Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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sus propios coches de empresa, y ninguno es un Renault, y para nuestros invitados alquilamos vehículos de gama superior. Ningún Clio, lo siento.

      Su sonrisa, mucho más abierta de nuevo, mostraba a las claras su alivio por no verse implicado en lo que fuera que estaba ocurriendo. La policía nunca era una visita bienvenida en las instalaciones de ninguna empresa. Por suerte, ese día no había ninguna reunión importante programada, por lo que este incidente no pasaría de ser una anécdota desagradable que se guardaría bien de comentar con nadie.

      —¿Cuántos de sus empleados tienen tarjetas de crédito a nombre de la empresa? —preguntó Marcela a bocajarro. Le encantó ver cómo el gesto ufano del gerente se esfumaba en el acto.

      —Todos nuestros altos ejecutivos tienen una Visa con crédito limitado para gastos de representación, por supuesto —respondió a regañadientes.

      —¿Alguno de ellos ha podido alquilar un coche?

      —Claro, pero no veo el motivo. Todos disponen de vehículo de empresa, como ya les he dicho. Nuestra flota total supera el centenar de automóviles.

      —Pero podría hacerlo —insistió Marcela, con la mirada clavada en los ojos oscuros de aquel hombre. Se acabó la farsa.

      —Sí, podría hacerlo.

      —Repase por favor la actividad de las tarjetas de sus ejecutivos. Sólo nos interesan las transacciones con empresas de alquiler de coches.

      Eran conscientes de que en ese momento Javier Lozano podía negarse a colaborar con ellos y pedir la orden judicial que habían mencionado antes. Entonces no tendrían más remedio que guardarse sus bravatas y salir de allí con el rabo entre las piernas. Pero no lo hizo. Una de las curiosidades que Marcela había comprobado respecto a las mujeres con poder era que quienes se enfrentaban a ellas solían dudar de su propio estatus, convencidos, quizá, de que si ellas habían logrado llegar hasta allí por delante de sus compañeros, debían ser realmente buenas. O duras. O perversas. En cualquier caso, temibles. A ella le daba igual lo que pensaran mientras obtuviera resultados.

      El gerente escondió la cabeza detrás del enorme monitor blanco y empezó a teclear de nuevo. Un par de minutos después se detuvo. Seguramente no era consciente de que estaba leyendo con la boca abierta y las manos suspendidas sobre el teclado. Lo que fuera que había encontrado le había sorprendido sobremanera.

      Poco después se giró de nuevo hacia ellos. Su actitud había cambiado. Muy serio, estiró el brazo y señaló las dos sillas colocadas junto al escritorio, frente a él.

      —Por favor, siéntense y disculpen mi mala educación. Estamos cerrando el trimestre y son días de mucho ajetreo. No sé dónde tengo la cabeza…

      La sonrisa que asomó a sus labios no consiguió ser una disculpa ni una reconciliación. Apenas sirvió para mostrarles una vez más su perfecta dentadura, pero el resto de su rostro, incluidos sus labios, era una máscara sin expresión.

      Se sentaron y esperaron en silencio. La pelota estaba en el tejado de Lozano, que suspiró despacio y se inclinó hacia delante en la silla, hasta que su corbata rozó el borde de la mesa. Alargó la mano para coger uno de los bolígrafos plateados alineados junto al ordenador y empezó a juguetear con él.

      —Como les he dicho —empezó—, todos nuestros ejecutivos…

      —Tienen una Visa de empresa. —Marcela acabó la frase por él. Su paciencia tenía un límite y las vueltas del bolígrafo entre sus dedos la estaban desquiciando—. ¿Quién alquiló un coche?

      —Antes de nada, creo que deberían contarme de qué va todo esto. No puedo facilitarles información que puede ser perjudicial para la empresa. Si ha sucedido algo…

      Ahora fue Marcela la que suspiró. La puerta empezaba a cerrarse. Miguel aprovechó para volver a colocarse al frente de la conversación. Un poco de mano izquierda, un poco de mano derecha… Ese era el juego.

