Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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      Lozano sonrió.

      —Me alegro.

      —¿Puede facilitarnos la dirección de la señora García de Eunate? —pidió Miguel.

      —No sé si debo… —dudó Lozano.

      —No se preocupe —zanjó Marcela—. Ya la conseguiremos. Muchas gracias por su tiempo y su colaboración.

      Se levantaron y salieron sin esperar a que el gerente los acompañara a la puerta. No habían dado dos pasos cuando escucharon su voz al teléfono, informando sin duda de su conversación con la policía.

      Recuperaron sus paraguas en la entrada y salieron a la desapacible mañana. Los dos agradecieron el aire fresco y la ráfaga de lluvia.

      —¿Un café? —propuso Miguel.

      —Sí, por favor.

      Caminaron a buen paso hasta una pequeña cafetería cercana. La mitad del local era una panadería y pastelería, así que tuvieron que abrirse paso entre quienes esperaban para comprar el pan hasta alcanzar una de las pocas mesas que quedaban libres. El aroma a masa cocida, a pan crujiente, a hojaldre y mantequilla caliente alcanzaba cada rincón del local. En esos casos era una de las pocas veces en las que se alegraba de que la ley antitabaco la hubiera convertido en una proscrita, porque así al menos podía disfrutar del olor de la canela, la vainilla, la nata y, sobre todo, del buen café.

      —Uno solo y dos cruasanes —pidió Marcela. Miguel, de pie junto a la mesa, la miró divertido.

      —¿No has desayunado?

      —Ni he desayunado hoy, ni cené ayer. Pero, sobre todo, necesito algo dulce que me ayude a tragar este sapo.

      Bonachera volvió al cabo de un momento con el pedido. Dos cafés y cuatro cruasanes. El sapo era grande y compartido.

      —Dignidad, rectitud, dedicación y espíritu de excelencia —recitó Miguel con la boca llena. Pequeñas migas de hojaldre cayeron sobre la mesa.

      —Mujeres de bien, rectas…, ¿qué más?

      —Que se hacen valer…

      —… dentro y fuera de la empresa —concluyeron al unísono.

      —Apesta a Opus Dei —musitó Marcela en voz baja.

      —Cierto —reconoció Miguel—, y sabes lo que eso significa, ¿no?

      —Sí, lo sé.

      Marcela agachó la cabeza y se concentró en el segundo cruasán.

      Problemas y más problemas, eso era lo que significaba.

      8

      Victoria García de Eunate vivía en una preciosa casa unifamiliar en Artica, una urbanización de lujo anexa a un pequeño núcleo urbano de edificaciones antiguas y caminos sin apenas asfaltar. Sin embargo, las viviendas de reciente construcción habían revalorizado el terreno hasta convertir esas parcelas inclinadas en la ladera del monte y demasiado cerca de la autovía en un lugar en el que sólo unos pocos podían permitirse el lujo de vivir. Grandes casas rodeadas de un amplio jardín y ocultas tras altas verjas y tupidos setos convivían con otras más sencillas, en las que los alféizares y las ventanas de madera todavía acogían a gatos que dormían la siesta al sol. Balcones con geranios frente a piscinas climatizadas. Estaba claro quién iba a ganar la batalla.

      La vivienda que buscaban no era la más grande, ni tampoco la más ostentosa, pero seguramente era una de las más bonitas entre las nuevas construcciones. No sobresalía del entorno, como lo hacían otras, que no habían escatimado en cemento, acero y cristal, sino que los gruesos muros de piedra se habían revestido de madera y pizarra. Incluso las partes metálicas estaban embozadas de modo que parecieran naturales.

      Si no hiciera tanto frío, a Marcela le habría encantado caminar descalza por el césped, verde y brillante por la reciente lluvia.

      Miguel se detuvo a su lado y observó lo que le rodeaba.

      —¿Cuánto crees que cuesta esta casa? —preguntó tras dejar escapar un silbido de admiración.

      —Unos setecientos mil euros, acercándose al millón —respondió ella sin dudarlo—. Depende de los metros construidos, el tamaño de la parcela y los extras que tenga, como piscina, frontón, porche… —Se giró y miró a su compañero, que ahora estudiaba la casa con el ceño fruncido—. Vi alguna cuando recibí el dinero por el piso que compartía con Héctor —reconoció.

      —¿No encontraste ninguna a tu gusto? A mí me valdría cualquiera.

      —Demasiado cerca de la ciudad, buscaba algo un poco más alejado del mundanal ruido. —Marcela se encogió de hombros y echó a andar hacia la casa.

      —Zugarramurdi está algo más que «un poco alejado».

      —Perfecto para mí.

      Sonrió y siguió avanzando.

      El acceso de la valla exterior estaba abierto, así que la cruzaron y llegaron hasta la puerta. Llamaron al timbre, dieron un prudente paso atrás y esperaron. La casa permaneció muda. Volvieron a llamar y, cuando se convencieron de que nadie abriría, decidieron rodear la vivienda y comprobar todas las entradas.

      No habían dado ni dos pasos cuando un coche se detuvo junto a la verja haciendo chirriar las ruedas. Instintivamente, los dos se llevaron la mano al arma y esperaron en silencio. Dos hombres uniformados, con el distintivo en la chaqueta de una empresa de seguridad, se acercaron a ellos. Sus manos estaban en la misma posición que las de Miguel y Marcela.

      —Han violado una propiedad privada —gritó uno de ellos.

      —Policía —respondió Miguel.

      Lejos de relajarse, los dos hombres se separaron y sacaron sus revólveres.

      —Mierda —masculló Marcela en voz baja—. ¡Agentes de policía de servicio! —gritó—. Bajen las armas y nos identificaremos.

      Los guardias enfundaron lentamente sus pistolas, pero no soltaron la culata en ningún momento.

      Marcela sacó muy despacio la placa que llevaba colgada del cuello y que había quedado cubierta por el abrigo. Poco a poco, Miguel la imitó y ambos mostraron sus credenciales a los desconfiados guardias. Todavía encorvados, en posición de defensa y con todos los músculos del cuerpo tensos, se acercaron a ellos paso a paso, sin dejar de observarlos. Marcela y Miguel mantuvieron en alto sus placas hasta que casi se empañaron con el aliento de los vigilantes. Los dos tipos eran altos, musculosos y relativamente jóvenes. Supuso que la empresa para la que trabajaban había reservado a sus mejores ejemplares para atender la urbanización de lujo, relegando a los más mayores y a las mujeres a los supermercados y al transporte de efectivo. A los ricos hay que servirles bien, pensó Marcela.

      Enfundó al mismo tiempo su arma, su mal genio y su espíritu proletario y se irguió ante los vigilantes, todavía en actitud desafiante.

      —¿Qué hacen aquí? —preguntó uno de ellos.

      —Tenemos una orden —mintió Miguel—. Buscamos a la propietaria de la casa.

      —¿Podemos ver esa orden?

      —No, no pueden —ladró Marcela, encarándose con el que tenía más cerca—. De hecho, lo único que estáis a punto de ver son nuestras esposas en vuestras muñecas como sigáis entorpeciendo la labor policial. Dad media vuelta y salid del jardín inmediatamente. Podéis quedaros en la carretera o marcharos, lo mismo me da, pero no quiero ver vuestra cara a este lado de la verja, ¿queda claro? Y desconectad la alarma antes de iros, no queremos más intromisiones ni que un descerebrado con un revólver nos pegue un tiro, ¿de acuerdo?

      Los guardias se miraron y, sumisos, hicieron lo que les ordenaban. Luego regresaron al coche en el que habían llegado y que seguía atravesado en la calzada.

      —No