Diego Sánchez Aguilar

Factbook. El libro de los hechos


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lo importante, creo, es que, en realidad, no sabemos si estamos inventando lo que escribimos, esos informes. Es curiosa la palabra informe, su ambigüedad, su polisemia. Algo que no tiene forma, cuando lo que hacemos es buscarla a toda costa. A veces soñamos con la forma definitiva. Es algo que nos pasa a todos. Los millones de palabras que han pasado de la pantalla a nuestros ojos a lo largo del día se organizan mientras dormimos y construyen una catedral del sentido, en la que todo encaja sin fisuras.

      –Sí, bueno, perdone por la metáfora. La catedral, así la llamo yo, tal vez otros compañeros usen otra metáfora. Pero todos le podrán contar algo similar. Una metáfora que se refiera a la forma. En cualquier caso, nos despertamos entonces con esa sensación de revelación y de plenitud que dura buena parte de la mañana. Puede saberse, por las mañanas, cuando nos cruzamos en la máquina de café, quién ha tenido El Sueño, porque todavía tiene ese gesto de desconcierto, todavía queda en sus ojos un rastro de desorientación: es una mirada que no termina de ubicar bien las distancias, la medida de las cosas, que mira sin ver lo que tiene delante. Una mirada monosilábica, en la que la decepción se va instalando en forma de nube de silencio, que dura varias horas.

      –Sí, justo en eso trabajamos. Leemos miles de teorías conspiranoicas a lo largo de nuestra vida laboral. Los conspiranoicos a los que espiamos tienen esa misma mirada, estamos seguros.

      –¿He dicho espiar? Borre eso, por favor. Quería decir observar, proteger

      –Sí, claro, sin duda. También nosotros usamos el pensamiento conspiranoico: seguimos palabras clave, ordenamos señales convencidos de que ahí fuera están conspirando contra el Sistema, están preparando atentados, revoluciones. La esencia de nuestro trabajo es la paranoia y la conspiración.

      –No. Con los del toro de Osborne y con Factbook nunca llegué a tener nada realmente claro. Sí que tuve sueños. Pero nunca El Sueño.

      –Porque no encontré en ningún momento las típicas características del pensamiento conspiranoico mientras leía sus mensajes. Había todo el tiempo un bloqueo, una especie de vacío que hacía que los datos permanecieran solo como datos. Se negaban a ser ordenados. No eran conspiranoicos. Eran totalmente distintos a todos los que habíamos investigado antes.

      –Sí, absolutamente. Todos son sospechosos. El mundo está lleno de potenciales terroristas, enemigos que tal vez todavía no saben que lo son. Tenemos que anticiparnos. A veces creo que somos nosotros quienes los creamos, los que les damos el empujón que necesitaban para pasar a la acción. Y un día despiertan con la policía en su casa y fingen no saber lo que está pasando.

      –Yo creo que no. Estoy casi seguro de que hay quien no lo sabe. Por eso decía que no los espiamos, los protegemos.

      –Sí, de ellos mismos, en cierto modo.

      –No, no es cinismo. Lo creo sinceramente.

      4

      La pintada está hecha con plantilla, con pintura blanca. Hay que mirarla muy bien para darse cuenta de que no pone “Facebook”. Hay que corregir continuamente el ojo, o el pensamiento, para leer “Factbook” y no “Facebook”.

      Mi cuerpo en el sofá cambia de color según la luz que el televisor proyecta sobre la cámara oscura del salón. El color de la noticia del asesinato del Presidente de la Confederación de Empresarios es amarillo como los campos amarillos en los que pasta el toro de Osborne.

      La voz del presentador está cuidada y diseñada para hablarnos a nosotros, a los que todavía tenemos un trabajo y vivimos en casas que pagamos con nuestro salario. Es nuestra voz y nuestro lenguaje; todo lo que está sobreentendido en ella somos nosotros, es nuestra vida y nuestro mundo.

      El silencio entre las palabras del presentador está compuesto por todas las leyes tácitas de la civilización occidental, por el dinero, el intercambio y la justicia de la deuda. La clase media, los votantes, los consumidores.

      No encender la luz, dejar que entre la noche, sentirse caer en el tiempo, como un abrazo de algo mucho más grande y ajeno, que no nos mira, ni nos habla, ni tiene relato que contarnos.

