peor olía.
En realidad eran unas exageradas con lo del olor, muy pocas de vosotras no olíais demasiado, pero las que sí, olían suficiente como para parecer un rebaño de ovejas mojadas.
Postura del pez
Se inclinó hacia atrás, se tumbó de espaldas y extendió los brazos por encima de la cabeza. Tenía los ojos cerrados, pero oía protestas: la postura no era adecuada para todo el mundo, aunque usted se sentía cómoda, como si hubiera ganado en una especie de lotería de la vida la capacidad de estirarse más que otras mujeres más jóvenes que usted. Usted estaba a la derecha, en la parte delantera de la sala, y abrió los ojos para ver lo que estaba haciendo la gurú Guðlaug, y al abrirlos y girar la cabeza hacia la esterilla más cercana, Marta dio un respingo y cerró los ojos. La gurú Guðlaug tenía los brazos un poco hacia los lados. Probablemente, Marta había estado mirándola a usted. También había estado pensando en algo. En qué madre tan desdichada era usted. Con un problema genético e incapaz a la hora de socializar, como si nunca hubiera tenido hijos. Marta y usted se conocían desde hacía más de diez años, desde el cambio de sexo, la corrección, el cambio de ciclo, y ella nunca dijo una sola palabra sobre Hans Blær, al menos que usted pudiera oír, sabía lo difícil que aquello había sido para usted. Pero en esos ojos vueltos a cerrar a toda prisa, usted se dio cuenta de que todo había cambiado. No era lo mismo ser madre de alguien que se entretiene rompiendo las normas de convivencia de la sociedad, que serlo de alguien buscado por la policía por graves agresiones sexuales. Usted estaba segura de que elle era inocente hasta que se demostrara su culpabilidad, aunque sabía muy bien que era culpable —en lo más profundo, e incluso también en la superficie— y no había nadie que lo dudara.
Y luego arriba y de espaldas.
Postura del bebé feliz
Hans Blær fue un bebé feliz, igual que usted en la esterilla de yoga, de espaldas, con las piernas levantadas y los dedos de las manos en los talones. Elle —o ella, entonces era ella, da igual lo que diga cada uno, la vida de usted no era una mentira, simplemente era lo que era— era la persona más tierna que se pueda imaginar. Más tranquila que los demás niños, más dócil, pero también más jovial e imaginativa, y siempre divirtiendo a los demás. Una vez —usted lo recuerda como si hubiera sido ayer— se dedicó a cantar al revés, después de ver a un chico haciéndolo en televisión. Era como si su cerebro poseyera dotes especiales para ciertas cosas. Quizá fuera precocidad y quizá fuera simplemente madurez. No tenía más que seis años. Día tras día le pedía que dijera palabras, que ella aprendía entonces a decir al revés, y una vez por semana aprendía una canción nueva.
Tanisasu netie un tonrá, un tonrá tinquichí
que meco telacocho y rontú
y taslibó de nisá.
Meduer cacer del dordiará
con la dahamoal en los pies
y ñasue que es un gran onpecam
doganju al drezjeá.
Hans Blær —Ilmur, escribe elle, y borra el primer nombre— no se contentaba con cantar la canción al revés, sino que también jugaba a hacer todos los movimientos al revés. Al principio lo hacía con bastante torpeza, pero a los seis meses, o quizá solo cuatro o cinco, era ya capaz de hacerlo de corrido. Y usted empezó entonces a llamarla, cuando había visitas en casa, para enseñarles «el animalito de circo», como decía ella, y luego contagió también a sus amigos.
Los animalitos de circo eran un grupo de niños y niñas que hacían lo que fuera para divertirse ellos y divertir también a los adultos, soñaban con llegar a ser humoristas profesionales, y el nombre no fue cosa de usted, sino de alguien de algún sitio de la ciudad. Al principio usted se lo tomó muy a mal —su hija no era un animal de exposición, aunque más o menos podía decirse que de vez en cuando la exponía ante otros—, pero acabó por conformarse, pensando que sería perfecto como forma de describir esa idea fija. Probablemente, tampoco les habrían puesto el nombre con mala intención. En cualquier caso, los animalitos de circo estaban muy bien vistos en todo sitio donde se presentaban, se tratara de festivales de curso, la escuela de música o las clases de baile.
