Susana Rodríguez Lezaun

Bajo la piel


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      —Te lo agradezco. —Marcela lo acalló con un beso—. Eres todo un caballero, pero ya pasó. La vida está delante, ¿recuerdas? Hemos hablado de esto un millón de veces.

      —Bla, bla, bla… Hablas y hablas, pero luego no te aplicas el cuento.

      —Bla, bla, bla… —lo imitó ella con sorna—. Menos palabrería, inspector.

      Esta vez, Marcela se dejó hacer. No tomó las riendas, no exigió, no decidió el ritmo ni la posición. No rio, exclamó ni gruñó. Cayó laxa en la cama, alzó los brazos sobre la almohada, desnuda y sin fuerzas, y permitió que Damen recorriera su tatuaje, las ramas bajo sus pechos, las hojas caídas sobre su vientre. Los cuervos alzando el vuelo. El corvato agazapado.

      Ahora, tranquilos y relajados, cubiertos por el edredón e iluminados sólo por la luz de las farolas que atravesaba la ventana desde la calle, lanzaban al aire bocanadas de humo blanco. Damen sostenía sobre su pecho un cenicero de cerámica y fumaba con los ojos cerrados. Sólo lo hacía cuando estaban juntos. Era una mala influencia para él. El reloj de péndulo del salón marcó las dos. Marcela suspiró, apagó el cigarrillo con cuidado y apoyó la cabeza en su hombro.

      —¿Tienes que irte? —le preguntó amodorrada, casi sin mover los labios.

      —Sólo si tú quieres.

      —No quiero.

      Damen dejó el cenicero en la mesita y la abrazó. Ella cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, no vio nada al otro lado de sus párpados. No había imágenes terribles, ni sombras apresuradas, ni manos enguantadas en quirófanos blancos. Ni siquiera estaba su madre. Sólo silencio y paz. Suspiró de nuevo y se dejó mecer por una sensación que sabía bien que se esfumaría al alba.

      10

      Café caliente, una ducha rápida, un beso en el portal, un adiós acelerado y el repaso mental de las tareas pendientes mientras corría hacia la comisaría. Admiraba y envidiaba la mente tranquila y ordenada de Damen, pero, por mucho que se esforzaba, el caos recuperaba su trono un minuto después de haberlo perdido.

      El subinspector Bonachera la esperaba sentado en su despacho, repasando el escueto contenido de una carpeta amarilla.

      —¿Novedades? —saludó Marcela.

      Miguel se volvió hacia ella y sonrió.

      —Buenos días, inspectora. Nada nuevo bajo el sol.

      —Algo bueno tiene que pasar para que sonrías como un idiota a estas horas de la mañana.

      —Nada relacionado con el trabajo, por desgracia. El jefe no ha firmado nuestros requerimientos. Sobre la orden de búsqueda y el despliegue operativo, afirma que, si nadie ha denunciado una desaparición, no tenemos nada que buscar.

      —Ese tío es imbécil… —masculló en voz baja.

      —Así que te puedes imaginar —continuó Bonachera— que también se ha negado al registro del domicilio y del despacho.

      Pieldelobo abrió y cerró los cajones con fuerza. La furia le había hecho olvidar qué estaba buscando.

      —Dime al menos que Domínguez ha mandado algo.

      Bonachera negó con la cabeza.

      —Me temo que la Reinona se está riendo de nosotros. No tenemos nada, ni preliminar ni definitivo. Y no te molestes en ir a buscarlo. Tenía que testificar en Zaragoza y se ha marchado esta mañana hecho un pincel.

      —¡Las pruebas son inequívocas! —exclamó Marcela.

      —Los indicios son inequívocos —la corrigió Miguel—. El jefe no va a dar su brazo a torcer. Seguiremos los cauces habituales y esperaremos a ver si pasa algo. Y si en un par de días no hemos dado con nada nuevo, carpetazo y a otra cosa, ya lo verás.

      —Esa mujer alquiló un coche, cogió a su hijo y huyó de su propia casa. Nadie conocía la existencia de ese bebé, al menos no oficialmente, pero me juego la placa a que la fecha de su baja por enfermedad coincide con los últimos meses de embarazo y el parto.

      —¿Y el padre?

      —En la casa había ropa de hombre.

      De pronto, una luz se abrió paso entre la anarquía de su mente. Rebuscó en la mochila hasta encontrar su móvil y abrió la galería de fotos. Pasó despacio las que había hecho en casa de Victoria García de Eunate. Los muebles, los cuadros, las habitaciones, el baño, los cajones… La camisa masculina con unas iniciales bordadas. Dejó el teléfono y tecleó rápidamente en su ordenador. Encontró la página que buscaba, navegó despacio por su directorio y bufó cuando confirmó lo que su intuición le apuntaba. Luego volvió a coger el móvil y amplió la foto para disipar cualquier duda.

      —Qué cabrón —musitó para sí.

      —¿De quién hablas?

      Bonachera se acercó a ella y miró la foto por encima de su hombro.

      P. A. S.

      Bordado en brillante hilo azul sobre el bolsillo de una camisa italiana de algodón.

      —Qué cabrón —repitió Marcela.

      —Al menos —añadió el subinspector— el comisario ha autorizado el análisis del ADN del bebé y la comparativa con el de la sangre encontrada en el coche siniestrado.

      —Él es el padre —masculló.

      —¿Quién?

      —P. A. S. —recitó Pieldelobo como un mantra—. Pablo Aguirre Sala. El presidente de AS Corporación y conocidísimo mecenas. Le pisa los talones a Amancio Ortega.

      —Te veo muy segura…

      Marcela giró el teléfono que tenía en la mano y le puso la foto a un palmo de su nariz.

      —Yo no he visto esta foto —dijo Miguel muy serio—, y negaré que estuviera en tu teléfono. Deberías borrarla ahora mismo si sabes lo que te conviene.

      —Es él —insistió ella, sorda a las recomendaciones de su compañero.

      —Es posible. O quizá no. Una camisa en su casa no lo convierte en el padre de la criatura.

      —Una camisa y un cepillo de dientes.

      —Aun así, no tienes nada. Esa mujer podría ser una loca obsesionada con su jefe que se dedica a recopilar trofeos que robaba vete tú a saber dónde.

      —Búscame información sobre ese hombre —ordenó.

      —Marcela…

      —Ahora. O mejor déjalo, puedo hacerlo yo misma.

      —Lo haré yo —cedió por fin—. Buscaré en las redes sociales y en las webs corporativas. No podemos utilizar las bases de datos oficiales.

      —De acuerdo, gracias. Y dime algo también sobre la familia de la desaparecida. Quiénes son y dónde viven.

      El móvil comenzó a vibrar en su mano. Un número de teléfono se impuso a la imagen de la ropa en el cajón. Sin dudarlo, Marcela pulsó el botón rojo y cortó la comunicación.

      —¿Un novio pesado? —bromeó Bonachera.

      —Peor —respondió ella sin más—. Salgo a desayunar, necesito algo sólido para poder pensar.

      —La comida templa el carácter. Que aproveche. Espero tener algo cuando vuelvas.

      Un viento gélido, heraldo del invierno cercano, arañaba las copas de los árboles para arrancarles las últimas hojas que todavía quedaban prendidas de sus ramas. Marcela se subió el cuello de la chaqueta, demasiado fina para ese tiempo, y escondió las manos en los bolsillos.

      Había conseguido salir de la comisaría sin llamar la atención. No tenía ningún plan más