Eiríkur Örn Norddahl

Hans Blaer: elle


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a salir por su cuenta para escaparse —dijo mamá. Y añadió, tras un breve silencio y unos cuantos suspiros—: Pero no lo hará, claro.

      —Te voy a contar una cosa —dijo Halla—. Una vez vi a una mujer. —Enarcó las cejas—. En la piscina. —Era como si quisiera que Lotta terminara la frase—. Con una cosa como esa. —Abrió mucho los ojos y señaló el monstruo de Ilmur—. Solo que más grande y más de adulto, claro. Igualito que un pene pequeño, es que exactamente igual. Primero pensé que aquella mujer llevaba una jaula absurda. Aquello recordaba más que nada a un pollito.

      —Naturalmente, después crecerá el pelo —dijo mamá.

      —Y se quedará más arrugado. ¿Lo de abajo está bien abierto?

      —Sí, sí. Es como tiene que ser.

      —¿Como en una mujer? ¿Sale la orina?…

      —No estoy segura. Tiene que estar por aquí arriba. —Examinaron los genitales y tiraron con cuidado de la piel que rodeaba la vulva, si se podía hablar de vulva, cada una con un dedo índice.

      —¿Y la vagina?

      —¡No mea por la vagina, y tú tampoco!

      —Ya lo sé. ¿Qué te crees que soy?

      Y justo a punto, Ilmur empezó a mear. Por la uretra. Lotta y Halla se encogieron cuando el hombrecito estiró la cabeza, sacó un hocico rojo oscuro y de él brotó con fuerza un chorro considerable, fino y de color claro, y tan fuerte que primero lamió la cabecera de la cama por fuera, luego bajó al hombro de Lotta, que ni chistó, atontada como estaba por las medicinas, luego a la rodilla de la preciosa criatura y finalmente las últimas gotitas le cayeron entre las nalgas y en la cama.

      —Es para no creérselo —dijo Halla llena de admiración de lo bien que había regado Ilmur el mundo. Se puso en pie, se secó las lágrimas y miró a Lotta con gesto serio—. Esto es obra de Dios.

      Y con eso quedó todo decidido.

      * * *

      No nos precipitemos, escribe elle. Naturalmente, quedan muchas cosas que os gustaría saber, pero lo sabréis todo al final. Probablemente podríamos dar todo esto por concluido en doscientas palabras más o menos —como una confesión de longitud promedio— y dejarnos de discusiones sobre el moméntum. Pero la verdad no está ahí. También tenemos que aprender a dejar tiempo a las cosas. Tal vez no importe que esto no se lea nunca, aunque sea ilegible. No por eso hay que ser descuidados.

      Usted y vosotros, escribe elle, Lotta y Viggó, prepararon para su hija única, Ilmur Þöll —que es como se llamaba entonces, aunque ya no se llama así—, un lindo hogar en una casa unifamiliar al lado mismo de la plaza Hlemmur, en Reikiavik. La casa estaba pintada de blanco, mientras que todas las casas de la zona estaban revestidas de arena de conchas. Dos pisos y montones de metros cuadrados, todo repleto, quién conoce de verdad un sitio así, mayor que la inmensa mayoría de las casas, porque el capitán Viggó tenía un enorme arrastrero congelador con base en el puerto de Akranes, donde Viggó, por esa misma razón, pasaba mucho tiempo, en un piso a cargo del armador, y en la ciudad tenía sus amantes desde hacía tiempo, aunque ellas no le hacían ninguna sombra a Lotta, a quien mantenía también con generosidad. Pero Viggó pasaba poco tiempo en casa y quizá fuera lo mejor, porque era un tanto desabrido y fastidioso cuando estaba en casa, mientras que en Akranes resultaba ser el amo de todas las fiestas, de modo que probablemente lo mejor era que no se moviera de allí.

      Lotta Manns y Viggó Rúnars tuvieron su primer hijo, que en cierto sentido resultó ser dos hijos, o muchos, en otoño, como ya sabemos. Los padres suelen reconocer, al menos los padres que saben del asunto —los que leen libros sobre educación, madurez, la diferencia entre primera y segunda infancia, etcétera, tal vez no los que piensan que educar consiste solamente en dar de comer al retoño y esperar a que pueda comunicarse (nada más pasar la pubertad) para mandarlo a trabajar, aunque sí otros padres, más listos desde el nacimiento—, que lo mejor es tener hijos en otoño. El motivo es que el primer medio año de la vida no es, en realidad, más que medio año de reclusión. La criatura pasa la mayor parte del tiempo en el interior de la casa, o de las casas, además, como es natural, de en su propio interior, pero cuando la criatura por fin se hace consciente de la existencia del mundo, digamos en abril, la naturaleza rompe a cantar. El retoño aprende a caminar por la hierba antes del regreso del otoño. Va a la piscina de bebés al aire libre. Conoce el mundo desnudo y en flor.