¿Qué habrá sido de ellos? Un día dejaron de venir, sin más, y aunque usted supo algo de ellos de vez en cuando mientras Ilmur asistía a la escuela, eso fue hace mucho tiempo.
Postura del niño
Tampoco eran así. No fue hasta más tarde cuando su hija empezó a comportarse así. Usted recordaba, sin duda, una ocasión en que ella y sus amigos estuvieron haciendo un trabajo en el colegio para los días temáticos. El trabajo era sobre Tanzania y todos se disfrazaron con faldas de paja, fabricaron joyas primitivas con briks de leche, cuerdas de pescar y cierres de plástico de bolsas de pan, y se pintaron la cara de negro. Eso no habría parecido nada correcto hoy en día —aunque a Hans Blær le pareciera evidente, elle distribuyó en internet fotos del número circense, fotos que usted recibió con toda ingenuidad, eran fotos de su niña disfrazada—, pero es que eran otros tiempos. Todos éramos mucho más ignorantes a principios de los años noventa. Y más inocentes. Usted tampoco oyó que los niños negros de la escuela se lo hubieran tomado mal. De modo que quizá no era más que una broma inocente.
Hoy día, los padres serían los primeros que lo considerarían ofensivo, y los niños se habrían dormido llorando, porque los niños lo comprenden todo a través de sus padres. Los niños verían a sus padres ofendidísimos, se quedarían de lo más extrañados y avergonzados, y empezarían a tener miedo ellos también.
Usted no tenía ni idea de lo que debía sentir en esos momentos. A veces tenía la sensación, sencillamente, de que la sociedad había decidido marginarla también a usted. Al menos, no había nadie que le diera pista alguna de si había comprendido las cosas «correctamente» o si las había aceptado sin más, hasta que las cosas fueron engordando hasta estallar con la siguiente «revolución». Hacía tiempo que usted había dejado de aprender nuevas leyes morales, eso no significaba nada, no era cosa suya, y muchas veces simplemente deseaba que el mundo hiciera una pausa mientras usted tomaba aire.
Además, usted tenía otras cosas en que pensar. También usted necesitaba vivir la vida.
Nunca llegó a saber qué hizo Hans Blær que le hicieran en Bangkok, igual que lo ignoraba el resto de la gente, y tampoco le importaba. No había que estar siempre metiendo las narices en la ropa interior de otras personas.
Postura del perro boca abajo
Estabais cada una en su esterilla con las manos apoyadas en el suelo, las piernas abiertas y el culo subido, y lo apretabais al ritmo de las indicaciones de la gurú Guðlaug.
Tenía usted la sensación de que allí dentro todas estaban pensando en usted. La gurú Guðlaug repetía una y otra vez que teníais que «vaciar la mente» y «dejar que los pensamientos fluyeran hacia el río del tiempo» y que aquel «no era lugar para las preocupaciones cotidianas» y cosas semejantes; Hans Blær se cernía como un íncubo por encima de todo, pero nadie podía decirlo en voz alta. No solo porque nadie sabía cómo expresarlo en palabras —ni siquiera usted, aunque le habría gustado romper aquel silencio—, sino también porque estaban en clase de yoga y allí regían ciertas normas de conducta. Si alguna de vosotras fuera Hans Blær, tal vez no importaría, elle desprecia todas las normas de conducta, pero ninguna de vosotras se acercaba ni lo más mínimo a ser Hans Blær, y por eso nadie decía nada. Usted notaba cómo se iba cargando el huracán en la habitación y cómo formaba un torbellino sobre vuestras posaderas en pompa. Usted sentía deseos de someterse, pero no de dar explicaciones, y no hizo nada. Usted era demasiado tímida para someterse. Se avergonzaba demasiado.
Con todo lo creativa y divertida e imprevisible que era Ilmur de niña, al poco tiempo de acabar la escuela elemental se volvió una persona realista furiosa y una agitadora sin freno, las dos cosas a la vez, sin que entraran en conflicto entre sí. En cuanto empezó la secundaria fue como si ya no aguantara estar con los demás animalitos de circo,