      Manuel Loscano ha publicado en su muro de Facebook una foto en la que se ve a los policías en la parte de atrás del toro de Osborne. No se ve la silueta del toro. Se ven los uniformes, y las vigas metálicas. Sobre la foto ha escrito: “otra salvajada, nadie merece esto, sea quien sea”. Leo sus palabras y las imagino con esa voz impostada que usa cuando habla, para todos y para nadie, en la sala de profesores. Me imagino mañana, escuchándole repetir esas palabras. Me imagino mirándole fijamente a los ojos, diciendo que sí; que sí se lo merece, que he sido yo, yo he ahorcado al hijo de puta, y que espero que sigan cayendo, uno tras otro. Me avergüenzo de mi ensoñación, me avergüenzo tanto de pensar que lo digo, como de saber que no voy a decirlo, como de saber que no voy a ser yo quien ahorque al siguiente hijo de puta. No le doy a megusta.

      Estoy en el sofá, tumbada, con la tablet sobre las rodillas dobladas. Mi mirada pasa de la pantalla del televisor a la de la tablet. Escucho la voz del presentador sin levantar la mirada, dejando que me traspase. Todo lo que hay y no hay en esa voz, en su autoridad cercana y calculadamente tolerante, didáctica. El cansancio de interpretar todas las voces que han intervenido hasta llegar al relato definitivo, de interpretar los silencios que hay debajo de cada palabra de las que el presentador está leyendo con esa voz que no hace falta mirar, que está dentro de cada uno de nosotros.

      Irene Irene ha publicado otra foto desde la perspectiva opuesta, con la silueta del toro de Osborne como protagonista, la pintada de Factbook y la imagen de los policías debajo. Irene ha escrito, sobre esa imagen: “Al final perderemos nosotros. Aunque caigan dos o tres de ellos, el sistema sigue intacto. Mal.” No puedo ponerle cara a Irene Irene. Su foto de perfil es una margarita blanca, fotografiada con macro, sobre fondo verde desenfocado. Su Facebook está lleno de enlaces a noticias de homeopatía, de teorías conspiranoicas sobre frutas que curan el cáncer y que las multinacionales farmacéuticas ocultan para enriquecerse. Eso hace que me crea mejor que ella, más inteligente. Pensarme superior a ella por esas cosas me hace avergonzarme de ser yo. Me gustaría ponerle un comentario que dijera: “el sistema sigue intacto, pero ese hijo de puta está ahora en el infierno”. No pongo ningún comentario. No le doy a megusta.

      Las declaraciones de la Presidenta del Gobierno de fondo. “Unidad ante el terror”. “Firmeza de la Democracia”. “Todos los medios”. “Perseguir incansablemente”. “La Justicia”. El puño cerrado sobre el atril. Los golpes del puño, estudiados, sobreactuados.

      “Fatbuk, fakbuk, fakatabuk, fac-t-buk”

      Manifestaciones de repulsa. Miembros de todas las Confederaciones Regionales de Empresarios guardando minutos de silencio. Trajes y corbatas y miradas al frente y al suelo, llenas de miedo, de ignorancia. No les va a tocar a ellos. Eso ha pasado, también fuera de la pantalla, aunque haya sido solo para esto, para que esa imagen del grupo de empresarios pudiera estar esta noche en los telediarios con música emocionante de fondo. La extrañeza de saber que ha sucedido fuera de la tele, que todas esas personas se han reunido y han estado un minuto, sesenta segundos, en silencio, mirando el suelo, fijándose en las colillas pisadas que muestran el algodón del filtro como una muñeca rajada a la que se le sale el relleno. Pensar que ha ocurrido de verdad, sentir sus respiraciones.

      Abismoentrando ha publicado la imagen de un ahorcado de los del juego infantil de adivinar palabras. El esquemático muñeco hecho con seis líneas y una cabeza colgando de una horca dibujada con tres simples líneas. Abismoentrando se puso como foto de perfil, desde el primer ahorcamiento, el del Presidente del FMI, una soga con el lazo corredizo. Sé que el nombre que hay debajo de Abismoentrando es el de Julio Segura. Ha escrito lo siguiente: “La muerte por ahorcamiento ha sido usada como método de ajusticiamiento desde la antigua Mesopotamia. Todavía hoy es legal en muchos estados de EEUU. En algunos países asiáticos y de Oriente Medio algunos condenados a muerte son ahorcados. Sadam Hussein fue condenado a morir ahorcado. Su ahorcamiento fue una fiesta popular contra el dictador. El vídeo del ahorcamiento