embargo. Por muy acostumbrade que estuviera, le extrañó que hubiera ochocientos comentarios básicamente coincidentes. Incluso al terminar los días de más faena, cuando se acostaba temprano, dormía hasta el aburrimiento sin preocuparse por nada hasta el mediodía, cuando el número rondaba los cien o algo menos. Elle sabía que no tenía por qué extrañarse, anoche previó que este día sería una auténtica tortura y que conciliar el sueño había sido un milagro.
Hans Blær comprobó enseguida que los mensajes podían clasificarse en seis grupos, aunque algunos se solapaban:
En primer lugar, había acusaciones e insultos, basados principalmente en malentendidos, pero también, en cierto modo, en una postura infantil sobre las cuestiones éticas. En conjunto, todo enlazaba a noticias que afirmaban que elle había cometido delitos con una o más chicas jóvenes en Samastaður. Estas acusaciones —ciertas, inciertas, torticeras o distorsionadas, who cares?— eran la base de todas las demás. De todo el caos.
En segundo lugar, había saludos breves. Hola. ¿Estás ahí? ¿Qué está pasando? Y así sucesivamente. Gente más próxima, que intentaba ponerse en contacto con elle; muchos, probablemente, con escasas esperanzas, no solo por la situación, sino también porque elle solía estar muy ocupade y no destacaba precisamente por ser rápide a la hora de responder, ni siquiera en un día bueno.
En tercer lugar, personas nada próximas a elle —o que llevaban tiempo sin serlo— que le enviaban extensas cartas o le etiquetaban en algún reportaje con intención de explicar algo, a sí mismos o a elle o alguna otra cosa sin relación ninguna; era gente que estaba loca por conocerle y que sentía la necesidad de contextualizar de algún modo su conocimiento con lo que estaba pasando en esos momentos. Pedir disculpas, mostrar apoyo, mandarle a la mierda, etcétera.
En cuarto lugar, periodistas que le enviaban preguntas o solicitudes de entrevista.
En quinto lugar, luchadores por la justicia social que le etiquetaban en algún reportaje, o que hacían preguntas exaltadas y llenas de prejuicios, o simplemente para dar rienda suelta a sus poco amistosos sentimientos.
En sexto lugar, trols, en su mayoría sin humor alguno, que usaban mal las comillas en unos comentarios sarcásticos sobre el aspecto que tendría elle en ropa interior. «¿Quién es el responsable del sistema sanitario que ha dado ánimos a ese “hombre”?». Etcétera. Ya entendéis.
Si elle tenía rabo, y era perfectamente imaginable que lo tuviera, o si lo había tenido alguna vez, gente así no podía tener ni la menor idea, además de que no era asunto suyo.
Hans Blær necesitó cuarenta minutos para repasar toda aquella basura —a toda velocidad— y para desetiquetarse de las barbaridades más atroces. Luego se puso la bata, unos calcetines calientes y entró de puntillas en la cocina. Ninguna de esas cosas le pillaba por sorpresa. Todo estaba ya preparado ayer noche.
Hans Blær bebió el café directamente de la cafetera; se puso un zumo de naranja, dos (finas) rayas de coca y pan tostado con mantequilla. Luego se sentó en un taburete del mostrador de la cocina y disfrutó por un instante de lo callado que estaba todo. Ya no era silencio, el silencio se había terminado, o se había ido, o esfumado, ahora estaba todo callado. Las paredes pintadas de negro se tragaban la luz y la convertían en algo que hacía que cuando se sentaba bajo la lámpara del mostrador se formara una especie de aura luminosa en torno a su cabeza; elle no estaba sole en la oscuridad, estaba sole a la luz de un reflector, mientras en todos los demás lugares, el mundo era oscuro como la brea. En el bolsillo de la bata seguía iluminándose la pantalla a intervalos regulares.
Saldré adelante, pensó. No hay que preocuparse. Yo siempre salgo adelante. Luego cerró los ojos. Abrió los ojos.
Al cabo de un rato sacó el móvil del bolsillo y lo puso en el mostrador, delante de elle. Estaba aún en modo silencioso, pero en la pantalla aparecía un nombre conocido. Karolína.
Karó era su lacaya, su ayudante, la productora y directora gerente. Si Hans Blær estuviera colgade en un precipicio y quisiera que le rescataran, la llamaría a ella. Si Hans Blær se cayera de un avión y quisiera que le agarraran, ella le recogería entre sus brazos. Si Hans Blær estuviera en un concurso televisivo y tuviera que «llamar a un amigo», la llamaría a ella. Si Hans Blær tuviera tal diarrea que no le quedaran ni ganas de limpiarse el culo, le daría a ella el rollo de papel. Etcétera. Ya entendéis.
Lo menos que podía hacer por una persona así era responder cuando llamaba por teléfono.
* * *
No hay novedad en la gran tormenta. Poco a poco se va acumulando la nieve contra las paredes de la casa más allá de las rotondas de Mosfellsbær y la oscuridad otoñal del exterior se vuelve más negra y más infinita, más duradera. De cuando en cuando gotea el techo y la gota acaba en el borde de la mesa o en el suelo, pero elle no hace caso de la gotera y aún no ha llegado al punto de tener que ir a buscar un cubo. Deja el lápiz, vuelve a cogerlo, se lo mete entre los labios y sopla como si fuera una flauta.
—Hans Blær —escribe elle entonces, pues eso dijo al teléfono cuando llamó Karó (es una costumbre de los tiempos en que todos tenían teléfono fijo), y al momento se dio cuenta de lo ronco que estaba esa mañana—. Eres madrugadora —dijo elle—, con lo mal que nos sienta. —Su mente es un sendero tortuoso en movimiento constante, le duele la memoria. Es por la mañana otra vez. Rebobinada. Somos siempre personajes nuevos.
—Cariño —Karó siempre llamaba cariño a Hans Blær—. Tienes que escapar. Enseguida.
—¿Escapar? ¿De dónde?
—De tu casa. Según mis fuentes, la policía piensa ir a buscarte al alba y…
—¿La policía? ¿Tengo que inquietarme por ellos?
—¿Sabes lo que ha pasado?
—Sí, más o menos, sí, sí, a grandes rasgos.
—… y además están los hermanos de la chica.
—¿De Margrét? ¿Qué pasa con sus hermanos?
—Uno de ellos es Flosi el Cabrón.
—¿Flosi el del Propofol? ¿El de la motocicleta?
—El motero.
—¿No es lo mismo?
—Flosi el Cabrón no tiene ningún interés por las motos.
—¿Sino?
—Por romperle las rodillas a la gente y darles a comer sus excrementos.
—Lo sé. Pero ¿a mí?
—Según fuentes fiables.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que te vayas. Enseguida. Puedes venir aquí, si quieres.
—No me apetece nada escapar a Árbær.
—¿Por qué no?
—En Árbær no hay más que plebeyos. Y porque es plena noche y eso está muy lejos y el coche está en el taller y simplemente porque no me apetece. ¿Te vale con eso?
—Pues tienes que irte como sea. Estás en el censo, no costará nada averiguar dónde vives.
—Y dónde vives tú, ¿eso no?
—Yo sigo empadronada en Skólavörðustígur.
—Me marcharé. Me compraré un billete para Copenhague y adiós muy buenas.
—No puedes salir del país. La policía hará que te extraditen si consigues llegar a algún sitio.
—Vaya. Entonces iré a algún otro sitio. A Borgarnes. No sé.
—¿Árbær es más plebeyo que Borgarnes?
—Iré… —dijo elle, pero no pudo seguir porque justo en ese momento sonaron patadas en la puerta de entrada,