juzgado por su sonrisa profesional. Recorrer los pasillos preguntándome si estaré solo, si será este un servicio individualizado o, tras esas puertas, habrá más gente como yo. Abrir el balcón, mirar esa marisma lodosa que antes fue cristalina laguna salada, buscar posibles grietas o daños del terremoto, contemplar luego el mar cerrado, gris, poseído por el color del invierno. Darme cuenta de que el balcón se orienta hacia el final de La Manga, hacia donde se acaba la tierra, justo hacia ese punto en que la tierra desaparece para emerger, tras un breve hiato de mar, un poco más adelante. Pensar en el posible carácter simbólico de eso, preguntarme si es una casualidad o hay alguien genial en esta organización que ha planeado cuidadosamente la elección de este hotel abandonado, que ha decidido que esta vista que ofrecen los balcones hacia esa secuencia “breve espacio de tierra / mar / reaparición de la tierra” debe penetrar en mi pensamiento, hacerme creer en El Proceso, introducir de una forma sutil y paisajística el relato de lo que va a suceder aquí.
Hay dos camas en la habitación. Cada una con su mesilla. Hay también un escritorio en la pared opuesta a la de las camas. Sobre él estaba este ordenador portátil en el que escribo. Encima del escritorio hay un espejo. Dentro del espejo hay una imagen de mí mismo, sentado delante de un ordenador portátil. Si mantengo la mirada en esos ojos enfrentados, aparece la típica sensación de que esa imagen es ajena a mí, y de que el espacio reflejado allí es el de una habitación distinta, que pertenece a otro tiempo, o a otro espacio de una profundidad insondable. Casi nunca me mantengo firme en esa contemplación. Aparto la vista del espejo en cuanto empiezo a dudar, cuando, pese a saber que es contrario a la razón y que se trata de una ley de refracción física de lo más elemental, la sensación de que ese del otro lado no soy yo empieza a ser más fuerte que cualquiera de los razonamientos que podrían anularla. Muchas veces a lo largo de mi vida he jugado con esa sensación, como juega un niño con una película de terror, manteniendo la vista justo hasta donde sabe que puede aguantar, anticipando desde el principio el sabor del terror que va a experimentar. Alguna vez, estando muy drogado, he ido más allá de los límites en ese juego. Y he visto cosas que olvidaba al día siguiente, aplastadas por la resaca, y que quedaban allí, olvidadas al otro lado, haciéndolo más denso.
En la carpeta que me entregaron en Recepción hay unos folios impresos, tienen un marco con el membrete de la empresa, y en ellos se especifica el horario del desayuno, la comida y la cena. Hay también unas instrucciones para usar este ordenador, en las que se explica todo lo relativo a este documento que tenemos que escribir a modo de “recuerdo o biografía personal en caso de amnesia tras el proceso de reanimación”. En ese documento me hablan de usted. También se habla de “reuniones de los miembros, obligatorias para completar el proceso”, de donde deduzco que no estoy solo en el hotel. Esto produce unos nervios infantiles en mí, como de primer día de clase, una inquietud social que juzgo ridícula, sin que ese juicio sirva en absoluto para reducirla. También hace surgir la curiosidad por saber qué otras personas estarán ahora dentro de unas habitaciones que supongo idénticas a la mía. Me doy cuenta de que, como con las habitaciones, también a esas personas las imagino idénticas a mí. Pienso en un hotel lleno de yoes, de Gustavos, y me acuerdo de Cómo ser John Malkovich, una película que me gustó en algún momento de mi pasado que ahora me parece absurdo y lejano. No recuerdo el argumento de aquella película. Solamente me quedan imágenes: la idea de un edificio de oficinas lleno de gente con el mismo rostro. Podría decir lo mismo de mi pasado, de la película de mi memoria. Tampoco hay argumento. Solo espacios, habitaciones, ciudades; y un rostro siempre igual, a pesar de los años y los cambios: un rostro-pronombre, algo intercambiable, el sustituto de algo que no está y, sin embargo, es lo único que es.
