lleguemos a un acuerdo.
–Yo también –musitó Heidi.
–Estupendo –May se volvió hacia la jueza–. Heidi tiene unas cabras adorables y necesita un lugar para llevar su negocio.
–¿Es usted consciente de que Glen Simpson le robó doscientos cincuenta mil dólares? –preguntó la jueza.
–Por supuesto, pero Heidi ha mencionado la posibilidad de un plan de pago. Estoy abierta a ella.
–Pero no tiene dinero –repuso Dante–. Su Señoría, acaba de admitir que tiene dos mil quinientos dólares. Mi cliente no tiene interés en un plan de pago que termine en el siguiente milenio. Y, como él también firmó esos documentos, debería tener el mismo derecho a opinar sobre lo que va a suceder.
La jueza asintió lentamente.
–Sí, lo comprendo, señor Jefferson. Pero me sorprende que un hombre de negocios de éxito, como lo es su cliente, no se diera cuenta de que el contrato era una estafa antes de firmarlo.
Dante musitó algo para sí.
–Mi cliente es un hombre ocupado.
La jueza arqueó las cejas.
–¿Me está diciendo que no leyó los documentos en cuestión?
–No, no nos leyó.
–Caveat emptor, señor Jefferson –dijo la jueza.
Trisha se volvió y susurró:
–Es latín. Quiere decir que el comprador tiene que ser consciente de lo que compra.
Heidi quería creer que la jueza estaba de su lado, pero tenía la sensación de que se estaba precipitando al interpretar aquella conversación. Habiendo tantas cosas en juego, la esperanza parecía algo dolorosamente ingenuo.
La jueza Loomis se reclinó en la butaca de cuero y se quitó las gafas de sol.
–Señor Stryker, a pesar de lo que dice su abogado, ¿me equivoco al asumir que la propiedad en realidad es de su madre?
–No, Su Señoría.
La jueza asintió lentamente. Miró entonces a May, que permanecía en pie con las manos unidas.
–Todo esto me está dando mucho que pensar –dijo la jueza por fin–. Aunque el señor Simpson arrebató una significativa cantidad de dinero, creo que lo hizo con buenas intenciones. Pero eso no es ninguna excusa, señor Simpson –le advirtió con firmeza.
Glen bajó la barbilla.
–Tiene razón.
–Señor Simpson, su voluntad de ayudar a un amigo es admirable, pero doscientos cincuenta mil dólares son mucho dinero.
Heidi tragó saliva.
–Sí, Su Señoría.
–Señor Stryker, usted es un hombre de negocios que firmó un contrato sin leerlo. Se merece lo que le ha pasado.
Heidi vio que Stryker apretaba la mandíbula, pero no contestaba.
–Señora Stryker, usted parece la parte más perjudicada en todo esto, pero aun así, es la única que aconseja perdonar y llegar a un acuerdo. Le ha dado a mi parte más cínica una buena dosis para la esperanza. La admiro y, por lo tanto, consideraré este caso ateniéndome a su punto de vista.
Heidi no estaba segura de qué podía significar aquello, pero comenzaba a preguntarse si sería posible que no fueran a perderlo todo.
–Lo más fácil sería dejar al señor Simpson en prisión y llevarle a juicio o aceptar cierto grado de culpabilidad a cambio de verse libre de la cárcel. Señora Stryker, por usted, estoy dispuesta a considerar otras opciones. Me gustaría investigar si hay algún precedente de algún caso de este tipo. Desgraciadamente, mi horario de trabajo me impide hacerlo de inmediato y mi secretaria se casa la semana que viene y estará de luna de miel, así que tampoco podré contar con ella.
La jueza permaneció durante varios segundos en silencio, como si estuviera pensando en cómo resolver la situación.
–Tenemos también la cuestión del banco. ¿Estarían dispuestos a transferir el pago a la señora Stryker y a su hijo? Aunque no creo que vaya a representar ningún problema, también deben ser consultados. Y, como todos ustedes saben, los bancos pueden ser notoriamente lentos a la hora de responder a este tipo de casos.
Se interrumpió y sonrió ligeramente.
–De acuerdo, señora Stryker. Tendrá su acuerdo. Usted y su hijo compartirán la propiedad con la señora Simpson y su abuelo. De alguna manera, serán copropietarios. Continuaremos trabajando, hablando con el banco e investigando el caso en profundidad. Mientras tanto, señor Simpson, le sugiero que haga todo lo posible para conseguir el dinero que le debe a la señora Stryker. Legalmente, por supuesto.
Heidi se sentía como si acabara de caer en la madriguera de un conejo. ¿Compartir el rancho? ¿Los cuatro? Era mejor que perderlo todo, ¿pero cómo se suponía que iba a funcionar?
Vio que May sonreía radiante a Glen, y que Rafe le susurraba algo a su abogado.
–¿Señoría? –May alzó la mano.
–¿Sí?
–Si Heidi y yo estamos de acuerdo, ¿podríamos hacer arreglos en la propiedad? El establo necesita alguna reparación y las cercas se encuentran en un estado terrible.
–Le recuerdo que todavía no hemos llegado a una decisión definitiva. Es posible que termine perdiendo el rancho, señora Stryker. Por favor, no lo pierda de vista. Pero si usted y la señora Simpson están de acuerdo en llevar a cabo alguna mejora y acepta que no habrá ninguna compensación en el caso de que pierda este juicio, adelante. Llamaré a las dos partes cuando esté preparada para dictar sentencia. Y tengan paciencia. Podría llevarme algún tiempo.
Heidi todavía estaba regocijándose en aquel inesperado, aunque temporal, aplazamiento. Se levantó y se meció ligeramente. Se sentía como si acabara de evitar que la arrollara un tren.
–Es una buena solución, ¿verdad? –le preguntó a Trisha.
–Es mejor que el que Glen tenga que ir a juicio –le sonrió al anciano–. No es que no te adore, pero deberías ir a prisión. Doscientos cincuenta de los grandes es un delito –se volvió hacia Heidi–. Intenta arreglarlo todo con May. Averigua de qué manera podéis llegar a alguna clase de compromiso, sé amable con ella y, por el amor de Dios, empieza a ahorrar dinero. Si no se te ocurre ninguna otra solución, demostrar que estás haciendo progresos a la hora de devolver el dinero te ayudará.
–De acuerdo –musitó Heidi, consciente de que Rafe estaba manteniendo una acalorada conversación con su abogado.
Dirigió varias miradas de enfado en su dirección.
May, decidió Heidi, no iba a suponer ningún problema. ¡Y ojalá pudiera decir lo mismo de su hijo!
Trisha se inclinó hacia ella.
–Recuerda lo que te dije ayer –le susurró–. El sexo puede arreglar muchas situaciones difíciles.
Heidi se fijó en el traje de Rafe y en sus zapatos caros. Y aunque los ignorara, estaba él mismo. Todo en él parecía reflejar obstinación y arrogancia. Por supuesto, era un hombre atractivo y no le resultaría difícil perderse en aquellos ojos oscuros, pero tenía la sensación de que caer rendida a su hechizo se parecería mucho a la fascinación que podía sentir un conejo por una cobra. Todo podía parecer muy divertido hasta que le clavara los colmillos.
–Rafe Stryker nos es un hombre fácil de seducir.
–Todos los hombres son fáciles de seducir.
–En ese caso, yo no soy una mujer seductora –admitió Heidi–. No sabría por dónde empezar.
Se suponía que el sexo no estaba relacionado con el poder, sino con el amor.