Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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más profesional y saludó—. Buenos días, Garrido.

      —Inspectora, sabe de sobra que no puede dejar el coche aquí, esto no es un aparcamiento. Sólo coches patrulla y vehículos oficiales.

      —Lo sé, lo sé, pero ayer no tuve tiempo de acercarme a retirarlo. El subinspector Bonachera y yo tuvimos que salir.

      —Ya —respondió, meneando la cabeza—. Lo siento, inspectora, pero eso no es excusa. Tengo orden de llamar a la grúa la próxima vez que aparque aquí.

      —Así me gusta, Garrido, siempre cumpliendo con su deber. Deme un momento y vengo a retirarlo.

      No esperó la respuesta del agente, cuyo rostro empezaba a encarnarse, y subió las escaleras de la entrada de dos en dos. Un minuto después estaba en su despacho, frente al ordenador. Ni rastro del informe de la científica. Bufó, volvió a ponerse el abrigo y bajó en ascensor hasta el garaje. Salió por la rampa y se subió a su coche. El agente había vuelto a entrar en el edificio y la miraba desde detrás del parapeto de la ventana blindada. Varias capas de cristal grueso, polivinilo y resina fundida, todo ello unido entre sí a una elevada presión mediante un proceso de vacío y calor. Pero los cristales antibalas no existen. El que tenía enfrente no aguantaría más de cinco disparos antes de resquebrajarse, eso si las balas no procedían de una Magnum 44 o de un fusil militar. Entonces, el rictus prepotente de Garrido se convertiría casi al instante en una máscara de Munch.

      Tardó media hora en encontrar aparcamiento en una zona en la que no tuviera que pagar por dejar el coche. Vivir en el centro era un problema para los conductores. Cerró y se mandó un correo electrónico a su propia dirección con la ubicación. La última vez que no lo hizo tardó varias horas en dar con él, y estuvo a punto de pedir ayuda a las patrullas para localizarlo. Cuando por fin volvió a su despacho, el total de su demora ascendía a casi tres horas.

      —Jefa —la saludó Bonachera, que entró en el cubículo en cuanto la vio llegar.

      —No me llames jefa.

      En esta ocasión, el subinspector decidió ignorarla.

      —Nada de Domínguez.

      —Lo sé, he estado aquí antes. No voy a llamarle, él sabrá el ritmo al que trabaja y a quién tiene que rendir cuentas. Pide una orden para las cámaras de tráfico de la zona. No habrá muchas, no debería costarnos demasiado localizar el coche. Amplía la búsqueda a una semana antes del hallazgo del vehículo. Y que vuelvan a contactar con los hospitales y clínicas públicas y privadas.

      —Parra está en ello. Nos llamará con los resultados.

      —¿Es nuevo?

      —¿Parra? Lleva dos años aquí, y en todo caso sería «nueva». Olivia Parra.

      —Soy un desastre para los nombres —se justificó Marcela, que en realidad no conseguía ponerle cara a la agente. Miró al subinspector y le animó a seguir.

      —¿Merece la pena alertar a la unidad canina? —preguntó Bonachera.

      —Ayer cayó el diluvio universal, no creo que encuentren nada.

      —Tienes razón —asintió él.

      Firmó la solicitud pertinente y se la alcanzó a Bonachera, que ya esperaba de pie junto a la puerta. Al salir, tuvo que hacerse a un lado para cederle el paso a una joven agente de la unidad de Familia e Infancia. Marcela se dio cuenta de que el de Miguel no era sólo un gesto educado, sino su ocasión de acercarse a una de las mujeres más imponentes de la comisaría. Alta, atlética, guapísima y siempre ceñida cuando se quitaba el uniforme.

      La agente Méndez le dedicó una mirada de soslayo sin devolverle la sonrisa y lo dejó atrás antes de detenerse un paso por delante, ya en el interior del despacho.

      —Con permiso, inspectora.

      —Pase, por favor.

      La agente dejó sobre la mesa la carpeta amarilla que llevaba debajo del brazo.

