Susan Mallery

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en feria, llevando diferentes atracciones. Sabía cómo convencer a la gente para que tirara un aro o se reuniera a su alrededor mientras ella hacía trucos de cartas. Pero aquella era una atención que esperaba y buscaba. Lo tenía todo planificado, sabía qué decir. Aquello era diferente, sobre todo porque había muchas cosas en juego.

      Heidi ignoró el temblor que comenzó en sus piernas y se extendió rápidamente por todo su cuerpo. Quería ser fuerte, estar a la altura de las circunstancias y encontrar las palabras adecuadas para impresionar a la jueza.

      –No me gusta estar aquí –admitió Heidi, con la mirada fija en la expresión neutral de la jueza–. Pero me alegro de que Harvey esté vivo –miró al amigo de su abuelo y sonrió–. Conozco a Harvey desde que era niña. Forma parte de mi familia. Cuando vino a ver a Glen, se estaba muriendo. Ahora es un hombre sano y ha sido mi abuelo el que ha hecho eso posible. Por mucho que quiera mi rancho, no puedo valorarlo más que la vida de una persona.

      Rafe soltó un sonido burlón, pero su abogado le siseó algo.

      Heidi se descubrió entonces mirando a aquel despiadado hombre de negocios.

      –No todo puede reducirse al valor del dinero –le dijo–. Mi abuelo se equivocó al venderle a la señora Stryker el rancho y también al aceptar el dinero. Pero no lo hizo a la ligera, tenía una buena razón. Quería ayudar a un amigo que para él es como un hermano.

      Heidi volvió a mirar a la jueza, pero era incapaz de averiguar lo que estaba pensando. Continuó hablando.

      –Ese rancho es todo lo que he deseado a lo largo de mi vida. Me dedico a criar cabras, Señoría. Tengo un rebaño de ocho. Utilizo la leche para hacer queso y jabón. También vendo parte de la leche. No es un gran negocio. Me da para mantenernos a mí y a mi abuelo. Fue él el que se hizo cargo de mí cuando mis padres murieron. Él me cuidó y me quiso y ahora quiero estar a su lado. Asumo la responsabilidad de lo que hizo mi abuelo. Estamos dispuestos a aceptar algún plan de pago para la señora Stryker.

      –Veo que está dispuesta a hacer cualquier cosa por su abuelo –reconoció lentamente la jueza–. Pero no tiene los doscientos mil dólares que cobró por el rancho.

      –No.

      –¿La propiedad está hipotecada?

      Trisa se levantó.

      –Pido permiso para acercarme, señoría. Tengo aquí toda la documentación de la hipoteca.

      La jueza asintió.

      Trisha le llevó una carpeta y volvió a sentarse con Glen. Heidi esperó ansiosa mientras la jueza hojeaba los documentos y los recorría rápidamente con la mirada. Cuando terminó, alzó la mirada por encima del borde de sus gafas.

      –Teniendo en cuenta la situación económica actual, es poco probable que pueda conseguir una segunda hipoteca. Y, según mis cálculos, apenas cubriría un veinte por ciento de lo que su abuelo le cobró a la señora Stryker.

      Heidi miró a la jueza sin saber qué decir. ¿Otra hipoteca? ¿Y de dónde se suponía que iba a sacar el dinero para pagarla?

      –¿De qué cantidad de dinero dispone ahora en efectivo?

      Heidi pensó en sus ahorros y tragó saliva.

      –De dos mil quinientos dólares.

      Se levantaron susurros en la sala. Heidi sintió como se sonrojaba.

      El abogado de Rafe se levantó.

      –Su Señoría, tenemos todos muy claro lo mucho que la señora Simpson quiere a su abuelo y comprendemos que quiere pagar ese dinero. Pero Glen Simpson le robó a mi cliente. Se aprovechó de la avanzada edad de la señora Stryker y de su falta de experiencia en el mundo de los negocios para estafarle una importante cantidad de dinero.

      –¿Avanzada edad? –preguntó May, en voz suficientemente alta como para que muchos la oyeran–. ¡No estoy chocheando!

