Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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del trabajo de oficina.

      —La dueña de la casa tiene un hijo, un bebé —respondió Marcela, directa al grano—. Entonces, ¿por qué el gerente de la empresa negó saber nada al respecto? Un embarazo y un parto no es algo que se pueda disimular. Y no vive escondida en una cueva…

      —¿Cómo lo sabes? —intervino Bonachera.

      Marcela se calló un instante.

      —Confidencial —replicó poco después.

      —Ya, confidencial, claro. El día menos pensado…

      Ella interrumpió sus advertencias. Le aburría escuchar siempre lo mismo.

      —Y ese bebé tendrá un padre.

      —Salvo que el espíritu santo se pasara por allí —bromeó Bonachera.

      —Había un rosario en la mesita de noche y varios crucifijos y cuadros religiosos en las paredes, así que no descarto esa posibilidad.

      Mierda.

      —¿¡Has entrado!? —exclamó Miguel.

      Ella optó por continuar como si no hubiera metido la pata hasta el fondo.

      —Hay que encontrar al padre de la criatura. Es una pieza clave para entender lo que pasa aquí. ¿Cómo van las órdenes?

      —Se las subí a Andreu, como me pediste. De momento no ha respondido.

      Marcela cabeceó.

      —Nos vemos mañana. Es tarde y estoy cansada. Vete a casa, Bonachera.

      —Estoy de camino. Hasta mañana.

      Recogió la bandeja y salió a la calle. Hacía frío. El otoño era poco más que una bonita palabra en aquellas tierras, igual que en las que la vieron nacer. Otoño, del latín autumnus, que a su vez viene del etrusco auto, que anuncia un cambio. Le gustaban las palabras y su procedencia, pensar en la primera vez que se utilizaron y cómo habían cambiado hasta salir de su boca. Solía jugar con su madre a deshacer palabras complejas, analizaban su origen y luego buscaban su significado en la enorme enciclopedia de tapas de piel que ocupaba buena parte de la librería del salón.

      Mierda. Se sentó en el coche, aferró el volante con las dos manos y miró al frente, hacia la negrura de la noche, apenas rota por la luz de las farolas que absorbía el asfalto. Los recuerdos la azotaban sin piedad, imágenes que un día fueron agradables y que quizá con el tiempo volverían a serlo, pero que ahora la desgarraban por dentro como los dientes de una sierra.

      Las cuatro de la madrugada de un sábado. La puerta de su casa de Biescas crujía como los huesos de una anciana. Imposible entrar sin que su madre se enterara. Tenía diecisiete años y hacía poco que había empezado a alargar la hora de volver a casa los fines de semana, pero nunca había llegado tan tarde.

      Su madre removía una infusión sentada a la mesa de la cocina. Marcela subió resignada los escalones, devanándose los sesos en busca de una buena excusa, pensando en cómo esquivar el castigo. Llevaba el pelo revuelto, el maquillaje corrido y una carrera en las medias. Su amiga Miriam había llevado una bolsita de marihuana y la fiesta se había desmadrado. Se divirtió de lo lindo, cantó y bailó hasta que Enrique se acercó a ella y le propuso al oído buscar un lugar discreto. Marcela se lo estaba pasando bien, no quería irse de allí, pero la sonrisa bobalicona que exhibió fue interpretada como un sí. Recordaba negarse, y a él llamarla tonta, asegurarle que le iba a gustar. Recordaba la hierba mojada en el culo y los riñones, las medias recogidas en los tobillos y a Enrique forcejear con sus pantalones. Entonces algo despertó en su interior, se levantó con dificultad, se subió las medias y empujó al muchacho con todas sus fuerzas. Desde el suelo, Enrique pestañeaba asombrado mientras la veía alejarse.

      —¿Estás bien? —le preguntó su madre. El vaho de la taza le acariciaba la cara.

      —Sí. Siento el retraso, me he despistado.

      Su madre la miró sin decir palabra durante unos largos segundos.

