Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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resultados que nosotros queremos o los que quieren ellos? —De acuerdo, sin paños calientes.

      —No puede ir por ahí avasallando, inspectora.

      —No creo que la persona que nos atendió en la empresa en cuestión se sintiera en absoluto intimidada. Le explicamos la situación, él la comprendió y accedió a darnos el dato que necesitábamos.

      —¿No utilizó un tono demasiado alto, unas palabras un poco más gruesas de la cuenta o unas frases cuyo contenido pudiera dar lugar a equívoco? Que sonaran a amenaza, por ejemplo, o que dieran a entender que tenía en su poder una orden inexistente.

      —En absoluto.

      —Bien. —El silencio se alargó y estranguló el ambiente. El comisario no apartaba la mirada de Marcela, buscando algo, una excusa, o quizá una razón, para lo que fuera que le rondara la cabeza.

      —Si me disculpa, tengo que poner en marcha el operativo de búsqueda.

      Estaba casi de pie cuando el comisario volvió a hablar y tuvo que sentarse de nuevo.

      —A partir de ahora, todo lo relacionado con AS Corporación pasará antes por esta mesa, y yo decidiré si es pertinente o no. Entrevistas, visitas, órdenes, incluso llamadas de teléfono. ¿De acuerdo?

      Marcela apretó los labios y aferró con fuerza los brazos de la silla.

      —No lo entiendo. Esa empresa no está vinculada con ningún delito, al menos de momento. Buscamos a una persona desaparecida, al parecer implicada en un accidente que pudo no haberlo sido. Debería ordenarles a ellos que nos ayuden, y no a mí que me frene.

      —Avanzaremos sobre seguro.

      —¿Sobre seguro? ¿Seguro para quién, jefe? ¿Y si quien sacó a esa mujer de la carretera trabaja en la misma compañía? ¿De dónde ha salido ese niño? Voy a pedir ahora mismo una orden para registrar su casa.

      —Está rozando la insubordinación, inspectora. Le he dado una orden clara y no espero que la comparta, y mucho menos que la discuta. Quiero que la acate. Punto. Usted y sus prejuicios, sus ideas preconcebidas, pueden dañar la reputación del cuerpo si se presenta como un elefante en una cacharrería en el lugar menos indicado y con las personas menos oportunas.

      Marcela se puso de pie, sacudió la cabeza a modo de brusca despedida y salió.

      —¡Pieldelobo! —oyó gritar al comisario. A pesar del respingo que dio el auxiliar en su silla, ella fingió no haberlo oído y se dirigió a las escaleras.

      Encontró a Bonachera en su mesa, concentrado en el teclado del ordenador. Sus ojos seguían el vaivén de sus dedos sobre las letras para no equivocarse al pulsar.

      —Estoy con el operativo de búsqueda —le dijo sin mirarla—, enseguida te lo paso para que lo firmes y me pongo con la orden de registro y las pruebas de ADN.

      —Que se lo suban al comisario, él lo firmará. O no, no lo sé.

      Miguel dejó los dedos en suspenso.

      —¿Andreu?

      —¿Hay otro comisario?

      —¿Qué ha pasado?

      —Los de AS se han quejado de nuestra presencia sin previo aviso y, al parecer, hay llamadas que escuecen.

      —No creo… —empezó el subinspector.

      —Pues créetelo. Que le suban los requerimientos. Avísame cuando los firme, si lo hace. Tengo que salir.

      —¿Te acompaño? Esto puede rellenarlo cualquiera…

      Marcela no escuchó sus últimas palabras y, si lo hizo, decidió ignorarlas. Bajó las escaleras con los dientes apretados. Cada escalón era un puñetazo, una patada en el estómago, una puñalada. Intentó dejar por el camino la rabia y la frustración, pero seguía rugiendo cuando llegó a la calle y cruzó la acera en busca de su coche.

      —¡Esto no es un parking! —escuchó a su espalda.

      —¡Vete a la mierda! —respondió sin volverse. Levantó el puño con el dedo corazón extendido y lo sacudió sobre su cabeza—. Que te den, gilipollas.