      —Tenemos motivos para creer que un Renault Clio alquilado por alguien relacionado con AS Corporación se ha visto implicado en un accidente. Necesitamos localizar al conductor cuanto antes.

      —¿Tienen pruebas de que efectivamente el coche fue requerido por alguien de esta empresa?

      —Por supuesto —afirmó Miguel—. Nos lo confirmó la propia agencia de alquiler. No tenemos ninguna duda al respecto, pero al tratarse de una tarjeta corporativa, no consta el nombre del arrendatario. Por eso estamos aquí.

      —Entiendo…

      De nuevo el silencio y un rápido vistazo a la pantalla, como si quisiera comprobar una vez más los resultados de la búsqueda, o como si dudara de la conveniencia de compartir ese dato.

      —Es imprescindible para la investigación conocer la identidad del conductor, señor Lozano. No tenemos ningún motivo para pensar que la empresa esté implicada de ningún modo en lo que a todas luces parece un accidente.

      Miguel era consciente de que sólo había dicho una verdad a medias, y seguramente muy cogida con pinzas, pero veía al gerente dudar y no quería salir de allí sin una respuesta.

      —¿Y bien? —insistió Marcela.

      —Bien, verán… He encontrado un cargo a una empresa de alquiler de vehículos pagada con la tarjeta de doña Victoria García de Eunate. Es una de nuestras altas ejecutivas. Lleva cinco años con nosotros.

      Miguel anotó a toda velocidad los datos y lanzó su siguiente petición. Por el rabillo del ojo podía ver el brillo en la mirada de Marcela. Era como un depredador que acababa de distinguir un rastro de sangre. No cejaría hasta cobrarse la pieza.

      —Nos gustaría hablar con ella, por favor.

      Sin responder, Lozano levantó el auricular y pidió que le pasaran con la oficina de la señora García de Eunate.

      —Entiendo… —dijo unos momentos después—. Y eso, ¿desde cuándo? —Silencio—. Bien, avíseme si aparece, gracias.

      Colgó, se alisó la corbata y entrelazó las manos sobre la mesa. ¿Había sonreído? En cualquier caso, Marcela estaba segura de que ese hombre se sentía aliviado por algún motivo. Pronto supo por qué.

      —Me temo que la señora García de Eunate no ha venido hoy a la oficina, lo siento.

      Los policías se miraron sin disimulo.

      —¿Hace cuánto que falta al trabajo? —quiso saber Marcela.

      —Según su secretaria, no sabe nada de ella desde el pasado jueves.

      —¿Es eso habitual? ¿Puede salir de viaje o trabajar desde otro lugar sin avisar?

      —No, en absoluto. Esto es muy irregular. De hecho, su secretaria me ha comentado que estaba a punto de informar al vicepresidente. —Guardó silencio un instante—. ¿Creen que le ha podido ocurrir algo?

      —¿Se había ausentado sin avisar en alguna otra ocasión? —continuó Marcela, ignorando su pregunta.

      —No, que yo sepa. Ha estado de baja un tiempo. Fue una enfermedad larga, tardó varios meses en reincorporarse al trabajo, pero entonces estaba justificado, no como ahora. La señora García de Eunate es un modelo de responsabilidad, tesón y compromiso con la casa. Estoy empezando a preocuparme…

      —¿Sabe si tenía un hijo?

      —¿Un hijo? Estaba soltera.

      —Bueno, eso nunca ha sido un impedimento para quedarse embarazada… —respondió Marcela.

      —Usted no lo entiende. En esta empresa, en esta casa, sólo trabajan personas de bien, decentes, comprometidas con el espíritu de entrega y abnegación del fundador y presidente de la corporación, un ejemplo de dignidad, rectitud, dedicación y espíritu de excelencia.

      —¿Están prohibidas las madres solteras? —preguntó, sorprendida.

      —No, no es eso —negó el gerente—. Simplemente,