      —Sé que no me vas a contar lo que haces —dijo por fin—, yo tampoco se lo contaba todo a mi madre. Pero si un día necesitas cualquier cosa, y recalco lo de cualquier cosa, puedes contar conmigo. En cualquier circunstancia, siempre. ¿Entiendes?

      Marcela la miró con la boca abierta, sin saber muy bien qué decir.

      —Sí, claro —acertó a balbucear—. Gracias, mamá. Me voy a la cama.

      Ahora la necesitaba, en ese mismo instante. Su contacto seguía en el teléfono, podía escribirle un mensaje, escuchar su voz en el contestador… Tenía fotos, vídeos…

      El dolor le golpeó el pecho y le provocó una intensa arcada. Abrió la puerta del coche e inclinó el cuerpo hacia fuera. Poco después, su estómago volvía a estar tan vacío como media hora antes.

      Empezaba a llover. Fuera y dentro de ella.

      Cogió el teléfono y llamó.

      —Inspectora —respondieron poco después.

      —Inspector —saludó ella con una sonrisa en los labios—. ¿Me invitas a cenar? Llevo un día de perros.

      —Siempre me toca pagar a mí.

      —El sueldo de los funcionarios autonómicos es muy superior al mío, así que no te quejes.

      —De acuerdo —accedió él. Marcela intuyó su sonrisa al otro lado de la línea y se le encogió el estómago—. ¿Qué te apetece?

      —Lo de siempre, soy una chica sencilla.

      —¿En media hora?

      —En media hora.

      La yema del dedo corazón de Damen recorría despacio la tinta de la espalda de Marcela. En la base, las raíces del enorme árbol que llevaba tatuado se perdían en sus nalgas. El tronco crecía combado y astillado, y de él surgían ramas retorcidas que recorrían su espalda y se abrazaban a su tórax. Las ramas desnudas trepaban por su piel y se detenían justo al inicio del cuello, donde se deslizaban sinuosas por los hombros hacia sus pechos. Entre las ramas, a ambos lados de la columna vertebral, dos cuervos ascendían hacia un cielo imaginario.

      En la curva de la cintura, una gruesa rama se extendía y crecía hacia el vientre, hasta casi alcanzar el ombligo. Damen la obligó a girarse sobre el colchón para seguir el trazo del artista y se detuvo en una pequeña figura oscura. Una cría de cuervo permanecía apoyada en un delgado brote. Tenía las alas plegadas y el pico apuntaba hacia abajo.

      Marcela suspiró. Damen sonrió al ver los labios de ella arqueados hacia arriba, un regalo poco frecuente. Inclinó la cabeza y la besó en el cuello.

      Se habían encontrado hacía tres horas en un pequeño restaurante que habían convertido en su rincón privado. Poco más que un antro, sus paredes, recubiertas de madera, habían absorbido tanto alcohol derramado con el paso de los años que cualquiera podría emborracharse sólo con lamer las tablas. Olía a tabaco y a vino rancio, pero las mesas estaban limpias, el local no tenía televisión, al dueño le gustaba el jazz y la cocinera preparaba el mejor cordero al chilindrón del mundo.

      Esa noche cenaron ajoarriero y dieron buena cuenta de una botella de vino blanco. Marcela se abstuvo de pedir nada más. Lo que necesitaba en esos momentos no estaba en el fondo de un vaso.

      —¿Un mal día? —le preguntó Damen cuando llegaron al piso de Marcela.

      —Una semana de mierda —respondió ella mientras se quitaba las botas y las lanzaba de una patada al otro extremo de la habitación. Se sentó sobre la cama y se retiró el pelo mojado de la cara. La niebla, la maldita niebla, húmeda y densa, cargada de gotas heladas que se pegaban a la ropa, al pelo, a la piel. A la vida.

      —Debería haberte acompañado a Biescas, al funeral.

      Marcela sacudió la cabeza.

      —No, no habría sido buena idea. Conseguí a duras penas