que los duchos en aritmética borren del mapa las aldehuelas salvajes?
O bien:¿A alguien se le pasó por la cabeza, realmente en serio, que las mujeres que han acusado a Harvey Weinstein, el canalla más famoso de la historia de la humanidad, iban con él para «hablar de su carrera» o «repasar un guion»? ¿No iban sencillamente para que se las follara a cambio de éxito y fama, acaso no es una transacción ventajosa? Que cambiaran de opinión en medio del asunto, cuando el ballenáceo corpachón de Harvey apareció debajo del albornoz —y un falo desproporcionado con forma de gamba con una boca cual manguera de bomberos, indigno de un bellísimo coñito hollywoodiense, suave como la seda y de entrenados músculos—, no es más que otra historia, mucho más trágica, en la que elle no quería tomar partido.
Sin embargo. ¿No fue divertido también ver cómo se encogía el falo una vez reveladas las más profundas perversiones? Ansias desmesuradas guardadas en el corazón, comentarios idiotas a los que dejaban volar cuando creían que no había nadie escuchando (y, naturalmente, nunca se les ocurrió pensar que los pobrecitos agujeros de las tías fueran capaces de hablar en voz alta). Nada bajo el sol es más bello o más entretenido que la venganza. Y cómo resplandecían las tipas cuando vieron estallar en llamas los resecos bosques de la patria —uno tras otro— y el mundo se hizo llamas como una supernova en una vía láctea habitualmente oscura. Mirad sus ojos, mirad cómo suben y bajan los pechos de esas valquirias del futuro, y decid si no os pone un poco cachondos. En el mundo no hay nada más follable que una mujer furiosa.
Y otro más:
¿Las mujeres tienen sueldos más bajos porque los varones las odian o porque ellas tienen otros valores biológicos que las llevan a elegir trabajos menos valorados por el mercado, porque no es el mercado quien les paga directamente? ¿Las lesbianas resultan especialmente incapaces para luchar contra las ciberagresiones o, por el motivo que sea, están más dispuestas que otras personas a dejarse agredir, para obtener así a bajo precio la compasión de una sociedad cabrona? Ya me entendéis. Es complicado. Solo hay que tener los ojos abiertos, tener muy en cuenta que la verdad no es, a fin de cuentas, la primera idea que se nos pasa por la cabeza.
Por la naturaleza misma del tema, no le corresponde a elle ofrecer respuestas —elle no es más que un cabrón o un bombón que se está comiendo un sándwich de atún junto al ordenador de su salón—, pero se siente como si tuviera la obligación de reflexionar sobre el tema desde los dos lados, sobre todo cuando hay más de dos. Lo cierto es que solo trabajan quienes lloriquean más fuerte. No tiene por qué salir gratis el ser súbdito de una sociedad democrática en el siglo de la información.
Pues eso.
Así serían las cosas en un día normal. En un día normativo, no es que haya días que sean del todo normativos, pero ya entendéis. Esta mañana, elle no despertó sole ni en calma, sino perseguide por todas las autoridades importantes de la sociedad: delincuentes, policía, medios de comunicación y todos aquellos con quienes había alcanzado la fama a base de mirarlos a los ojos desde que salió del seno de su madre hace 34 años, así como sus conocidos, parientes, amigos y enemigos. Y ni siquiera ha bajado a Joe & the Juice. Esto pertenece a otra historia, es obvio, estas cosas no suceden en el vacío. Empezaremos por el principio, escribe elle. Ya me perdonaréis si somos demasiado francos y os borraremos solo si sois más susceptibles de lo debido. Jesus saves y todo eso. Ahora pondremos las cartas sobre la mesa.
Era por la mañana y, como ya se ha dicho, estaba despierte, escribe elle una vez más en las páginas crema, a la luz parpadeante de una vela, como un malhechor cualquiera del siglo XIX. Nunca miraba la agenda hasta que había terminado el desayuno. Daba igual la hora que fuera. El día empezaba cuando elle estaba dispueste para el día, no al revés. Las normas son para los siervos. Primero dormía hasta que despertaba y luego se tomaba el tiempo necesario para ponerse en marcha. No hacía nada útil si no estaba bien despabilade, a menos que la sangre fluyera por sus arterias y sus pensamientos ardieran. Pero ¿algo útil? Elle no estaba aquí para ser útil. Los siervos existen para ser útiles. Hans Blær existe por gusto.