      Parece algo muy deseable y no debería extrañar a nadie. Ni siquiera hay quien lo discuta.

      Viggó desembarcó, cogió a su hija en brazos, le hizo el caballito sobre las rodillas, le quitó el vómito de los muslos y luego se embarcó otra vez, o se fue con sus putas, lo uno por lo otro. Los portugueses no habían encontrado ni un pez, pero como él cobraba por asesorarlos y había ido en su temporada libre, ese hecho no afectaba a sus ganancias, que eran ingresos extra; Viggó había perdido ya la capacidad de decir no al dinero cuando Lotta le informó de que estaba esperando —no solo por Ilmur, pero perdió el deseo sexual hacia «la madre»—, de modo que tuvo que consolarse en Kjalarnes con una querida, que costaba lo suyo, y ahora tuvo que hacer dos mareas seguidas con Herdís de Akranes, lo que duró los dos meses siguientes, con una breve parada, como llevaba haciendo más o menos en los tres últimos.

      No se hablaba de relaciones de cama con mujeres que apenas conseguían levantarse sobre las dos piernas después del parto en ninguno de los libros que tenían en la casa de Snorrabraut, y, naturalmente, Viggó no estaba necesitado, con todas las mujeres que tenía, y solo Dios sabe si Lotta estaba necesitada o no, pero alguna necesidad debió de haber porque, cuando Viggó se volvió a marchar al día siguiente, Lotta estaba embarazada de Davíð Uggi, y Viggó se enteró por un mensaje justo antes del siguiente periodo de libranza, y al saberlo se presentó de inmediato para otra marea y no se le vio el pelo en cuatro meses, con excepción de algún día suelto. En esa época no existía el túnel de Hvalfjörður y para viajar entre Akranes y Reikiavik había que tomar el ferri Akraborg y, si desembarcaba tarde, se tenía que quedar a dormir en Akranes, igual que, casi sin excepción, el día antes de hacerse a la mar, y otras veces más para el «mantenimiento del buque», como lo llamaba él con un juego de palabras muy hábil, porque en esos días se dedicaba a follar con la mantenida. «El capitán tiene que ser el primero a bordo. Sin excepciones», decía cuando Lotta protestaba. Había tantas cosas que las mujeres eran incapaces de entender.

      La primera cosa memorable que hizo Ilmur en la vida, cuando por fin se encendió la luz en su cerebro —llegó la primavera y vio el mundo florecer—, fue, como queda dicho, mirar a su madre embarazada, nada más nacer ella. Lotta Manns fue engordando como manda la ley, caminaba con andares de pato y se dejaba mimar por sus amigas. Estaba de un humor un tanto raro, que oscilaba entre los accesos de llanto y una determinación rocosa, tenía antojos de cosas raras a horas extrañas del día y le salieron edemas y ampollas, olía a queso viejo, a arenque rancio, a bandeja vieja con trozos de tiburón fermentado, ya sabéis cómo es eso, cuando no olía a mañana de primavera o incluso a cerdo confitado de Navidad, se odiaba a sí misma y pensaba que la vida era un maratón de danza sobre rosas, sobre espinas de rosas, etcétera, etcétera. Todo en perfecto acuerdo con el bendito libro.

      Ilmur tenía cinco años, como mucho, cuando Lotta le pidió por primera pero no última vez que, por lo que más quisiera, no le enseñara el gusarapo a nadie. No tenía ocasión de hacerlo, Ilmur no lo había hecho nunca, no se dedicaba a jugar a los médicos con sus amigos ni nada de eso, y probablemente, Lotta solo quería evitar antes del parto, simplemente evitar, prudentemente, que pudiera llegar a suceder que la niña se pusiera a hablar con otras personas, sin darse ni cuenta, sobre sus genitales y se descubriera la anormalidad de la familia, porque era culpa de la madre, fueron sus hormonas las que dejaron a Ilmur en ese estado. No se avergonzaba de su hija, se avergonzaba de sí misma, de haber fracasado, le resultaba embarazoso y no quería verse en la tesitura de tener que explicar nada, pero le pasó el tema a Ilmur. «Tampoco nosotras hablamos de los genitales —le dijo a su amiga Halla cuando se lo preguntó—. ¿O es que tú vas por la ciudad hablando de tu coño?».

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