Sobre una de las camas hay una foto aérea de La Manga del Mar Menor (de cuando el Mar Menor era un mar, con agua y no con lodo). Mientras la miro, pienso que esto, este sitio, La Manga del Mar Menor, se parece a mi nombre. Quiero decir, a una G mayúscula. Esa forma, esa letra, es la que dibujaba de pequeño en los libros de texto, repitiéndola como un idiota en busca de la firma perfecta, la rúbrica que me identificaría para siempre. No sé si hoy los niños siguen haciendo eso. Nosotros lo hacíamos; no sé qué edad, qué curso era el de las firmas. Cuarto o quinto de EGB, nueve o diez años. Esa seriedad de los niños ante las palabras para siempre; esa asociación indeleble y trascendental entre un nombre que está empezando a ser asumido y un garabato que se reviste de eternidad: la firma, la identidad, para siempre. Y la repetía, porque había que domar la mano para que el trazo saliera solo, automático, sin vacilación, idéntico siempre a sí mismo; era ella, la firma, la identidad convertida en garabato de tinta, la que movía mi mano infantil y la hacía llenar páginas y páginas. Cualquier hueco de esos libros quedaba lleno de ges mayúsculas, enormes o pequeñas, torcidas o rectas, a las que seguían el resto de letras, a veces dentro del hueco que dejaba, como pequeños barcos dentro de eso que aquí llaman el Mar Menor: la u, la s, la t, la a, la v, la o, todas flotando dentro de ese espacio casi cerrado, ese pequeño vacío o mar menor de la G (que es como una O que se arrepiente, que tiene miedo a la eternidad del círculo y se detiene de golpe, dejando ver, tras un breve espacio de mar, la tierra al otro lado). Pequeñas y desordenadas, ahí dentro, ingrávidas, como una sopa de letras; era ingenioso, como todos los niños creen serlo, y mi firma era la mejor, original y creativa. Miraba las firmas de mis amigos y me parecían birrias, obviedades carentes de originalidad y de genio. Yo era un genio, por supuesto.
El más garabateado era el libro de Historia: los Reyes Católicos, ese cuadro con los dos rostros mirando hacia algún punto que no existía, hacia el margen del libro, lleno de mis rúbricas, como si Ellos miraran mi firma, y dieran su regia aprobación a mi Destino. El maestro hablaba con sincero orgullo vecinal de Isabel la Católica: “nació aquí al lado, a 70 kilómetros de Ávila, en Madrigal de las Altas Torres”, y yo soñaba, como todos los niños, con mi firma y mi destino, tan grande como el de Isabel, fundando un país, un mundo, reinando. Todos los niños son reyes. Hay una fábrica de coronas de cartón, produciendo millones de ellas, repartiéndolas por todos los Burger King del planeta; hay una incesante coronación en masa de niños que creen merecer esa corona. Hay una maldad intrínseca en esas coronaciones condescendientes y orquestadas, en esa inflación de reyes sin reino, de niños que reinan solamente sobre el cerrado mundo de su infancia y de las caricias de sus madres esclavas. En Ávila no había Burger King cuando yo era niño. Creo que la primera vez que vi uno fue en Madrid. Pero no hacía falta esa corona. También yo había sido nombrado rey de mi casa, de mi mundo. Me veo ahora como un rey destronado y a punto de marchar al exilio, con la esperanza de que algún día la monarquía vuelva a implantarse en su país y pueda entonces ejercer un retorno victorioso. Me veo, escribiendo estas líneas, como un niño que practica su firma para la eternidad, probando una y otra vez, buscando el gesto de la mano o del teclado que pueda dibujarme tal y como soy, con un trazo firme, como si estuviera siendo mirado por los Reyes Católicos. Pero escribir esto, recordar, hacer el esfuerzo de pensar que esa imagen de un niño garabateando trazos en un libro es algo que tiene que ver conmigo son las típicas acciones que provocan que mi brazo imaginario levante la pistola imaginaria. Y creo que ese gesto es el que más veces he practicado. Y que esa, y no la de los libros, es la verdadera firma que debería definirme.
3
–A ver, en realidad, si queremos una definición no burocrática de nuestro trabajo, podría decirse que lo que hacemos en realidad es inventar historias. Los llamamos “informes”, pero son historias, trabajamos como novelistas.
–Sí, bueno, eso es cierto, trabajamos con hechos. Intentamos dar sentido a unos hechos. Pero si queremos ser precisos, no convencionales, y para eso estamos ahora aquí, ¿no es así?, parece que trabajamos con hechos, pero trabajamos con datos, con palabras. Con palabras tratadas como datos.
–Esa es una buena pregunta. Aquí, uno se plantea esa diferencia: qué es un hecho, qué es un dato, qué es un símbolo. El toro de Osborne, por ejemplo, la prioridad absoluta que se nos ha marcado ahora. Qué es ese toro. Todos los mensajes alrededor de ese toro, todas las conversaciones, todos los comentarios que ese toro ha generado. En ese mundo de palabras trabajamos. En las palabras y en los silencios.
–Sí, sí, también los silencios. También evaluamos