en el mundo sin telediarios: vasto y silencioso, desierto e incomprensible. Solo cosía. De vez en cuando se asomaba por la ventana. Mi abuela hablando sola, en voz muy baja y concentrada. No podía escuchar lo que decía. Movía la cabeza y los labios y no apartaba casi nunca la vista de la tela, como si le hablara. En esa tela estaba su vida, su pasado, todos los fantasmas que la habían dejado sola y que ella cosía, puntada a puntada, para contarles todo lo que habían hecho mal.
Me veo a mí, con una tablet en lugar de la labor. Veo también fantasmas.
El presentador pronuncia “Fatbuk” unas veces, cuando introduce esa palabra como una parte más de la noticia, pero pronuncia “faktbuk”, con visible esfuerzo, como si fueran cuatro sílabas, cuando tiene que explicar su traducción al castellano y el juego de palabras establecido sobre “Facebook”. Explica que investigan si la pintada está relacionada con el asesinato, o si era previa y se trata de una coincidencia. Hay expertos en pintadas, expertos en química, expertos en el paso del tiempo sobre la pintura y sus reacciones.
Veo cómo entro en el género de la realidad consensuada, cómo la banda sonora del telediario me introduce en su acción. El inevitable placer de dejarse llevar por la narración conocida, la que nos sitúa con certeza en un lugar concreto: el placer con que somos convertidos en espectadores, como dejarse cuidar cuando estamos enfermos.
Imagino un telediario sin esa música épica y catastrófica que acompañe a los titulares: imágenes como de una película de autor, ese espesor de lo real, dominando con su carga de silencio.
Sé que hablaré sola porque cada vez me pasa más que me escucho a mí misma. Puedo pasar horas escuchándome: frases completas, como esta. A veces hasta las repito. Frases completas. “No sé si habría que encender ya la luz, será una luz inútil contra una luz que muere pero todavía vence.” A veces parecen poemas que me dictan. A veces son frases sin sentido, pura y vacía conversación de ascensor. “Está lloviendo.” “Parece que va a llover toda la noche.”
Así, con las comillas. A veces me hablo a mí misma entre comillas. Me escucho decir esas frases en silencio, mientras recorro el pasillo. Como si el lenguaje creciera dentro de mí. Como si la frase fuera un animal que crece aquí dentro, que existe, que reclama existencia, cuyo destino o instinto es salir de mi boca, mirar el espacio exterior fuera de mí, quedar cegado por la luz, recorrer con asombro estas paredes, y esconderse para morir debajo de la mesa. El polvo acumulado debajo de la mesa está hecho de esas frases muertas, de mi piel hecha añicos como un plato que se ha roto sin que nadie escuche el ruido de la fragmentación.
Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la ley que dejaba sin cobertura sanitaria a cualquiera que no cotizara a la Seguridad Social.
El rostro del presentador esforzándose para leer el titular es un género en sí mismo, la carta de presentación de la realidad, la seguridad de ver cada noche esa misma cara y ese mismo tono de voz. Ese rostro nos hace país, nos une a todos los dispersos y los aislados: nos hace familia, es el gran padre silencioso que nos reúne para explicar la situación.
Las comillas se utilizan para citar a otros, para decir que las palabras que están ahí no son tuyas, para librarte de la responsabilidad de lo que esas palabras pueden hacer pensar a quien las lea. Yo me hablo a mí misma con comillas. No sé quién las pone. Comillas dentro de mi cabeza, como si hubiera alguien ahí dentro, diciendo “vale, estas palabras no son tuyas”.
Pienso en los metálicos intestinos del toro, pienso en el retorcido aparato digestivo y el sistema nervioso y en la imagen de mi cuerpo como la silueta del toro, sostenida por una ciudad mucho más grande por dentro que por fuera.
Pienso en un reportero dentro de la estructura de mi cuerpo, con el micrófono, diciendo frases que me llegan entrecomilladas.
2
Lo primero que tendría que decir, para ser sincero, si es que esto va a ser mi alma, un retrato o una arqueología de mi alma, es que todo va a ser falso. Por ejemplo, nunca he tenido una pistola en la mano y, sin embargo, hay un pensamiento que me ha acompañado durante toda mi vida: tengo una pistola en la mano y me vuelo la cabeza.