      –Siéntese, señor Jefferson –le ordenó la jueza–, ya le llegará su turno.

      –Sí, Su Señoría –el abogado volvió a sentarse.

      Parecía más complacido que ofendido por aquel requerimiento.

      Heidi deseó que tanto Rafe como su amigo estuvieran más preocupados.

      La jueza revisó sus notas y volvió a mirar a Heidi.

      –Le ruego que se siente, señora Simpson. ¿Estoy en lo cierto al pensar que el hombre que está sentado a su lado es el señor Harvey, el amigo de su abuelo?

      Heidi asintió.

      La jueza le pidió a Harvey que se levantara y escuchó atentamente mientras él explicaba detalladamente cómo se había enterado de que tenía cáncer y de que solo había un tratamiento que pudiera devolverle la vida. Pero no era suficientemente mayor como para que pudieran atenderle de forma gratuita y nunca había tenido dinero para pagarse un seguro, así que no tenía manera de financiar la cura. Glen había sido la persona que había conseguido ese dinero y, gracias a él, había superado la enfermedad.

      Glen fue el siguiente en hablar. Contó su historia y sus intenciones. A oídos de Heidi, sonaba como un jugador nómada con un corazón de oro. Lo cual no estaba muy lejos de la verdad. Su abuelo siempre había tomado decisiones sin pensar en las consecuencias. Con esa misma facilidad había incorporado a Heidi a su vida y su amor había compensado con creces sus ocasionales irresponsabilidades.

      El último en levantarse para hablar fue el abogado de Rafe.

      –Me alegro de que esté mejor –dijo, mirando a Harvey–. La salud es siempre una bendición.

      Harvey asintió.

      Dante se volvió entonces hacia la jueza.

      –Su Señoría, creo que este caso tiene mucho que ver con lo que un hogar significa para alguien. Para la señora Simpson y para su abuelo, el rancho es un sueño hecho realidad. Pero también lo era para la señora Stryker. Treinta años atrás, su marido y ella llegaron a Fool’s Gold para trabajar en Castle Ranch. Su marido se ocupaba del rancho y May cuidaba de la casa al tiempo que criaba a sus hijos. Unos años después, el marido de May murió, dejándola sola con tres hijos pequeños.

      Heidi sabía lo que iba a contar a continuación y comprendió que era casi tan conmovedor como la recuperación de Harvey. Aquello no era una buena noticia.

      –May continuó trabajando como ama de llaves, pero al no contar con el salario de su marido, siempre tuvo problemas económicos. El señor Castle no era un hombre generoso y las condiciones de trabajo no eran fáciles, pero May continuó allí. Ya ve, el señor Castle le había prometido dejarle el rancho en herencia cuando muriera. Pero no era cierto, y cuando falleció, el rancho fue a parar a unos parientes lejanos. Destrozada, May se llevó a su familia a Los Ángeles. Allí encontró trabajo, pero nunca olvidó Castle Ranch. Cuando se enteró de que estaba en venta, decidió recuperar lo que le había sido negado. Pero una vez más, volvieron a arrebatárselo. Y en esta ocasión, el culpable fue un ladrón.

      Dante se interrumpió para señalar a Glen. Pero Heidi estaba más preocupada por sus dramáticos gestos. Aunque no había participado de ninguna manera en la estafa de Glen, se sentía tan culpable como si hubiera hecho algo malo.

      –¡Dante, ya está bien! –May se levantó–. Su Señoría, ¿puedo decir algo?

      La jueza alzó las manos.

      –Bueno, parece que hoy todo el mundo tiene derecho a hablar. Adelante, señora Stryker.

      Rafe se levantó.

      –Mamá, este no es el momento.

      –Es exactamente el momento. Sé que eres un hombre de negocios de éxito y que para ti el dinero lo es todo, pero a mí esto no me está gustando nada. Sí, por supuesto, quiero recuperar el dinero, pero no quiero que Heidi y su abuelo se tengan que ir. Sé lo que se siente al perder un hogar. Tenemos que encontrar una solución entre todos.