Eiríkur Örn Norddahl

Hans Blaer: elle


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cuotas de pesca, pero siempre es estupendo salir al mar cuando tú eres el pez gordo, sobre todo si el año viene mal dado, y el padre de Ilmur era el pez gordo y por eso la familia de la avenida de Snorrabraut siempre andaba sobrada de dinero, fuera el año bien o mal dado, aunque, bueno, para el capitán, el año siempre va bien dado. Y lo cierto es que estaba siempre embarcado, lo que probablemente no es tan grave, o en casa de su amiguita de Akranes, para gran felicidad de todos.

      Igual que otras mujeres que habían salido ya de la primera juventud y aún no habían tenido hijos, Lotta Manns metió uno de los dedos de sus pies, de uñas elegantemente pintadas, en el sucio pozo del mercado de trabajo. Asistió a clases de caligrafía el verano después de acabar la escuela intermedia y luego trabajó de secretaria en la agencia de viajes Þorbjörn hasta que conoció a Viggó, un año antes de que naciera Ilmur, el cual era unos seis años mayor que ella. A veces, cuando quería que Viggó sintiera que la necesitaba, fingía echar de menos la agencia, aunque, en realidad, lo único que deseaba era que la dejaran quedarse en casa oyendo la radio y cuidando del hogar, con los rulos puestos y unas rodajitas de pepino sobre los ojos, cocinando pescado al horno, leyendo La casa de los espíritus con los pies metidos en el masajeador mientras los niños dormían. Bebiendo demasiado café, haciendo estiramientos con el vídeo (Betamax) de Jane Fonda y comiendo bizcocho a escondidas. Después llegó el Segundo Canal y los seriales de la tarde. Mein Gott!, como dicen en Alemania los poetas románticos. Lieber Gott im Himmel! Y el resto ya se sabe.

      Lotta Manns era una mujer agraciada por naturaleza, pues ningún hombre con unos ingresos como los de Viggó se habría conformado con una tía cualquiera de tres al cuarto. Era rubia, de ojos verdes y delgada, y durante todo el decenio de los ochenta y hasta bien avanzados los noventa llevaba el pelo recogido en una trenza que le llegaba hasta media espalda y que iba dando saltitos al caminar como una cola de pura luz del sol. Los primeros años no iba nunca encorvada, nunca estaba cansada ni fastidiada ni agotada, o por lo menos no se notaba desde fuera. Lotta vestía siempre con elegancia, y habitualmente llevaba vestido. No seguía la moda, pero tenía un estilo clásico que estaba en una extraña línea intermedia entre el de un ama de casa americana retro y una campesina nórdica de antes de 1970. Lo presentaba todo como cosas neorrománticas: faldas de volantes, hombreras, colores pastel y neón, pelo cardado y líneas bien marcadas en el maquillaje que envolvían las orejas, o los ojos, o todo a la vez. Colores terrosos naturales, un poquitín de colorete en las mejillas para tener un aspecto más fresco, un breve toque de lápiz aquí y allá y un porte poderoso a la vez que modesto. No necesitaba nada más.

      Lotta era a veces un poco inflexible, un poco brusca, con quienes tenía más cerca, sobre todo con sus amigas. Pero no era porque estuviera angustiada. Lotta sabía mirar a la gente —incluso de pronto, inesperadamente— con tal furia que los varones adultos se arrodillaban ante ella y se ponían a pedir excusas sin saber qué era lo que habían hecho. Fue perdiendo esa fuerza según se fue haciendo mayor, y cuando se cansaba, parecía fundirse con la eternidad, de donde procedía, igual que pasaba con tantas otras cosas.

      Pero antes de llegar a lo que enseguida contaremos —como corresponde a nuestra desacreditada lentitud, no tenemos prisa—, antes de que estallase la feroz tormenta y los vasos se llenaran, nació Ilmur, y al día siguiente de nacer Ilmur llegaron los médicos y dijeron a la madre recién parida que su hija tenía «falo» (porque eran personas demasiado educadas para decir «polla» a la luz del día), o al menos algo parecido a un «falo». Fue un auténtico golpe para Lotta. Ciertamente, el falo estaba contraído, dijeron los médicos, era pequeño y en realidad no era más que un clítoris demasiado grande —la criatura tenía lo que se denomina «clitoromegalia», probablemente como consecuencia de la inmadurez de las glándulas suprarrenales—, pero no dejaba de ser un falo. Un falo y nada más, o ambas cosas, aunque no era un falo propiamente, menos aún un clítoris, sino un dedito índice o un hombrecito calvo que estaba ahí encogido y rojo e intentaba asomar por el glande, pero que no podía porque tenía los hombros sujetos, como si Ilmur estuviera pariendo un niño diminuto. Su propio hijo, justo de un día de edad, un niño del tamaño de un muñeco de Lego.