No despertaba cuando se iluminaba la pantalla del móvil. En realidad, es inimaginable que se despertara por la luz, por esa u otra cualquiera. Dormía con antifaz y no veía nada; había cortinas oscuras en las ventanas y otras más en la buhardilla, que tenía las paredes pintadas de negro como el resto de la vivienda. Además, siempre, sin excepción, dejaba el teléfono en el suelo, así que, como mucho, se filtraba un finísimo marco de luz por los bordes, porque su móvil se pasaba la noche trabajando sin pausa, receptando informaciones y sentimientos, de modo que si elle se despertara con aquel marco de luz, jamás podría conciliar el sueño. El mundo quería que elle supiera de él, aunque estuviera durmiendo. Pero elle se despertó a medias, se dio la vuelta y luego, de pronto, se incorporó, se quitó el antifaz a toda prisa y se quedó mirando fijamente el mundo.
A decir verdad, le apetecía cualquier cosa menos despertar. Todo menos levantarse. La tarde y la noche habían sido difíciles y hacía no demasiado tiempo que se había dormido. ¿Qué le había despertado?
Nada. Reinaba un silencio sepulcral.
El padre de Hans Blær —que había estado embarcado desde que elle era pequeñe; en realidad, desde que él mismo era pequeño— había afirmado algunas veces que en mar abierto había pocas cosas tan desagradables como el silencio que reinaba cuando se paraba el motor. Y si sucedía cuando estabas durmiendo, toda la tripulación se despertaba con un respingo. Nunca contaba si era por algo grave o si era algo habitual. Quizá sucedía muchas veces por semana y no había nada que contar. Pero a elle se le quedó grabado que el silencio te despertaba.
Pero este silencio. Ni siquiera había tráfico delante de las ventanas. Los pájaros callaban —probablemente todos habían emigrado a los países cálidos, faltaba poco para el invierno, se acercaba una gran tormenta para la noche—, los perros y los gatos callaban, las personas que habitualmente deambulaban por el centro se habían ido a dormir, no se oían crujir los árboles. Probablemente podríamos seguir diciendo que el único sonido que oía era «la sangre pulsante en sus venas», «el rumor de los cables eléctricos del alma de la ciudad» o «el chirrido de la marcha del sistema solar», pero todo eso sería falso y, en realidad, lo que sentía elle era como si el mundo se hubiera detenido, por mucho que en el exterior siguieran pasando cosas. Era puro silencio.
Pero, al menos, seguía con vida.
Apartó la sábana de seda y saltó de la cama; el primer ruido auténtico que oyó fue el de sus talones golpeando los negros tablones del suelo. Alargó la mano para coger el móvil, que estaba cargando en la mesilla de noche, y miró el techo, bostezando. Eran las 06.13; tenía 19 llamadas perdidas; 13 mensajes de SMS sin leer; le esperaban unos 900 comentarios en Facebook y 82 mensajes; 201 mensajes de correo en el inbox; 72 menciones en Twitter, 15 etiquetas en Snapchat e incluso 7 en Instagram. ¿Pero hay alguien que siga etiquetando en Instagram?
Es conveniente que no haya malentendidos, de modo que lo repetiremos. Elle estaba habituade a que, al despertar, hubiera comentarios y mensajes reclamando su atención. Eso, por sí solo, no era nada nuevo. La vida de elle en los últimos ocho o nueve años, desde que, como buen mártir cristiano y por propia voluntad, se entregó a las leoninas fauces de los medios de comunicación (aunque con plena consciencia, hay que decirlo, pues no hace nada sin querer, dos no pelean si uno no quiere), se distinguía por unos estímulos irresistibles sobre los que elle solo ejercía un dominio parcial. Sus palabras se convertían en noticias irresistibles para algunos y en ley para otros; unas veces le tomaban como el mejor «ejemplar de su especie» (y entonces era al mismo tiempo héroe de la libertad de expresión, la temeridad, la transroyalty) o el mejor ejemplo de «mierda de su clase», muchas veces lo decían las mismas personas, la buena gente le llama diet-fascista (guay), la mala gente, hermafrodita o escoria, aunque la mayoría no parece saber en qué casilla situarle. Y elle no tenía ni el más mínimo interés por ayudarlos.
El comentario más insulso, hecho en modo irónico en una conversación entre unos parientes de Burkina Faso sin apenas amigos en la red, engordaba hasta convertirse en titular de primera página en un país que creía que los fakes eran un servicio público si conseguían un