No sé si a esto se le puede llamar recuerdo. Es más bien un impulso eléctrico. No lo pienso, no lo recuerdo. Es una imagen, un automatismo somático, un pestañeo. Me ha acompañado desde siempre, y esto seguramente también es mentira. Pero ahora me parece verdad. No era un pensamiento suicida, creo, pese a que esto parezca una negación idiota, dadas las circunstancias actuales. Era un impulso que aparecía de repente y que no se desarrollaba. No era un plan de suicidio. Podría haberme suicidado de mil formas sin tener una pistola, y nunca pensé en ninguna de ellas, nunca tuve la imagen de mí ahorcado, o con las venas abiertas, o lleno de pastillas. Nunca. A veces lo provocaba el recuerdo de algo ridículo que había hecho o dicho hace muchos años, tantos que era realmente irracional pensar que todavía pudiera afectarme de alguna manera. Por ejemplo, pensar en mí mismo en el colegio, discutiendo con un profesor: yo, lleno de ira, diciendo un montón de cosas sobre justicia e injusticia, sintiéndome mirado y admirado por el resto de mis compañeros de clase, rojo de vergüenza de hablar en público, ruborizado de rebeldía, ardiendo en el orgullo de la inteligencia de mi argumentación. Recordar eso veinte años después, mientras cruzaba una calle o esperaba el autobús e, inmediatamente, aparecer la imagen, o no la imagen, más bien el gesto mental, abortado, presentido, de llevarme una pistola a la sien y disparar. Sin sangre, sin salpicaduras gore. Solo ese gesto (mi mano con una pistola indistinta, abstracta, sin peso ni textura) y el disparo sobre la sien. Otras veces era el futuro. Pensar en el futuro, pensar en lo que me quedaba por vivir. Simplemente eso: una proyección de mí mismo. Yo, dentro de diez años, afeitándome. Estar afeitándome y pensar en repetir esos mismos gestos dentro de diez, de veinte años. Y entonces el gesto, el relámpago: la pistola, la sien, el estallido. E insistir en negar que era un pensamiento suicida, justo aquí, mientras escribo esto, es lo más ridículo que pueda pensarse, como para levantar una pistola y pegarse un tiro. Pero es la verdad, creo. Era un segundo, y nada más. No estaba deprimido, ni me afectaba esa imagen, ni consideraba otros modos de poner fin a mi vida. No quería morir, ni matarme. De eso estoy casi seguro. Era una reacción contra mis recuerdos, contra mi conciencia, contra esa voz que no para nunca, ahí dentro. Por eso el disparo imaginario es en la cabeza, y por eso no es concreto, sangriento. Creo que era una metáfora visual de un odio a mí mismo. Una metáfora visceral y fílmica que mi cerebro me entregaba sin habérsela pedido. Era una parte de mí diciéndome: “qué asco das, Gustavo, qué asco das”. Y nada más, y luego continuaba caminando tranquilamente, o seguía afeitándome teniendo especial cuidado en cuadrar bien las patillas a la misma altura y, si me hubieran preguntado, podría haber respondido, sin titubear, que era feliz, y no hubiera sido una mentira especialmente escandalosa.
Tampoco sé si quiero que esto se guarde, que permanezca. En realidad, no creo que vaya a funcionar. No creo que nadie de los que estamos aquí pensemos seriamente que esto de la criogénesis vaya a salir bien, que vayamos a despertar dentro de cien o doscientos años para ponernos a leer estos documentos que nos obligan a escribir como parte imprescindible del Proceso.
Todavía no sé exactamente en qué consiste eso que llaman El Proceso. Solo sé que dura siete días, y que hoy es el primero, y que nada es como me lo había imaginado. En realidad, me estoy dando cuenta de que no había imaginado nada de cómo sería todo esto y, sin embargo, lo que me he encontrado supone una especie de corrección o de incoherencia sobre esa supuesta ausencia de imágenes preconcebidas con que llegué, lo cual desmiente dicha ausencia. La primera extrañeza ha sido esa sensación de desdoble, como si avanzara al mismo tiempo por dos realidades superpuestas. Entrar en un hotel, caminar hacia la recepción, dar mi nombre, recibir una carpeta y unas llaves, recorrer los pasillos hasta la habitación, valorar críticamente la decoración del hotel, juzgar la comodidad de la cama hundiendo los dedos en el colchón, abrir el balcón, admirar las vistas, intentar ser consciente del cambio de lugar, asimilar ese espacio en el que mi cuerpo se encuentra ahora. Todo eso de una forma automática, como si hubiera un alma estándar que se activara en estas situaciones turísticas o de tránsito. Pero también, al mismo tiempo, como un reverso grotesco, entrar