Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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iba a estar vacía un tiempo…

      —Llamaremos a la central. Anota el nombre de la empresa.

      —No te darán ni la hora.

      —Veremos —zanjó Pieldelobo, que se encaminó hacia la entrada trasera—. Échale un vistazo a la cristalera. Quizá esté abierta.

      Bonachera la miró y asintió. Se acercó al enorme ventanal que daba a un jardín bien cuidado y observó la cerradura. Igual que la principal, la puerta se abría introduciendo un código numérico en un teclado instalado en el dintel.

      —¿Pedimos una orden? —preguntó.

      —Depende de lo que encontremos —respondió ella—. Nadie ha denunciado su desaparición, ¿verdad?

      —No, que yo sepa —confirmó Bonachera—. Lo comprobaré en cuanto lleguemos.

      Golpetearon el cristal con los nudillos y observaron el interior con la nariz pegada al vidrio. No percibieron ningún movimiento. La casa permanecía silenciosa y oscura. Rodearon el edificio, oteando por las ventanas de la planta baja, y luego se alejaron un poco de la fachada para intentar atisbar el primer piso. De nuevo, nada.

      —Aquí no hay nadie —murmuró Bonachera.

      —Vámonos —ordenó Marcela—. Buscaremos a su familia. Padres, hermanos…

      —Amigos, compañeros de trabajo… Conozco el protocolo.

      No vieron por ningún lado a los guardias de seguridad cuando abandonaron la casa. Marcela supuso que habrían seguido con su ronda y cruzó los dedos para que recordaran sus palabras. Una frase lanzada con la suficiente autoridad desde detrás de una placa solía grabarse a fuego en la memoria del destinatario.

      Como de costumbre, el subinspector se colocó tras el volante mientras Pieldelobo se abrochaba el cinturón. Abandonaron el tranquilo camino residencial y se sumaron al tráfico de la autovía.

      —¿Crees que el bebé ha salido de esta casa? —preguntó Bonachera sin apartar la vista de la calzada. Los vehículos zigzagueaban de un carril a otro, adelantando a los más lentos para llegar diez segundos antes adondequiera que fueran.

      —No tengo ni idea. Pide pruebas de ADN del crío y que las comparen con la sangre del accidente. Seguiremos sin saber si la víctima está viva o muerta, o si se ha ido por propia voluntad o se la han llevado, pero al menos tendremos una foto y un nombre.

      —Tenemos un nombre, Victoria García de Eunate —le recordó el subinspector.

      —Sólo sabemos que lleva varios días sin ir a trabajar y que no está en su casa, nada más. Alquiló el coche con su tarjeta, pero se la pudieron robar o pudo haberla perdido. Y no tiene hijos, no lo olvides. Un detalle como ese no pasa desapercibido.

      Apenas había puesto un pie en el edificio de comisaría cuando una voz masculina gritó su nombre.

      —¡Andreu te está buscando! —anunció el agente de guardia desde la garita de recepción. Tenía el teléfono en la mano y lo sacudía hacia el cristal, como si pudiera pasarle la llamada a través del metacrilato reforzado.

      —¿Qué quiere el comisario?

      —No tengo ni idea, pero acaba de llamar.

      —No le digas que estoy aquí, tengo que volver a salir ahora mismo, sólo he venido para hacer algo de papeleo y…

      —Te ha visto, inspectora —le cortó el oficial, acabando de un golpe con cualquier posibilidad de escapatoria—. Estaba en la ventana y te ha visto llegar.

      —Vale —se rindió—, dile que ya subo.

      No es que evitara hablar con el comisario César Andreu porque tuviera una mala relación con él. Mantenían un trato correcto, distante siempre que era posible, cordial cuando el momento así lo exigía, siempre educado, dentro de los límites de cada uno, sin salirse nunca de su papel. Él, el de su máximo superior. Ella, el de la inspectora efectiva que no daba problemas. Casi nunca.

