pequeñas garras de los roedores, el óxido y sus propios dedos se habían entretenido durante muchos años en deformar lo que un día fue una alambrada casi perfecta.

      —¿Qué tal te va todo? —preguntó Juan después de un largo suspiro, consciente, quizá, de que su hermana no tenía intención de acabar con el prolongado silencio.

      —Bien —respondió ella, lacónica—. Ya sabes. Trabajo, trabajo y más trabajo. Si es cierto que el trabajo es salud, yo voy a vivir mil años.

      —Te veo más delgada.

      —Llevo los mismos pantalones de hace tres años.

      —No lo dudo, pero te quedan grandes.

      —Ya te he dicho que estoy bien, en serio. Mamá estaría orgullosa de mi dieta —añadió, y le dio un codazo a su hermano en las costillas que les arrancó una sonrisa—. ¿Y vosotros? ¿Qué tal van las cosas por aquí?

      Juan sacó otro cigarrillo de su propia cajetilla y le ofreció uno a Marcela, que aceptó el pitillo y lo cebó con su mechero.

      —Bien, supongo. La falta de noticias son buenas noticias, y aquí nunca pasa nada.

      El aire olía a tabaco rubio, a tierra mojada y a excrementos de animales. Marcela hinchó los carrillos y soltó el humo que guardaba en la boca, formando una densa nube gris frente a la cara de Juan.

      —¿Qué es lo que va mal? Me ha parecido que todo está como siempre.

      —Eso es lo malo, que todo está como siempre.

      Marcela guardó silencio, esperando que continuara. Sin embargo, su hermano apuró el pitillo, lo apagó en el suelo y lo hundió en la tierra oscura. Ella le imitó.

      —Será la crisis de los treinta —dijo por fin—. O de los treinta y tres. Chorradas, sólo chorradas. Y será por el día. Muchas emociones y ninguna buena.

      Juan se inclinó sobre ella y le dio un beso en el pelo. El gesto de ternura la pilló tan desprevenida que su primera reacción fue la de alejarse de él. Vio la tristeza en sus ojos. La reconoció porque era la misma que veía cada día en el espejo.

      —Tú también no, por favor —le suplicó en un susurro.

      —Nunca —le prometió ella. Se acercó y le besó en la frente—. Yo siempre estaré aquí.

      La noche ya era un hecho y dentro de la casa la gente pronto empezaría a despedirse. Paula se enfadaría mucho si la dejaban sola en el velatorio de su suegra. Se levantaron y volvieron a la casa.

      Nada más entrar en el salón se toparon con la mirada nerviosa y ofendida de su cuñada. Caminó hacia ellos con brío y se detuvo a un paso de su marido. Husmeó el aire, torció el gesto y soltó un bufido. Quedaba al menos una veintena de personas en el salón. Al parecer, casi nadie se había marchado mientras ellos fumaban y disfrutaban de la soledad en el viejo gallinero.

      Marcela esquivó el reproche mudo y enfiló hacia las escaleras.

      —Me voy a mi habitación —le dijo a su hermano—. Estoy cansada y me duele la cabeza, no tengo ganas de hablar con toda esa gente. Avisadme cuando estéis listos para iros.

      Había pasado allí la noche anterior, pero después de horas dando vueltas en la cama, escuchando los quejidos del edificio y aspirando olores que la hacían fruncir la nariz, decidió aceptar la invitación de su hermano y dormir en su casa.

      —Toda esa gente es tu familia. Rosa y Pedro han venido desde Zaragoza para despedirse de mamá, y Ana, Antonio e Ignacio han viajado desde Madrid.

      —¿Quiénes?

      —Tus primos, por Dios, que parece que vives en otra galaxia.

      —No me encuentro bien. Tengo una jaqueca horrible y mañana debo madrugar para volver a Pamplona.

      —¿Te vas mañana? Tenemos muchas cosas de las que hablar, hay asuntos que solucionar, decisiones que tomar… Y tú tienes que asimilar lo ocurrido. No me parece que estés muy bien.

      —Lo estoy, de verdad, y lo que tú hagas y decidas me parecerá perfecto. Sé que será lo mejor. Avísame cuando me necesites, cuando tenga que venir a firmar lo que me pongas delante, y vendré. Además, no me he traído ropa, y tu mujer no puede seguir prestándome bragas y camisas indefinidamente. Ya llevo aquí dos días…

      Su hermano la observó un buen rato en silencio. Luego se acercó y le plantó un beso en la mejilla. Su barba incipiente le produjo un cosquilleo y evocó en su mente una imagen que no pintaba nada en ese momento.

      —Me parece que no te voy a ver mucho a partir de ahora, tata —le dijo con los ojos brillantes.

      —Siempre que quieras —le desdijo ella—. Ya sabes dónde estoy.

      Él sonrió y movió despacio la cabeza de un lado a otro. Luego le pasó un brazo por los hombros y se encaminaron juntos hacia la escalera, dando la espalda a los invitados. Marcela suspiró aliviada y miró agradecida a su hermano pequeño. Le pareció ver en sus ojos un rastro del chiquillo inquieto y travieso que había sido, el joven simpático y extravertido que se reía como un crío con un tebeo entre las manos. Pero el velo de tristeza no acababa de desaparecer. Quizá fuera por la muerte de su madre. O quizá hubiera algo más.

      El brillo nostálgico duró una fracción de segundo y luego dejó paso al Juan adulto, responsable, que se esforzaba por ser un buen padre, el hermano preocupado por su hermana mayor, tan sola, tan desgraciada…

      —¿Qué tal llevas lo de…? —Ahí estaban, la preocupación y el recelo. Le extrañaba que no hubiera sacado todavía el tema—. Ya sabes, lo de Héctor.

      La miró de hito en hito, con cautelosa atención, estudiando hasta su más mínima reacción. Lo que él no sabía era que, después de tres años, Marcela había perfeccionado mucho su cara de esfinge. Levantó los ojos sin pestañear, alzó un poco las cejas, relajó las mejillas para que ninguna mueca la delatara y se encogió de hombros con desdén.

      —No lo llevo ni bien ni mal. Me limito a no pensar en él.

      —No puedes hacer como si nunca hubiera existido.

      —Claro