      9

      Su primer destino cuando salió de la Academia fue una comisaría de barrio en Madrid. La asignaron como agente en prácticas al equipo del oficial Fernando Ribas. A Ribas no le hacía ninguna gracia que cada año le encasquetaran uno o dos pimpollos, como él los llamaba.

      —Me paso el día salvándoles el culo y explicándoles lo que tienen que hacer. ¡Madrid es grande! —se quejaba a la menor oportunidad—, ¿no hay más comisarías a las que mandarlos?

      La agente en prácticas Marcela Pieldelobo, con el uniforme impecable, los zapatos recién lustrados y todo el equipamiento reglamentario colgando del cinturón, dio un paso al frente.

      —Señor —le dijo mirándole a los ojos—, gracias, pero de mi culo me ocupo yo misma.

      Ribas la miró con las cejas en mitad de la frente y avanzó hasta situarse a un palmo de su cara.

      —En tu vida vuelvas a llamarme «señor».

      Se acostaron esa misma noche, después de un par de cervezas y los primeros Jägermeister de su vida. Ella sabía que Fernando estaba casado, como atestiguaba el reluciente anillo que llevaba en el dedo, y estaba segura de que no era la primera novata a la que se tiraba contra la pared de ese hotel que pagó en efectivo, pero le daba igual. Aprendió de su abuelo, un avezado cazador, a respetar su instinto y a seguir las señales. Todo, instinto y señales, habían confluido esa noche en el cuerpo del oficial Ribas. No quería utilizarlo para medrar, ni encoñarlo en su beneficio. Sólo quería estar ahí y ahora, y ahí estaba.

      Era incapaz de recordar cuántos polvos habían echado. En el hotel, en el piso que ella compartía con otras dos agentes en prácticas, en el gimnasio al que acudieron juntos un par de veces, en el vestuario de comisaría…

      Su historia acabó unos cuatro meses después igual que había empezado. Se fueron alejando el uno del otro de forma natural, sin explicaciones ni lamentos. Sin saber cómo, consiguieron mantener la amistad cuando dejaron de ser amantes. Él pronto la sustituyó por otra, y ella tuvo varios escarceos con algún compañero, pero solían quedar con frecuencia para charlar rodeados de Jäger y cervezas. Y nunca, ni siquiera borrachos como cubas, volvieron a acostarse juntos.

      Con Ribas aprendió que las órdenes son susceptibles de interpretación, que hay cosas que es necesario guardarse para uno mismo y que las puertas cerradas pueden dejar de estarlo si se sabe cómo abrirlas. En ese punto, llevaba años formándose en nuevas tecnologías, asistiendo a cursos y congresos sobre ciberdelincuencia y, sobre todo, aprendiendo las técnicas que utilizaban los criminales para burlar a la policía. Muy poca gente estaba al tanto de sus habilidades y conocimientos ni había visto su arsenal de gadgets y aparatos de todo tipo, y prefería que siguiera siendo así.

      Aceleró en dirección a Artica. Esquivó a los coches más lentos, repartió bocinazos y a punto estuvo de utilizar la luz estroboscópica para que la dejaran pasar. Seguía rechinando los dientes, pero se obligó a calmarse y a pensar con frialdad.

      Tomó el desvío con cuidado y ascendió hasta llegar a la casa. Siguió conduciendo cuesta arriba hasta la siguiente curva. Un poco más adelante encontró un pequeño descampado cubierto de guijarros, alejado de las viviendas y apenas iluminado. Aparcó al fondo, apagó el motor y sacó el móvil del bolsillo. Hundió los auriculares en las orejas y conectó Spotify. Un segundo después, las diáfanas notas del piano de Duke Ellington se apoderaron de su cerebro.

      Eran las cinco de la tarde. En una hora comenzaría a oscurecer y podría acercarse a la casa. Se acomodó en el asiento, abrió una rendija de la ventanilla, encendió un cigarrillo y se concentró en la música envuelta en el cálido humo del tabaco.

      Una vez más, agradeció