      A pesar de sus desencuentros a lo largo de los años, cuando el nombre de su entonces marido saltó a la palestra en relación con el escándalo financiero que dio con sus huesos en la cárcel, Andreu estuvo siempre al lado de su inspectora, defendiendo su inocencia y exigiendo la carga de la prueba a quienes la acusaban. La amparó sin fisuras, aunque antes tuvo que responder a sus preguntas en un interrogatorio «privado» que se prolongó durante más de seis horas. Sólo cuando estuvo convencido de su inocencia dio la cara ante la opinión pública y cerró filas a su lado.

      El auxiliar del comisario la saludó desde su mesa y le indicó con un gesto que pasara. La puerta estaba entreabierta. Llamó quedamente con los nudillos y entró en el despacho de Andreu. El comisario la esperaba de pie junto a la misma ventana desde la que la había visto llegar.

      —Jefe —saludó. César Andreu se volvió despacio y le dedicó una breve sonrisa antes de dirigirse a su mesa y sentarse. Marcela permaneció de pie.

      —Inspectora Pieldelobo, siéntese, por favor. —Guardó silencio mientras ella ocupaba una de las sillas del otro lado del escritorio—. Quiero que sepa cuánto siento la muerte de su madre. Sé que llevaba tiempo enferma, pero uno nunca está preparado para una pérdida como esa.

      —Gracias —musitó, sorprendida.

      —Los psicólogos del cuerpo están a su disposición. Si necesita hablar con alguien, no lo dude. Las hijas están especialmente unidas a su madre, es algo que veo incluso en mi propia casa. Los chicos son otra cosa, pero las chicas… —Dejó escapar un suspiro mientras Marcela se esforzaba por mantenerse seria y serena. No sabía si indignarse o echarse a reír, así que optó por el punto intermedio: la impasibilidad.

      —Gracias —repitió—, pero no creo que sea necesario. En cualquier caso, lo tendré en cuenta. Jefe —continuó—, necesito presentar una solicitud. Voy a cursar una orden de busca y quiero desplegar cuanto antes todos los efectivos que sea posible.

      El comisario se enderezó en la silla y apoyó los brazos sobre la mesa.

      —¿A quién busca?

      —A Victoria García de Eunate. El domingo nos llegó el aviso de que habían encontrado un coche accidentado cerca del depósito de aguas. Había sangre y marcas de frenadas de al menos dos vehículos, pero ni rastro del conductor, ni vivo, ni muerto, ni herido. —Andreu la escuchaba con atención, así que continuó—. Encontramos una pequeña maleta con ropa infantil en el maletero. El lunes, una agente me informó de que unos operarios de la depuradora cercana habían encontrado un bebé abandonado en el aparcamiento trasero de las instalaciones, y ese mismo día conseguimos identificar a la persona que había alquilado el coche siniestrado: Victoria García de Eunate. A partir de aquí todo es muy confuso. Hemos acudido a su domicilio, sin resultados, y en la empresa para la que trabaja, AS Corporación, afirman que no tiene hijos. Pero la mujer sigue sin aparecer, por eso quisiera desplegar el operativo de búsqueda y…

      —¿Ha estado en su casa y en su trabajo? ¿Tiene una orden?

      Marcela no pestañeó. El tono de Andreu se había vuelto duro, áspero. Había pinchado en vena y la sangre empezaba a fluir.

      —El subinspector Bonachera y yo estuvimos en la empresa cuando todavía desconocíamos quién había alquilado el vehículo. El gerente nos lo dijo. No fue necesario pedir una orden, cooperaron de buena voluntad. Luego fuimos a casa de la señora García de Eunate para comprobar si estaba allí y si se encontraba bien. No entramos, nos limitamos a mirar a través de las ventanas cuando nadie nos contestó.

      —Me ha llamado el vicepresidente de AS Corporación —reconoció por fin el comisario. Se habían acabado los rodeos y los paños calientes—. Le sorprendió que dos de mis efectivos se presentaran en sus oficinas centrales sin previo aviso.

      —No solemos avisar cuando buscamos a una persona de interés en el curso de una investigación —se defendió Pieldelobo.

      —Como