Susan Mallery

E-Pack HQN Susan Mallery 2


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de flores y una mesita de café.

      Afuera, junto a las rejas de la celda, habían colocado una televisión de pantalla plana. El sonido de una película de acción invadía aquel minúsculo espacio. Al lado de la televisión había una estantería en la que habían servido una especie de bufé. Sobre ella descansaba una media docena de fuentes cubiertas esperando a ser servidas. Y también pasteles, tartas y galletas.

      –¡Usted!

      Rafe se volvió y vio a la jefa de policía caminando hacia él.

      –¿Señora?

      –No me llame «señora» –gruñó.

      Le agarró del brazo y le obligó a salir de nuevo al pasillo.

      –¡Todo esto es culpa suya! –le espetó cuando estuvieron a solas–. No piense que esto no va a causarle problemas.

      La jefa de policía Barnes podía llegarle solamente a la altura del hombro, pero había algo en su actitud que dejaba muy claro que no estaba dispuesta a permitir ninguna insolencia.

      –¿De qué está hablando?

      –De ese hombre –señaló hacia la puerta que conducía a las celdas.

      –Si está causando problemas... –comenzó a decir Rafe, lo que le valió una mirada fulminante.

      Una buena mirada. Mejor incluso que la de su asistente.

      –Tenemos problemas, sí, pero no es él el que los está causando, sino todas esas mujeres. ¿Sabe cuántas han venido a verle?

      –¿Seis? –preguntó.

      Recordaba que la funcionaria les había dicho que eran siete y él había asumido que contaba a su madre entre ellas.

      –Sí, seis –le confirmó la policía–. Han aparecido aquí con todo tipo de mantas y comida. Una de ellas hasta le ha traído una televisión. Y otra una funda de goma espuma para el colchón. Al fin y al cabo, no queremos que nuestros detenidos duerman incómodos, ¿verdad?

      –No creo que todo eso sea culpa mía –replicó.

      –Ha sido usted el que nos ha obligado a arrestarlo –le clavó el índice en el pecho–. Sáquele de aquí o le aseguro que convertiré su vida en un infierno.

      –Mañana vamos al juzgado.

      –Estupendo. Lo último que quiero es ver esta prisión llena de civiles que se comportan como si estuvieran en el club de la parroquia. Cuando el juez le pregunte que si está dispuesto a dejar que Glen salga en libertad bajo palabra, contestará que sí, ¿me ha oído?

      Rafe pensó en la posibilidad de decirle que estaba violando varias leyes en aquella conversación. Que él tenía derecho a pedir que Glen continuara encarcelado hasta que se celebrara el juicio, ¿pero de qué serviría? Hasta que no se resolviera aquella situación estaba condenado a estar en aquella maldita ciudad. Tener a la jefa de policía como enemiga no iba a aportar nada a su causa.

      –Tendré que hablar con mi abogado –le dijo.

      –Es lo único que le pido –tomó aire y lo soltó lentamente–. Le juro que si vuelve a aparecer alguien más con una cazuela de comida, aquí va a haber sangre.

      Heidi permanecía incómoda en la sala, al lado de la amiga de Glen. Era la primera vez que estaba en un tribunal. Jamás en su vida le habían puesto siquiera una multa. Le entraban ganas de salir corriendo. La jueza, una mujer alta vestida de negro, la intimidaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. El alguacil le parecía igualmente autoritario con el uniforme. Había un ambiente de expectación, se oían rumores nerviosos entre aquellos que estaban observando lo que allí ocurría.

      Desvió la mirada de Glen y de Trisha, que hablaban en voz queda, hacia al otra mesa. Rafe Stryker estaba sentado al lado de un hombre que parecía tan poderoso como él. Los dos iban vestidos con trajes de color azul marino, camisas blancas y corbatas rojas. Pero el parecido terminaba allí. Rafe era un hombre moreno, de pelo negro, ojos negros y ceño sombrío. Miraba a su alrededor con expresión hostil, como si le molestara tener que perder el tiempo con un asunto tan insignificante como aquel. Aunque, según el abogado de Glen, May Stryker había comprado el rancho con su hijo, lo que significaba que Rafe jugaba un papel idéntico al de su madre en la demanda.

      El abogado tenía el pelo rubio y unos ojos azules increíbles. Era suficientemente guapo como para que Heidi, a pesar de la preocupación del momento, se fijara en él. Cuando volvió a mirar a Rafe, sintió que algo se le cerraba en la boca del estómago, algo que no le había ocurrido al mirar a su abogado.

      Trisha se volvió y le hizo un gesto a Heidi para que se inclinara hacia ella.

      –Es Dante Jefferson –susurró, señalando al abogado de Rafe–. Le conozco únicamente de oídas, aunque no me importaría llegar a conocerlo más íntimamente.

      Heidi parpadeó sorprendida. Por supuesto, no era ella quién para juzgarla. Al fin y al cabo, Trisha estaba haciendo aquello de forma gratuita.

      –¿Es bueno?

      Trisha tensó entonces su expresión.

      –Es el mejor. No es solo el abogado de Rafe, también es su socio. Ambos son dos hombres de negocios de éxito. Entre los dos han ganado tanto dinero como el Producto Interior Bruto de un país de tamaño medio.

      Heidi se llevó la mano al estómago.

      –¿Crees que Glen va a ir a la cárcel?

      –No, si puedo evitarlo. Eso dependerá de lo que dictamine la jueza –se volvió hacia Harvey–. ¿Estás preparado?

      El anciano asintió.

      –He venido aquí por Glen, igual que él está aquí por mi culpa.

      –Muy bien. La jueza querrá hablar contigo –le advirtió–. Sé sincero. Cuenta exactamente lo que pasó.

      –Lo haré.

      Heidi esperaba que eso bastara para liberar a su abuelo.

      Miró a su alrededor mientras Trisha volvía a concentrarse en Glen. May Stryker cruzó con ella la mirada, la saludó con la mano y sonrió. Heidi no estaba segura de qué hacer tras aquel saludo. Al fin y al cabo, May era la razón por la que Glen se había buscado problemas.

      No, se recordó a sí misma. Glen era el culpable de sus propios problemas. Le había estafado a May una enorme cantidad de dinero. Aunque lo hubiera hecho para ayudar a Harvey, había provocado una situación extremadamente compleja.

      Quería estar enfadada con su abuelo, pero no era capaz de superar el miedo que la invadía. En cuestión de minutos, podrían haberlo perdido todo. La casa que tan desesperadamente había deseado, sus queridas cabras y hasta el último céntimo que tenía. ¿Y después qué? ¿Adónde iría? Lo único que ella quería era disfrutar de un hogar y estaban a punto de arrebatarle aquella posibilidad.

      La jueza Loomis se quitó las gafas.

      –He revisado el material. Señora Wynn, ¿defiende al señor Simpson gratuitamente?

      La abogada de Glen se levantó.

      –Sí, Señoría. Me sentí tan conmovida por el caso que decidí ayudarle.

      –Así lo haré constar.

      El miedo a perderlo todo llevó a Heidi a levantarse.

      –¿Señoría?

      La jueza le dirigió una mirada de desaprobación. Trisha gimió.

      –Soy Heidi Simpson –se presentó Heidi rápidamente–. ¿Puedo hablar?

      La jueza miró los documentos que tenía delante y alzó de nuevo la mirada hacia Heidi.

      –Estamos hablando de su rancho. ¿Qué tiene que decirnos, señora Simpson?