      Al principio, Lotta no conseguía distinguirlo, su educación había sido tan esmerada que era incapaz de ver cualquier cosa que perturbara su mundo, a menos que alguien le exigiera terminantemente que reconociera su existencia.

      Pues claro, escribe elle al tiempo que alarga la mano hacia el vaso, toma un sorbo y hace crujir las cervicales. A Lotta Manns, la madre de elle y de ella, a usted, mamá, le administraron óxido nitroso, oxígeno y tranquilizantes, y a punto estuvieron de rodearla de enfermeras con abanicos, pero nadie se preocupó de ayudar a Ilmur con ninguna de esas cosas hasta mucho después. También ella era demasiado necia para tomarse el asunto demasiado a pecho. Viggó seguía embarcado, siempre estaba embarcado, excepto cuando estaba con alguna puta en algún puerto. Mamá lloraba cuando no había visitas, pero tenía el máximo cuidado para que nadie viera a Ilmur sin pañal. Pero fue más tarde, ya en la casa de Snorrabraut, y con Ilmur con el culo al aire, cuando el gusarapo se dejó ver claramente como un brillante faro de carne en la oscuridad; el nombre latino de clítoris es landica, lo oculto o escondido, pero no había nada oculto o escondido en el clítoris de Ilmur Þöll Viggósdóttir.

      Al tercer día, Lotta Manns dejó de suspirar lastimera y se quitó la mascarilla de oxígeno, con gran alivio de la comadrona. Entonces le preguntaron si le interesaría que le extirparan «aquello» a la niña. Estaba pálida por el exceso de preocupación, la falta de alimento, los medicamentos y el estrés en general, y no se consideraba en condiciones para ocuparse de aquel horror, había empezado a llover y la temperatura había subido ocho grados; Ilmur ya pesaba tres kilos y medio, o algo así, lo cierto es que ya estaba creciendo, pues, aunque la madre aún no hubiera puesto el pezón en su boquita, las enfermeras se habían ocupado de alimentar a la criatura.

      Lotta volvió a ponerse la mascarilla de oxígeno mientras reflexionaba sobre el asunto. Faltaban aún quince o veinte años para que la expresión «ablación de clítoris» se hiciera de uso común. Y entonces se utilizaba, en realidad, para hablar de otra cosa, pero da igual, ¿estaba ella dispuesta a permitir que unos energúmenos armados de bisturí hurgaran en el sexo de la niña? ¿O debía dejarla ir por la vida deformada por la mano de Dios? El médico, que saltaba a la vista que había estudiado en el extranjero, aseguró que no tendría por qué ser nada especial, ni reducir el falo para transformarlo en un falo de bebé normal y corriente, ni dejarlo como estaba, sin más. «La complejidad de la naturaleza dista mucho de estar sobrevalorada —dijo el médico, henchido de su propia importancia y de una amplitud de miras importada—. Puede decirse que un micropene o macroclítoris, según se mire, es una deformación. Pero nadie tiene por qué convertirse en una molestia para uno mismo. Los genitales del hombre son complejos».

      Lotta volvió a quitarse la mascarilla de oxígeno e iba a decir algo de que los genitales de su hija no eran los genitales de ningún hombre, aunque el médico lo sabía perfectamente, claro, y había querido decir otra cosa, pero se sintió tan mareada que se sujetó la mascarilla y aspiró con fuerza sin decir nada.

      El personal cambió la bombona de oxígeno y Lotta pidió un poco más de tiempo para reflexionar. Pensaba pedir consejo a Halla, su amiga de la agencia de viajes.

      Viggó Rúnarsson se había ido del paritorio al bar directamente, y de ahí a Akranes, de donde navegó rumbo a Groenlandia, donde estaba ayudando a unos marinos portugueses a pescar bacalao para los groenlandeses, con escaso éxito, según supe más tarde, y los marinos portugueses le dieron la enhorabuena y abrieron muchas botellas en su honor y fumaron puros y jugaron a diversas cosas aprovechando la ausencia de bacalao durante varios días seguidos, mientras Viggó mandaba mensajes a casa explicando su alegría por todo aquello. Los mensajes eran todos del mismo tenor: «Espero que estés bien de salud, amor mío. No puedo esperar para estar otra vez con vosotras. Tu Viggó».

      Ya hemos visto que quedaba totalmente excluida la posibilidad de intentar consultar nada con él. La amiga Halla había tenido cinco hijos de dos hombres distintos, pero en estos momentos de la historia estaba sola, aparte de los niños, claro. Lloró un poco al borde de la cama de hospital de Lotta. En cambio, Lotta rio. Era por culpa de los medicamentos,