      —Creo que en Familia tenemos algo que puede interesarle —empezó. Marcela se inclinó hacia delante y esperó—. Hace dos días, un operario de la depuradora de aguas del valle de Aranguren encontró un bebé en el aparcamiento.

      Un cochecito infantil. Ropa de bebé en el maletero. Un solo rastro de sangre.

      Marcela se levantó de un salto.

      —Cuéntemelo de camino a donde sea que lo hayan llevado.

      El bebé dormía, plácido y abrigado, en el centro de una cuna demasiado grande para él. Varón, perfectamente cuidado y alimentado, de no más de cuatro meses, a juzgar por el estado de su fontanela. «Fontanela», espacio entre los huesos del cráneo de un bebé, una zona blanda, extremadamente delicada, que desaparece entre los doce y los dieciocho meses. Repitió la palabra mientras seguía a la directora del área de pediatría del hospital hasta su despacho. Fontanela. Ventana pequeña. Una palabra preciosa, pensó.

      El expediente del bebé apenas abarcaba un par de folios en los que se dejaba constancia de la fecha de su llegada, los resultados del reconocimiento médico y la alerta que se había lanzado a todos los organismos competentes.

      La oficial Méndez le explicó que un operario de la depuradora había llamado al 112 el sábado por la tarde, asegurando que habían encontrado un bebé en el aparcamiento trasero. Los sanitarios que acudieron al lugar comprobaron que estaba al borde de la hipotermia a pesar de la ropa de abrigo que vestía, lo que hacía suponer que llevaba varias horas a la intemperie. También estaba hambriento y con el pañal a rebosar, lo que corroboraba la hipótesis inicial. Por suerte, dieron con él antes de que se desatara la tormenta del día anterior.

      —¿No se ha presentado ninguna denuncia? —le preguntó a la agente mientras atravesaban un pasillo tras otro.

      —No, nada. Hemos contactado con el resto de cuerpos, incluidas las policías locales de toda Navarra, y hemos lanzado un aviso a nivel nacional y a través de la Europol. Que estuviera en Pamplona no significa que sea de aquí, pueden haberlo traído de cualquier parte.

      Es lo que tiene la globalización, pensó Marcela, que los delitos y los delincuentes tampoco conocen fronteras.

      La pediatra apenas pudo serles de ayuda. Les repitió lo que ya habían leído en el informe y les aseguró que nadie había preguntado por el niño, ni en persona ni por teléfono.

      —El bebé está perfectamente —les confirmó—, sano, limpio y bien cuidado. Tenía hambre, a esa edad comen cada tres o cuatro horas, pero no está famélico. Lo habían alimentado correctamente hasta que lo dejaron allí.

      —¿Encontraron etiquetas identificativas en la ropa, en la sillita o en el propio niño?

      —No. De haberlo hecho, lo habríamos comunicado a la policía —respondió ofendida.

      —Por supuesto, claro. Sólo confirmo los datos. ¿Existe algún modo de comprobar la identidad del bebé? Huellas dactilares, plantares…

      —Es muy difícil —lamentó, enfatizando su desilusión con un balanceo de cabeza—. Tenemos un registro de huellas plantares, como bien ha apuntado, que además está digitalizado, pero sólo son útiles con recién nacidos. En cualquier caso, ya hemos procedido a tomar la huella del niño y la estamos comparando con las de la época en la que suponemos que nació. Los avisaremos si el sistema arroja algún resultado, pero no se hagan ilusiones. En los primeros seis meses un ser humano cambia más que en el resto de su vida.

      Marcela asintió con la cabeza y se levantó para salir. Mientras seguía a una celadora hasta la salida a través de un laberinto de pasillos y puertas automáticas, pensó en cuánto cambiaba en realidad el ser humano a lo largo de su vida. A veces era una evolución lógica y sutil, propia de la edad, pero otras veces las transformaciones eran salvajes, profundas e inesperadas. Un adorable niño convertido en un irascible adolescente adicto a la marihuana; un hombre honesto y cabal transformado en un estafador embustero y codicioso; una mujer tranquila que adora a su marido